El panorama político internacional en materia de derechos humanos no parece precisamente alentador, ni siquiera en aquellos países que, desde el final de la II Guerra Mundial, se convirtieron en garantes de su aplicación, dentro y fuera de sus fronteras. Tenemos un presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que habla de inmigrantes que “infectan” las calles y a un ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, que quiere establecer un censo de gitanos. Sacar los derechos humanos de la ecuación de las relaciones internacionales se ha convertido en el empeño cada vez más indisimulado de las grandes potencias, que tratan de convertir en inocuos los avances legislativos que se han realizado en este terreno desde 1945. Muchas reacciones ante la crisis de los refugiados es la prueba más evidente de este movimiento.
“La vida está llena de altos y bajos”, explica el abogado y escritor británico Philippe Sands, autor del libro Calle Este-Oeste (Anagrama), en el que relata el nacimiento de la legislación internacional humanitaria. “Dos pasos adelante, un paso hacia un lado, un paso atrás… Y así será siempre también para los derechos del ser humano”. Sands, como la mayoría de los juristas consultados, cree que, pese a todo, el tejido legislativo internacional construido en las últimas décadas, acelerado después del final de la Guerra Fría, resulta ya insoslayable. La detención de Pinochet en Londres y la idea de justicia universal, la Corte Penal Internacional son logros para los que cree que no existe marcha atrás.
“¿El final de los derechos humanos?”, se preguntaba sin embargo en un artículo reciente el periodista estadounidense David Rieff, autor de libros como Elogio del olvido (Taurus) y que vivió como reportero uno de los mayores fracasos en este terreno, el genocidio de Bosnia. “No hay ninguna duda de que el movimiento de los derechos humanos se enfrenta al mayor desafío que ha vivido desde su emergencia en los años setenta como un actor de primera fila en el orden internacional”, escribió en la revista Foreign Policy.
El periodista cita por ejemplo el caso de la llamada Responsabilidad de Proteger, adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 2005, que en teoría obliga a los países firmantes a intervenir en caso de violación masiva de los derechos humanos, dentro o fuera de sus fronteras. Desde entonces, sin embargo, han tenido lugar atrocidades a destajo en Siria entre muchos otros países sin que, básicamente, nadie haya movido un dedo. Esta cláusula se aplicó en Libia, con una intervención área contra Muammar el Gaddafi, que acabó derribado; pero que dejó el país en la anarquía total. Pero no se trata solo de hacer la vista gorda ante violaciones del derecho humanitario en terceros estados: democracias indiscutibles y asentadas han adoptado políticas que van en contra de principios básicos. El caso de Italia negándose a acoger el buque Aquarius es el más reciente, pero no el único en Europa y EE UU de ataques contra derechos elementales, sobre todo contra los refugiados.
Dentro de este movimiento se sitúa también la retirada, el martes, de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Forma parte de una serie de organismos que se han ido creando en los últimos años para proteger los derechos humanos. “Los derechos humanos se enfrentan a desafíos importantes, pero no tengo duda de que la idea de que cada ser humano tiene derechos mínimos en virtud del derecho internacional mantendrá su fuerza y, con el tiempo, su efectividad”, explica Philippe Sands. “Este no es el momento de inclinarse ante los venenos del nacionalismo y el populismo que están circulando una vez más por las venas del mundo”.
Creciente nacionalismo
Cuando se trata de relaciones entre Estados, los derechos humanos quedan muy atrás con respecto a intereses económicos o geopolíticos. En otras palabras, organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch o toda la prensa mundial pueden publicar decenas de informes y reportajes sobre las violaciones de los derechos humanos de Arabia Saudí, Egipto o China, pero sus efectos sobre la realidad sobre el terreno serán mínimos.
Pero eso no significa que debamos resignarnos, como explica Koldo Casla, investigador asociado en la Universidad de Newcastle y autor de una tesis doctoral en el King’s College de Londres sobre este tema: “La mayor parte de los analistas en relaciones internacionales sostienen que defender los derechos humanos es incompatible con el realismo político. Pienso que hoy nos vemos forzados a reconsiderar esa postura en este mundo de creciente nacionalismo, donde las legitimidades se anclan en lo local y donde muchos desconfían de unas supuestas élites cosmopolitas”.
El hecho de que Donald Trump haya dado marcha atrás en una de sus decisiones más crueles —separar a menores de sus familias como forma de disuadir a nuevos inmigrantes irregulares— es una prueba de que hay cosas que son, sencillamente, intolerables en una democracia. Como explica Koldo Casla: “En la esfera internacional desconfío de la idea de que los Estados se motiven por iniciativa propia por la promoción de la justicia global. Ahora bien, pueden sentirse impelidos a hacerlo en tanto en cuanto se lo exijamos los ciudadanos en la esfera nacional. En otras palabras, el día que nos resignemos será cuando los derechos humanos dejarán de tener un papel en la política internacional”.
El legado de Lemkin
G. A.
Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, narra la historia de Hersch Lauterpacht y Raphael Lemkin, los dos juristas que, horrorizados por los crímenes del nazismo, sentaron las bases del derecho internacional humanitario y pusieron los derechos humanos en el centro del debate. Lemkin, además, acuñó la palabra genocidio. El Instituto Berg acaba de publicar en España su autobiografía, Totalmente extraoficial, en la que revela su obsesión por la necesidad de que los estados protejan jurídicamente a todos individuos de persecuciones, independientemente de su raza o credo.
Horrorizado por el Holocausto, donde fue asesinada una parte de su familia, Lemkin utilizó su propia experiencia, pero también estudió otros casos de asesinatos masivos de personas por sus ideas o religión –tiene páginas espeluznantes por ejemplo sobre el asesinato de cristianos en Japón–. “Lemkin hizo una cosa extraordinaria: imaginó un mundo en el que el derecho internacional estaba al servicio de las personas”, explica Joaquín González Ibáñez, codirector del Berg Institute, profesor de Derecho Internacional en la Universidad Alfonso X y editor y traductor de la biografía de Lemkin. “Su legado reivindica la patria común de la humanidad y la responsabilidad de prevenir los actos recurrentes de genocidio, que la historia nos demuestra que acechan en el futuro”.