lunes, diciembre 2, 2024

MAZZEO, JULIO LILO Y OTROS S/ REC. DE CASACIÓN E INCONSTITUCIONALIDAD

Corte Suprema de Justicia de la Nación

13/07/2007

HECHOS:

Se dictó sobreseimiento definitivo a favor del imputado por presunta participación en hechos de homicidio, privación ilegítima de la libertad, torturas, lesiones y violaciones de domicilio, en distintas épocas y con la concurrencia de personas que formaban parte de las Fuerzas Armadas y de Seguridad del Estado, con sustento en que había sido indultado por decreto 1002/89. Diecisiete años después, a partir de una presentación conjunta de diversas personas, el juez federal actuante declaró la invalidez constitucional del decreto y privó de efectos al sobreseimiento, auto que fue revocado por la Cámara de Apelaciones. Luego, la Cámara Nacional de Casación Penal declaró la inconstitucionalidad del decreto de indulto, decisión que motivó recurso extraordinario de la defensa. La Corte Suprema de Justicia de la Nación rechazó el remedio federal.

SUMARIOS:

1. Corresponde declarar la imposibilidad constitucional de indultar a autores y partícipes de delitos de lesa humanidad, pues dicho acto de gobierno conlleva de modo inescindible la renuncia a la verdad, a la investigación, a la comprobación de los hechos, a la identificación de sus autores y a la desarticulación de los medios y recursos eficaces para evitar la impunidad

2. Tratándose de la investigación de delitos de lesa humanidad, resulta inocuo analizar si la facultad de indultar prevista en el art. 99 de la Constitución Nacional abarca a los procesados o si tiene características similares a la amnistía, pues, en definitiva, dicha potestad del Poder Ejecutivo, así como las amnistías, quedan reservadas para delitos de distinta naturaleza

3. Procede el recurso extraordinario federal y corresponde declarar inconstitucional el decreto del Poder Ejecutivo 1002/89 (Adla, XLIX-C, 2525), que dispuso el indulto del apelante, a los fines de cumplir con el deber que tiene el Estado de organizar las estructuras del aparato gubernamental a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos

4. Más allá de cuáles son los contornos precisos de la garantía que prohíbe el doble juzgamiento respecto de delitos comunes, en el derecho humanitario internacional los principios de interpretación axiológicos adquieren plena preeminencia al definir la garantía del “ne bis in idem” y la cosa juzgada, pues tanto los estatutos de los tribunales penales internacionales como los principios que inspiran la jurisdicción universal tienden a asegurar que no queden impunes hechos aberrantes, razón por la cual, sin perjuicio de dar prioridad a las autoridades nacionales para llevar a cabo los procesos, si éstos se transforman en subterfugios inspirados en la impunidad, entra a jugar la jurisdicción subsidiaria del derecho penal internacional con un nuevo proceso

5. Los principios que, en el ámbito nacional, se utilizan para justificar el instituto de la cosa juzgada y “ne bis in idem” no resultan aplicables respecto de los delitos contra la humanidad, porque los instrumentos internacionales que establecen esta categoría de delitos, así como el consiguiente deber para los Estados de individualizar y enjuiciar a los responsables, no contemplan, y, por ende, no admiten que esta obligación cese por el transcurso del tiempo, amnistías o cualquier otro tipo de medidas que disuelvan la posibilidad de reproche

6. Corresponde revocar la sentencia que declaró la inconstitucionalidad de los indultos presidenciales dispuestos por el decreto 1002/89 (Adla, XLIX-C, 2525), pues toda vez que existió una imputación determinada respecto de un individuo concreto y luego se lo sobreseyó — como consecuencia del indulto— , no hay manera de disponer la reapertura del proceso, sin vulnerar la cosa juzgada y la garantía contra la múltiple persecución. (del voto en disidencia de doctor Fayt)

7. Establecido que no existe norma alguna en nuestro sistema constitucional que permita realizar un tratamiento diferente del instituto del indulto si éste recayera sobre delitos de lesa humanidad y que tal conclusión no resulta en pugna con el derecho de las víctimas a saber, tampoco resultan inconstitucionales ab initio los indultos presidenciales — decreto 1002/89 (Adla, XLIX-C, 2525)—  por aplicación del art. 29 de la Constitución, pues sólo los legisladores pueden ser sujetos activos del delito previsto en la norma (del voto en disidencia de doctor Fayt)

8. Conforme el orden de prelación de los tratados establecido en la Constitución, si se concluye que la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad” prevé su utilización retroactiva, este precepto resultaría claramente inaplicable, pues el art. 18 de la Ley Fundamental como norma de jerarquía superior — y por lo demás más respetuosa del principio pro homine—  impide que pueda derogarse retroactivamente el régimen de prescripción de la acción penal (del voto en disidencia de doctor Fayt)

9. A los efectos de la aplicación del principio de imprescriptibilidad — así como los demás frenos a la prohibición de persecución penal múltiple y al instituto del indulto— , no cabe inferir sobre la base del art. 118 de la Constitución que sea posible la persecución penal conforme las reglas propias del derecho penal internacional — aplicables para los tribunales internacionales— , pues en tanto no se establece cuáles son los principios y normas que rigen la persecución de crímenes iuris gentium, la norma citada no permite concluir la posibilidad de atribuir responsabilidad individual con fundamento en un derecho penal internacional que no cumpla con los mandatos del principio de legalidad (del voto en disidencia de doctor Fayt)

10. La protección a las víctimas establecida en los instrumentos internacionales de derechos humanos no implica necesariamente castigo penal — en el caso, a los fines de la impugnación constitucional del decreto 1002/89 (Adla, XLIX-C, 2525) que dispuso el indulto del apelante— , pues la persecución penal — sin respeto a las garantías del individuo—  invertiría la función que los derechos humanos poseen en el proceso penal que, de protección del imputado frente al Estado, pasaría al fortalecimiento de su poder absoluto (del voto en disidencia de doctor Fayt)

11. No corresponde tener por configurada la cosa juzgada írrita que permite apartarse de la regla según la cual las decisiones judiciales firmes — en el caso, la que sobreseyó a un procesado en forma definitiva, por indulto, hace 17 años—  tienen carácter irrevocable, si no está en duda la honradez de los magistrados que dictaron la resolución cuestionada — sin perjuicio de que se mantengan profundas diferencias jurídicas o intelectuales con éstos, con relación a la misma—  ni existen razones para pensar que hayan actuado bajo el influjo de alguna restricción a su independencia (del voto en disidencia de la doctora Argibay)

12. Ni la Corte Suprema de Justicia de la Nación ni ningún otro tribunal de justicia pueden eludir los efectos de la cosa juzgada — en el caso, la que emana del sobreseimiento definitivo firme de una persona, por indulto— , pues, de lo contrario, se estarían poniendo las condiciones para que dicho fallo, en el futuro, sea también revocado con argumentos contrarios — esto es, alegando error, injusticia, etcétera— , haciendo con ello que el carácter final de las decisiones judiciales venga a significar apenas más que nada, pues sólo sería respetado por los jueces futuros en la medida que fueran compartidas por ellos (del voto en disidencia de la doctora Argibay)

13. Una vez pronunciado un fallo judicial y agotados los recursos para su revisión, son irrevocables sus efectos — en el caso, sobreseimiento definitivo por indulto a favor de una persona procesada— , conocidos bajo la expresión de cosa juzgada, constituyendo una garantía constitucional de los derechos individuales que debe ser respetada incluso por los tres poderes del Estado (del voto en disidencia de la doctora Argibay)

14. Es admisible el recurso extraordinario deducido contra la sentencia de la Cámara Nacional de Casación Penal que declaró la inconstitucionalidad del decreto 1002/89 (Adla, XLIX-C, 2525), ordenando proseguir las actuaciones seguidas contra una persona indultada a tenor de este decreto, pese al sobreseimiento definitivo que anteriormente había puesto fin a la causa con sustento en el indulto, toda vez que está en discusión la inteligencia de los principios de juez natural, legalidad, cosa juzgada y la garantía de “ne bis in idem”, mientras que la decisión recurrida ha sido contraria a la validez del derecho que la parte recurrente ha fundado en ellos — art. 14 inc. 3°, ley 48 (Adla, 1852-1880, 364)—  (del voto en disidencia de la doctora Argibay)

15. Si bien no pone fin al pleito, a los fines del recurso extraordinario — art. 14, ley 48 (Adla, 1852-1880, 364)— , es equiparable a definitiva la sentencia de la Cámara Nacional de Casación Penal que declaró la inconstitucionalidad del decreto 1002/89 (Adla, XLIX-C, 2525), ordenando proseguir la causa contra una persona indultada a tenor de este decreto, pese a su anterior sobreseimiento definitivo, ya que las garantías de juez natural, legalidad, cosa juzgada y “ne bis in idem” están destinadas a gobernar decisiones previas al fallo final, por lo que resultaría inoficioso examinar el agravio invocado al momento de su dictado, pues, para entonces, el riesgo de ser sometido a juicio ya se habría consumado irremediablemente (del voto en disidencia de la doctora Argibay)

TEXTO COMPLETO:

Buenos Aires, julio 13 de 2007.

Considerando: 1) Que la presente causa se ha iniciado por la presentación efectuada en forma conjunta por Sara de Castiñeiras, Iris Pereyra de Avellaneda, Floreal Avellaneda; Juan Manuel Castiñeiras y Ana María Astudillo, juntamente con sus representantes letrados y Alicia Palmero, en representación de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, quienes solicitaron la declaración de inconstitucionalidad del decreto 1002/89, mediante el cual el Poder Ejecutivo Nacional indultó, entre otros, a Santiago Omar Riveros, por los hechos a él imputados en la ex causa 85 de la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín (fs. 1/6).

2) Que el Juzgado Federal N° 2 de San Martín hizo lugar a la presentación, declarando la inconstitucionalidad del decreto 1002/89, y dispuso privar de efectos, dentro de las actuaciones principales, la totalidad de actos y resoluciones dictadas como consecuencia del decreto mencionado. Fundó su decisión en diversas consideraciones y en los arts. 16, 18, 29, 31, 75 inc. 22, 99 inc. 5°, 109, 116 y 118 de la Constitución Nacional.

3) Que dicho pronunciamiento fue apelado por el abogado defensor de Santiago Omar Riveros, con fundamento, entre otros, en que la excepción de cosa juzgada en relación al sobreseimiento dictado a fs. 1553 se encontraba firme (fs. 68/70 y 114/129).

4) Que la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín, acogió el recurso de la defensa con sustento en que ese tribunal ya se había expedido en la causa 85 acerca de la validez del indulto presidencial. Entre otras ponderaciones señaló que el indulto era un acto privativo del presidente de la República, una potestad discrecional que podía concederse incluso a los procesados. Agregó que aunque la solución de autos pudiera presentarse como repudiable desde el punto de vista estrictamente moral, ni el alcance otorgado al marco normativo vigente al momento de dictarse el indulto, ni los elementos incorporados referentes al nuevo contexto internacional jurídico del país, tenían relevancia para revisar los efectos derivados de la vigencia y aplicación de aquél, ya que generó derechos en cabeza de sus beneficiarios, cuya situación habría quedado entonces consolidada. Invocó además lo decidido por la Corte Suprema en los casos publicados en Fallos: 313:1392, 1398; 315:2421 (fs. 131/139).

5) Que apelado dicho pronunciamiento, por distintos grupos de querellantes, la Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal se pronunció por la inconstitucionalidad del decreto de indulto 1002/89.

Para así decidir rechazó la supuesta afectación del principio del juez natural alegada por la defensa, y consideró incompetente a la Justicia Militar para resolver el sub lite. Para ello citó el precedente de esta Corte in re: “Videla, Jorge Rafael s/incidente de excepción de cosa juzgada y falta de jurisdicción”, de Fallos: 326:2805 y el publicado en Fallos: 323:2035. También desestimó la falta de acción de los querellantes -invocada por la defensa de Riveros- con sustento en el pronunciamiento de esta Corte en la causa “Hagelin, Ragnar Erland” (Fallos: 326:3268) (LA LEY, 2003-F, 955); así como en el caso “Velásquez Rodríguez” de la Corte Interamericana -sentencia CIDH Serie C N- 7, del 21 de julio de 1989).

En cuanto al fondo de la cuestión -entre otras exhaustivas consideraciones- el a quo recordó que la reforma constitucional de 1994 acordó jerarquía constitucional a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; la Declaración Universal de Derechos Humanos; la Convención Americana sobre Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo; la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial; la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer; la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; y la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional). Señaló que si bien el decreto de indulto 1002/98 fue dictado con anterioridad al reconocimiento de la jerarquía constitucional de tales instrumentos internacionales, lo cierto era que tratándose de delitos de lesa humanidad, no existían limitaciones a su juzgamiento en tiempo y espacio, y tampoco podía concederse indultos o dictarse leyes de prescripción que impidan su juzgamiento y condena. Citó para ello jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos.

Puso de relieve, además, la relevancia en la vigencia cronológica de estos principios internacionales, tanto de la Carta del Tribunal Internacional de Nüremberg de 1945; de la resolución 95 de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 11 de diciembre de 1946; de los principios 4° y 6° de la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, mediante resolución 2391 del 26 de noviembre de 1968.

Destacó, además, la evolución del derecho de gentes y su vinculación al principio del ius cogens. Mencionó las cuatro convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949 ratificadas por nuestra República mediante ley 14.467. Analizó el Estatuto del Tribunal Internacional para Ruanda, creado por el Consejo de Seguridad en virtud del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, la resolución 827/93 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que adoptó el Estatuto del Tribunal Internacional para juzgar a los presuntos responsables de graves violaciones del derecho internacional humanitario cometidas en el territorio de la ex-Yugoslavia a partir de 1991 y el Preámbulo del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, adoptado el 17 de julio de 1998 -ley 25.390- instaurando medidas tendientes a que “los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto” “no queden sin castigo”, de manera de “poner fin a la impunidad de los autores de esos crímenes y a contribuir así a la prevención de nuevos crímenes”.

Señaló la preexistencia -y preeminencia- de los fundamentales derechos del hombre sobre la conformación del Estado. Concluyó que todos estos derechos son una emanación del concepto de vida y resultan por tanto inherentes al ser humano, y que la expectativa de goce y la obligación de los Estados de garantir su plena vigencia nace con la persona misma, y que por ello la introducción expresa de los pactos y convenciones incorporados en el marco del art. 75, inc. 22 de la Carta Magna, no puede ser considerado como el producto de un acordar o un otorgar, sino como un reconocimiento de derechos y libertades fundamentales cuyo origen es el del propio ser humano.

Expresó que ese marco jurídico es de aplicación directa al caso de autos, pues nuestro país desde la Constitución misma de 1853 y los códigos penales vigentes siempre incorporó en su legislación los principios fundamentales de derecho internacional y normas penales específicas bajo los cuales se sancionan los delitos de lesa humanidad.

Citó además la causa “Simón” (Fallos: 328:2056) resuelta por esta Corte. A la luz de lo expresado, concluyó que la Constitución Nacional de 1853 reconoció la supremacía de ese derecho de gentes y en ese acto lo incorporó directamente con el consiguiente deber de su aplicación por los tribunales, respecto a los crímenes aberrantes para quienes los hayan cometido en el ámbito de cualquier jurisdicción.

Destacó, además, que el decreto en cuestión fue dictado con posterioridad a la aprobación de nuestro país de algunos de los pactos internacionales, tales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes y la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, y recordó además que la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados aprobada por ley 19.865, confiere primacía al derecho convencional internacional sobre el derecho interno.

Consideró que en el presente caso no podía ser controvertido que los hechos que se pretenden investigar encuadran en afecciones fundamentales a la persona calificables como de “lesa humanidad”. Citó el precedente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos al decidir en el caso “Barrios Altos”, y señaló que el decreto 1002/89, implicaba un obstáculo para la efectiva investigación y dilucidación de responsabilidades por los hechos que dieron origen a la causa 85 de la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín, caratulada “Riveros, Santiago Omar s/ privación ilegal de la libertad”, que colisionaba de manera manifiesta y frontal con los derechos expresados en los arts. 1, 8.1 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Así las cosas, sostuvo que la solución que mejor realiza el valor justicia, resulta de acordar a víctimas, familiares y sociedad, el acceso a la jurisdicción a los efectos de que se investiguen los graves hechos -calificados de lesa humanidad- que motivaron las actuaciones, garantizando a las partes sometidas a esa jurisdicción, como en todo proceso, el pleno respeto de sus derechos constitucionales para que en esas condiciones se establezcan las responsabilidades penales que puedan corresponder (fs. 143/173).

6) Que contra el pronunciamiento de la Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal, la defensa técnica de Santiago Omar Riveros dedujo recurso extraordinario federal en los términos del art. 14 de la ley 48 (fs. 247/271).

En su escrito señala que la resolución impugnada es definitiva, toda vez que la apelación del art. 14 de la ley 48 procede no sólo contra las sentencias definitivas en el sentido estricto, sino también contra las que sin serlo formalmente ocasionan un agravio de imposible o insuficiente reparación ulterior.

Se agravia de que se ha violado la garantía de juez natural, dado que los hechos que se le atribuyen sucedieron dentro de un contexto de guerra, situación que habilitaba sólo a la jurisdicción militar para resolverlos. Señala que la mera remisión que hizo el a quo al precedente de esta Corte publicado en Fallos: 323:2035 “Cristino Nicolaides y otros”, para resolver el tema de la competencia, implicó desconocer que aquí se trata de un supuesto diferente al allí resuelto.

Denuncia, además, la violación del principio inmutable de la cosa juzgada, al decretarse la inconstitucionalidad del decreto 1002/89, pues el control de constitucionalidad sobre tal norma ya se había ejercido en la presente causa por parte de la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín, que se había expedido sobre la legitimidad de dicho decreto para resolver la excepción opuesta y sobreseer al imputado el 10 de noviembre de 1989. Recordó que la cosa juzgada, conforme nuestro ordenamiento procesal, solamente puede ser atacada mediante un recurso de revisión, y que la misma está amparada incluso por los tratados internacionales. Indica que la declaración de inconstitucionalidad implicó además violar otra garantía de jerarquía constitucional que es aquella que prohíbe el doble juzgamiento (ne bis in idem).

Sobre tales premisas considera que la declaración de inconstitucionalidad del decreto 1002/89 es nula por no estar autorizada por ninguna de las normas que integran nuestro sistema procesal penal. Tacha además al pronunciamiento del a quo de arbitrario porque omitió individualizar la norma procesal o cláusula constitucional violada.

En cuanto al indulto, señala además, que ni la Constitución Nacional ni los tratados incorporados en la reforma del año 1994, prohíben tal facultad presidencial para delitos de lesa humanidad. Cita distintos precedentes internacionales que indultaron a sujetos condenados por crímenes análogos a los que se imputan en esta causa.

En cuanto a la calificación de los delitos imputados como crímenes de lesa humanidad, señala que esa clase de crímenes se cometen contra una población civil, circunstancia ésta que no se dio en el caso argentino, toda vez que el objetivo fijado por el Estado habría sido el aniquilamiento del terrorismo mediante una orden expresa impartida por el gobierno constitucional en el año 1975. En este sentido, diferencia el caso “Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312) -declarado imprescriptible por la Corte- el que sin duda constituía un delito de lesa humanidad, pues en Chile no hubo una guerra contra el terrorismo sino una persecución político-ideológica mediante la comisión de delitos que, por sus fines, fueron correctamente calificados de lesa humanidad. Idénticas características tendrían los delitos cometidos en nuestro país por la “Triple A” mediante las amenazas de muerte vertidas en el año 1975, en pleno gobierno constitucional. Después de reproducir la Directiva 1/75 del Consejo de Defensa, la defensa insiste en que no hubo ningún ataque generalizado o sistemático contra la población civil, por lo cual estimó que, en los casos de delitos individualmente cometidos durante las operaciones de guerra, no cabe el calificativo de lesa humanidad, sino el de delitos comunes. Señala además que no es admisible utilizar principios ius naturalistas para desconocer el derecho positivo.

Finalmente considera que las acciones penales nacidas de los hechos investigados en la causa han prescripto conforme a lo previsto en el art. 339 del Código Procesal Penal. Señala que los imputados de la causa denominada 13 se beneficiaron con la prescripción de la acción, situación que implica la violación de la garantía de igualdad.

7) Que respecto a la violación de la garantía del juez natural que invoca la defensa con sustento de que el imputado debió ser juzgado dentro del ámbito de la justicia castrense, más allá de las razones expuestas por el señor Procurador General para declarar formalmente inadmisible la apelación federal, esta Corte se ha expedido sobre idénticos agravios en el precedente “Videla” (Fallos: 326:2805). Además la intervención de la justicia civil para este tipo de procesos responde al compromiso asumido por el Estado argentino al incorporar la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, cuyo art. 9 establece que para tales delitos “sólo podrán ser juzgados por las jurisdicciones de derecho común competentes en cada Estado, con exclusión de toda jurisdicción especial, en particular militar” (ver en este sentido voto de los jueces Petracchi y Maqueda, respectivamente en Fallos: 326:2805).

Que respecto a esta cuestión la Corte Interamericana ha sostenido “que en un Estado democrático de derecho la jurisdicción penal militar ha de tener un alcance restrictivo y excepcional y estar encaminada a la protección de intereses jurídicos especiales, vinculados con las funciones que la ley asigna a las fuerzas militares. Por ello, sólo se debe juzgar a militares por la comisión de delitos o faltas que por su propia naturaleza atenten contra bienes jurídicos propios del orden militar” (caso “Palamara Iribarne” sentencia del 22 de noviembre de 2005. CIDH, Serie C N° 135, párr. 124; caso de la “Masacre de Mapiripán”, CIDH, Serie C N° 134, 15 de septiembre de 2005, parr. 202; y caso “19 Comerciantes”, Serie C N° 109, 5 de julio de 2004, párr. 165.)

Por tales razones corresponde desestimar los agravios del recurrente sobre este punto.

8) Que, en lo que se refiere a los restantes agravios planteados, si bien es doctrina del Tribunal que las resoluciones cuya consecuencia sea la obligación de seguir sometido a proceso criminal no reúnen, por regla, la calidad de sentencia definitiva a los efectos del art. 14 de la ley 48, de tal principio corresponde hacer excepción en los casos en los que dicho sometimiento podría provocar un gravamen de insuficiente, imposible o tardía reparación ulterior. Entre estas excepciones corresponde incluir el caso de autos, en tanto el recurso se dirige a lograr la plena efectividad de la prohibición de la doble persecución penal, cuyo rango constitucional ha sido reconocido por esta Corte (Fallos: 308:1678; 310:360; 311:67; 314:377; 316:687, entre muchos otros); y ese derecho federal sólo es susceptible de tutela inmediata, porque la garantía no veda únicamente la aplicación de una nueva sanción por el mismo hecho anteriormente perseguido, sino también la exposición al riesgo de que ello ocurra mediante un nuevo sometimiento a juicio de quien ya lo ha sufrido por el mismo hecho (Fallos: 314:377 y sus citas).

9) Que, en cuanto a lo sustancial de la cuestión, referente a la interpretación adecuada de los delitos de lesa humanidad, cabe señalar que esta Corte los ha definido y examinado exhaustivamente en los precedentes “Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312) y “Simón” (Fallos: 328:2056) a cuyas consideraciones cabe remitirse (in re: Fallos: 327:3312 y 328:2056, considerandos 50 a 54 del juez Maqueda; 14 del voto del juez Zaffaroni; 31 de la jueza Highton de Nolasco; 13 del juez Lorenzetti; 10 de la jueza Argibay).

Que por las razones allí invocadas la caracterización que el recurrente reclama para los delitos investigados en el sub lite no puede encontrar favorable acogida, habida cuenta de que -como lo señala el señor Procurador General- sus apreciaciones constituyen meras disquisiciones de índole histórica política. En efecto, ellas no suponen ninguna argumentación que fundamente una distinción jurídica entre los crímenes que se denuncian en el presente caso, y los que dieron lugar a las sentencias emitidas por esta Corte. Por ello, las consideraciones allí formuladas para atribuir a tales hechos la naturaleza de crímenes de lesa humanidad, deben trasladarse de manera indefectible a los imputados en este proceso (“Arancibia Clavel” en Fallos: 327:3312 y “Simón” en Fallos: 328:2056).

10) Que, sobre la base de tal premisa, cabe tener presente que el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos, en diversos tratados y documentos prescriben la obligación por parte de toda la comunidad internacional de “perseguir”, “investigar” y “sancionar adecuadamente a los responsables” de cometer delitos que constituyen graves violaciones a los derechos humanos.

11) Que corresponde ahora, preliminarmente, esclarecer por qué tales obligaciones derivadas del derecho internacional resultan de aplicación perentoria en la jurisdicción argentina.

En tal sentido cabe recordar que la Carta de la ONU marca el nacimiento de un nuevo derecho internacional y el final del viejo paradigma del modelo de Wesfalia difundido tres siglos antes tras el final de la anterior guerra europea de los treinta años. El derecho internacional se transforma estructuralmente, dejando de ser un sistema práctico, basado en tratados bilaterales inter pares, y convirtiéndose en un auténtico ordenamiento jurídico supraestatal: ya no es un simple pactum asociationis, sino además, un pactum subiectionis. En el nuevo ordenamiento pasan a ser sujetos de derecho internacional no solo los Estados, sino también los individuos y los pueblos (Luigi Ferrajoli, Derechos y Garantías: la ley del más débil, Madrid, Ed. Trota, 1999, pág. 145; en similar sentido ver también Lea Brilmayer, International Law in American Courts: A Modest Proposal, 100 The Yale Law Journal, 2277, 2297; 1991 y el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos referente al efecto de las reservas sobre la entrada en vigencia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos – arts. 74 y 75, Opinión Consultiva OC-2/82, Serie A N° 2, del 24 de septiembre de 1982, párrafo 29).

12) Que desde esta perspectiva de la protección de los derechos humanos, el primer parágrafo del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948 ha postulado el reconocimiento de la dignidad inherente y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. Asimismo, el art. 1 dispone que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Las cláusulas concernientes a la protección de los derechos humanos insertas en la Declaración se sustentan, además, en la Carta de las Naciones Unidas que en su art. 55, inc. c, dispone que dicha organización promoverá el respeto universal de los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y en su art. 56 prescribe que todos los Miembros se comprometen a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los propósitos consignados en el art. 55. Tales disposiciones imponen la responsabilidad, bajo las condiciones de la Carta, para cualquier infracción sustancial de sus disposiciones, especialmente cuando se encuentran involucrados un modelo de actividad o una clase especial de personas (conf. Ian Brownlie, Principles of Public International Law, Oxford, Clarendon Press, 1966, pág. 463).

13) Que estas declaraciones importaron el reconocimiento de los derechos preexistentes de los hombres a no ser objeto de persecuciones por el Estado. Esta necesaria protección de los derechos humanos, a la que se han comprometido los estados de la comunidad universal, no se sustenta en ninguna teoría jurídica excluyente. En realidad, sus postulados sostienen que hay principios que determinan la justicia de las instituciones sociales y establecen parámetros de virtud personal que son universalmente válidos, independientemente de su reconocimiento efectivo por ciertos órganos o individuos, lo cual no implica optar por excluyentes visiones iusnaturalistas o positivistas. La universalidad de tales derechos no depende pues de un sistema positivo o de su sustento en un derecho natural fuera del derecho positivo (conf. Carlos Santiago Nino, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Buenos Aires, Ed. Paidós, 1984, pág. 24).

Esta concepción del derecho internacional procura excluir ciertos actos criminales del ejercicio legítimo de las funciones estatales (Bruno Simma y Andreas L. Paulus, The responsibility of individuals for human rights abuses in internal conflicts: a positivist view, 93 American Journal of Internacional Law 302, 314; 1999) y se fundamenta, esencialmente, en la necesaria protección de la dignidad misma del hombre que es reconocida en la declaración mencionada y que no se presenta exclusivamente a través del proceso de codificación de un sistema de derecho positivo tipificado en el ámbito internacional.

14) Que la importancia de esa tradición jurídica fue recogida por el art. 102 de la Constitución Nacional (el actual art. 118). La especial atención dada al derecho de gentes por la Constitución Nacional de 1853 derivada en este segmento del proyecto de Gorostiaga no puede asimilarse a una mera remisión a un sistema codificado de leyes con sus correspondientes sanciones, pues ello importaría trasladar ponderaciones y métodos de interpretación propios del derecho interno que son inaplicables a un sistema internacional de protección de derechos humanos. En efecto, desde sus mismos orígenes se ha considerado que la admisión de la existencia de los delitos relacionados con el derecho de gentes dependía del consenso de las naciones civilizadas, sin perjuicio, claro está, de las facultades de los diversos estados nacionales de establecer y definir los delitos castigados por aquel derecho (ver en tal sentido Joseph Story, Commentaries on the Constitution of the United States, Boston, Hilliard, Gray and Company, 1833, Vol III, cap. XX, 1154 a 1158; también James Kent, Commentaries on American Law, Vol. I, parte I, New York, Halsted, 1826, especialmente caps. I, II y IX).

Cabe agregar que la positivización de los derechos humanos en el derecho internacional, como reaseguro de sus positivizaciones nacionales, es lo que hizo perder buena parte del sentido práctico del clásico debate entre positivismo y jusnaturalismo (considerando 18 del voto del juez Lorenzetti in re: “Simón” (Fallos: 328:2056).

15) Que, por consiguiente, la consagración positiva del derecho de gentes en la Constitución Nacional permite considerar que existe un sistema de protección de derechos que resulta obligatorio independientemente del consentimiento expreso de las naciones que las vincula y que es conocido actualmente dentro de este proceso evolutivo como ius cogens. Se trata de la más alta fuente del derecho internacional que se impone a los estados y que prohíbe la comisión de crímenes contra la humanidad, incluso en épocas de guerra. No es susceptible de ser derogada por tratados en contrario y debe ser aplicada por los tribunales internos de los países independientemente de su eventual aceptación expresa (in re: “Arancibia Clavel” -Fallos: 327:3312- considerandos 28 y 29 de los jueces Zaffaroni y Highton de Nolasco; 25 a 35 del juez Maqueda y considerando 19 del juez Lorenzetti en “Simón”).

16) Que es posible señalar que existía, a la fecha de comisión de los actos precisados, un orden normativo formado por tales convenciones y por la práctica consuetudinaria internacional, que consideraba inadmisible la comisión de delitos de lesa humanidad ejecutados por funcionarios del Estado y que tales hechos debían ser castigados por un sistema represivo que no necesariamente se adecuara a los principios tradicionales de los estados nacionales para evitar la reiteración de tales aberrantes crímenes (considerando 57 del voto del juez Maqueda in re: “Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312).

17) Que tales principios se vieron fortificados y cristalizados, entre otros tratados, por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, así como por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que establecían los mismos principios, proclamando derechos básicos de las personas y deberes de los Estados para respetarlos.

18) Que la integración entre estos principios recibidos por la comunidad internacional para la protección de los derechos inherentes a la persona con el sistema normativo de punición nacional, fue una de las pautas básicas sobre la que se construyó todo el andamiaje institucional que impulsó a la Convención Constituyente de 1994 a incorporar los tratados internacionales como un orden equiparado a la Constitución Nacional misma (art. 75, inc. 22). En efecto, allí se señaló expresamente que lo que se pretendía establecer “es una política constitucional, cual es la de universalizar los derechos humanos, reconocer los organismos supranacionales de solución de conflictos como lo son la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos y promover opiniones consultivas de la Corte Interamericana, para que informe sobre el alcance de las normas consagradas en el Pacto, así como también sobre leyes y disposiciones conforme a sus propias resoluciones para asegurar que estén en armonía…” (Convencional Alicia Oliveira en la 220 Reunión, 30. Sesión ordinaria del 2 de agosto de 1994 de la Convención Constituyente de 1994, Diario de Sesiones, T. III, pág. 2861).

19) Que así la reforma constitucional de 1994 reconoció la importancia del sistema internacional de protección de los derechos humanos y no se atuvo al principio de soberanía ilimitada de las naciones. Sus normas son claras, en el sentido de aceptar como principio ya existente en ese momento, la responsabilidad de los estados al haber dado jerarquía constitucional -entre otros- a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

20) Que la preeminencia de los tratados sobre las leyes ya había sido sostenida por esta Corte con anterioridad en el caso “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492) por ello allí sostuvo que la interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Se trata de una insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su competencia y, en consecuencia, también para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos.

21) Que, por su parte, la Corte Interamericana ha señalado que “es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos”. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana -CIDH Serie C N- 154, caso “Almonacid”, del 26 de septiembre de 2006, parágraf. 124).

22) Que corresponde ahora examinar el modo en que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha precisado las obligaciones de los estados respecto de los deberes de investigación y de punición de delitos aberrantes. En este sentido, el mencionado tribunal ha señalado en reiteradas ocasiones que el art. 25, en relación con el art. 1.1. de la Convención Americana, obliga al Estado a garantizar a toda persona el acceso a la administración de justicia y, en particular, a un recurso rápido y sencillo para lograr, entre otros resultados, que los responsables de las violaciones de los derechos humanos sean juzgados y obtener una reparación del daño sufrido.

En particular ha impuesto las siguientes obligaciones:

1) El principio general que recae sobre los estados de esclarecer los hechos y responsabilidades correspondientes que debe entenderse concretamente como un deber estatal que asegure recursos eficaces a tal efecto (CIDH – “Velásquez Rodríguez”, Serie C N° 4, 29 de julio de 1988, considerandos 50 a 81);

2) Deber de los estados de garantizar los derechos de acceso a la justicia y de protección judicial (CIDH – “Loayza Tamayo”, Serie C N° 33, del 17 de septiembre de 1997, considerando 57 y CIDH – “Castillo Páez”, Serie C N° 43, del 27 de noviembre de 1988, considerando 106);

3) La obligación de identificar y sancionar a los autores intelectuales de las violaciones a los derechos humanos (CIDH – “Blake”, Serie C N° 48, del 22 de enero de 1999, considerando 61 -LA LEY, 2001-B, 832-);

4) La adopción de las disposiciones de derecho interno que sean necesarias para asegurar el cumplimiento de la obligación incluida en el art. 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (“Loayza Tamayo”, CIDH – Serie C N° 42, del 27 de noviembre de 1998, considerando 171 -LA LEY 1999-F, 66-; “Blake”, considerando 65; “Suárez Rosero”, CIDH – Serie C N° 35, del 12 de noviembre de 1997, considerando 80; “Durand y Ugarte”, Serie C N° 68, del 16 de agosto de 2000, considerando 143);

5) La imposición de los deberes de investigación y sanción a los responsables de serias violaciones a los derechos humanos no se encuentra sujeta a excepciones (“Villagrán Morales”, CIDH – Serie C N° 63, del 19 de noviembre de 1999, considerandos 225 y 226; “Velásquez Rodríguez”, Serie C N° 1, 29 de julio de 1988, párr. 176);

6) La obligación de los estados miembros de atender a los derechos de las víctimas y de sus familiares y que los delitos de desaparición y muerte sean debidamente investigados y castigados por las autoridades (“Blake”, Serie C N° 36, 24 de enero de 1998 párr. 97; “Suárez Rosero”, considerandos 107 y 108, 12 de noviembre de 1997; “Durand y Ugarte”, Serie C N° 68, 16 de agosto de 2000, considerando 130; “Paniagua Morales”, CIDH, Serie C N° 37, del 8 de marzo de 1998, considerando 173; “Barrios Altos”, párr. 42, 43, y 48).

23) Que ya en el caso “Barrios Altos” la Corte Interamericana de Derechos Humanos consideró “inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (CIDH – Serie C N° 75, Caso Barrios Altos, sentencia del 14 de marzo de 2001, párr. 41). Por su parte el juez García Ramírez, en su voto concurrente, señaló que las “disposiciones de olvido y perdón no pueden poner a cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos” (párr. 11).

En este mismo sentido, pero más enfáticamente en el caso “Almonacid”, la Corte Interamericana señaló que los crímenes de lesa humanidad son serios actos de violencia que dañan a los seres humanos al golpear lo más esencial para ellos: su vida, su libertad, su bienestar físico, su salud y/o su dignidad. Son actos inhumanos que por su extensión y gravedad van más allá de los límites de lo tolerable para la comunidad internacional, la que debe necesariamente exigir su castigo. Agregó que por ello los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad, dondequiera y cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido, serán objeto de una investigación, y las personas contra las que existan pruebas de culpabilidad en la comisión de tales crímenes serán buscadas, detenidas, enjuiciadas y, en caso de ser declaradas culpables, castigadas.

Señaló que por ello los Estados no adoptarán medidas legislativas ni tomarán medidas de otra índole que puedan menoscabar las obligaciones internacionales que hayan contraído con respecto a la identificación, la detención, la extradición y el castigo de los culpables de crímenes de guerra o de crímenes de lesa humanidad (Caso Almonacid Arellano y otros. CIDH – Serie C N° 154, sentencia del 26 de septiembre del 2006).

24) Que, por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ya en el informe 28/92 sostenía que el hecho de que los juicios criminales por violaciones de los derechos humanos -desapariciones, ejecuciones sumarias, torturas, secuestros- cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas hayan sido cancelados, impedidos o dificultados por las leyes 23.492, 23.521 y el decreto 1002/89, resulta violatorio de los derechos garantizados por la Convención, y consideró que tales disposiciones resultan incompatibles con los arts. 1, 8, y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Informe 28/92, casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina del 2 de octubre de 1992).

25) Que, en consecuencia, de aquellas consideraciones surge que los estados nacionales tienen la obligación de evitar la impunidad. La Corte Interamericana ha definido a la impunidad como “la falta en su conjunto de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena de los responsables de las violaciones de los derechos protegidos por la Convención Americana” y ha señalado que “el Estado tiene la obligación de combatir tal situación por todos los medios legales disponibles ya que la impunidad propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos y la total indefensión de las víctimas y sus familiares” (conf. casos Castillo Páez, Serie C N° 43, párrafos 106 y 107 y Loayza Tamayo, Serie C N° 42, párrafos 169 y 170, ambos del 27 de noviembre de 1998).

En términos análogos a los tratados aquí examinados se expide la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, aprobada el 20 de abril de 1989.

26) Que, del mismo modo, dentro del ámbito de las Naciones Unidas la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, en su Preámbulo menciona de manera expresa “…la obligación que incumbe a los estados en virtud de la Carta [de las Naciones Unidas], en particular del artículo 55, de promover el respeto universal y la observancia de los derechos humanos y libertades fundamentales, y en su articulado impone a los estados el deber de perseguir esa clase de delitos e imponer penas adecuadas (4.2)” (considerando 22 del voto de la jueza Highton de Nolasco in re: “Simón” (Fallos: 328:2056).

Tal Convención fue suscripta en el año 1984, y el 24 de septiembre de 1986 el gobierno argentino depositó en poder del Secretario General de las Naciones Unidas el instrumento de ratificación, o sea que el decreto 1002/89 fue dictado con posterioridad a la entrada en vigencia de tal Convención.

El Comité contra la Tortura también se ha expedido en contra de las medidas de impunidad en la Argentina (Comunicaciones 1/1988; 2/1988; 3/1988), y en recientes precedentes ha recordado su jurisprudencia según la cual los Estados Partes tienen la obligación de sancionar a las personas consideradas responsables de la comisión de actos de tortura, y que la imposición de penas menos severas y la concesión del indulto son incompatibles con la obligación de imponer penas adecuadas (“Sr. Kepa Urra Guridi v. Spain”, Comunicación N° 212/2002, U.N. Doc. CAT/C/34/D/212/2002 [2005]).

27) Que, por su parte, el Comité de Derechos Humanos, creado por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, específicamente al referirse al caso argentino sostuvo que la ley de punto final y de obediencia debida y el indulto presidencial de altos oficiales militares, son contrarios a los requisitos del Pacto, pues niegan a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos, durante el período del gobierno autoritario, de un recurso efectivo, en violación de los arts. 2 y 9 del Pacto (Comité de Derechos Humanos, Observaciones Finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina, 5 de abril de 1995, CCPR/C/79/Add. 46; A/50/ 40, párr. 144-165). También ha señalado que pese “a las medidas positivas tomadas recientemente para reparar injusticias pasadas, incluida la abolición en 1998 de la Ley de obediencia debida y la Ley de punto final,…Las violaciones graves de los derechos civiles y políticos durante el gobierno militar deben ser perseguibles durante todo el tiempo necesario y con toda la retroactividad necesaria para lograr el enjuiciamiento de sus autores” (Observaciones finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina. 3 de noviembre de 2000 CCPR/CO/ 70/ARG).

28) Que las consideraciones expuestas, derivadas de los tratados internacionales, de la jurisprudencia y recomendaciones de sus organismos interpretativos y de monitoreo, han llevado a este Tribunal, a través de diversos pronunciamientos, a reconocer el carácter imprescriptible de los delitos de lesa humanidad (“Arancibia Clavel”, Fallos: 327:3312); a declarar la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final (“Simón”, Fallos: 328:2056); a reconocer el derecho a la verdad sobre los hechos que implicaron graves violaciones de los derechos humanos (“Urteaga”, Fallos: 321: 2767 -LA LEY, 1998-F, 237-); a otorgar rol protagónico de la víctima en este tipo de procesos (“Hagelin”, Fallos: 326:3268); y también a replantear el alcance de la garantía de cosa juzgada compatible con los delitos investigados (“Videla” Fallos: 326:2805).

29) Que ahora, en esa misma senda y en base al mismo plexo normativo antes expuesto, producto de una hermenéutica de normas y jurisprudencia nacional e internacional, le corresponde a esta Corte declarar la imposibilidad constitucional de indultar a autores y partícipes de esa clase de delitos, pues dicho acto de gobierno conlleva de modo inescindible la renuncia a la verdad, a la investigación, a la comprobación de los hechos, a la identificación de sus autores y a la desarticulación de los medios y recursos eficaces para evitar la impunidad.

30) Que el art. 99 de la Constitución Nacional -previsto anteriormente en el inc. 6° del art. 86- establece que “El Presidente de la Nación tiene las siguientes atribuciones… inc. 5) Puede indultar o conmutar las penas por delitos sujetos a la jurisdicción federal, previo informe del tribunal correspondiente, excepto en los casos de acusación por la Cámara de Diputados”.

El indulto, por sus orígenes, la razón que lo informa y los antecedentes históricos y de doctrina, importa la indulgencia, la clemencia, la gracia, el perdón social, ejercido por el órgano del jefe del Estado, a favor de aquellas personas a cuyo respecto las leyes penales, en su aplicación a casos concretos, resultan de una severidad imprevista y desproporcionada. Es un supremo recurso destinado a remediar los errores inevitables de los jueces y a mitigar las sanciones. En muchos casos, el Poder Judicial ponía en conocimiento al Poder Ejecutivo de aquellas causas donde se había generado una situación que ameritaba ponderar el ejercicio del indulto (ver Fallos: 3:87, año 1866; 29:330 año 1886, entre otros).

De los libros de Fallos de este Tribunal, surge un histórico debate jurisprudencial -que también se había dado en la doctrina- referente a si la facultad de indultar sólo puede ser utilizada respecto de personas previamente condenadas o si se extendía también a los procesados sin condena (ver Fallos: 6:227; 120:19; caso “Ibáñez”, Fallos: 136:244; 165:199; 315:2421; 323:2648).

31) Que lo cierto es que los delitos que implican una violación de los más elementales principios de convivencia humana civilizada, quedan inmunizados de decisiones discrecionales de cualquiera de los poderes del Estado que diluyan los efectivos remedios de los que debe disponer el Estado para obtener el castigo.

Por ello tratándose el sub lite de la investigación de esa clase de delitos, cualquiera sea la amplitud que tenga el instituto del indulto, él resulta una potestad inoponible para este tipo de proceso, pues para el supuesto que se indultara a procesados partícipes de cometer delitos de lesa humanidad, ello implicaría contravenir el deber internacional que tiene el Estado de investigar, y de establecer las responsabilidades y sanción; del mismo modo, si se trata de indultos a condenados, igualmente se contraviene el deber que tiene el Estado de aplicar sanciones adecuadas a la naturaleza de tales crímenes.

Por tal razón, resulta inocuo para la resolución del caso que hoy esta Corte entre a analizar si la facultad de indultar prevista en el art. 99 de la Constitución Nacional abarca a los procesados o no, o si tiene características similares a la amnistía o no, pues en definitiva dicha potestad del Poder Ejecutivo, así como las amnistías, quedan reservadas para delitos de distinta naturaleza que los que se investigan en el sub lite.

Por esas mismas razones, resulta innecesario dilucidar ahora si el objetivo que reserva nuestra Carta Magna al indulto es compatible con los fundamentos de carácter general esgrimidos en el decreto 1002/89 referentes a la supuesta necesidad de adoptar medidas que generaran las condiciones propicias para alcanzar la concordia, el mutuo perdón, la reconciliación, pacificación y la unión nacional.

32) Que, en síntesis, al momento de la promulgación del decreto 1002/89 existía un doble orden de prohibiciones de alto contenido institucional que rechazaba toda idea de impunidad respecto de los Estados Nacionales. Por un lado, un sistema internacional imperativo que era reconocido por todas las naciones civilizadas y, por otra parte, un sistema internacional de protección de los derechos humanos constituido, entre otros, por la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

De este modo, la decisión de cerrar los procesos criminales cercenó las obligaciones internacionales destinadas a comprobar los delitos denunciados, de identificar a sus autores, cómplices y encubridores, y de imposición de las sanciones correspondientes, así como el derecho de las víctimas a un recurso eficaz para lograr tal cometido.

33) Que desde esta perspectiva resulta claro que las garantías constitucionales de cosa juzgada y ne bis in idem, invocadas por los imputados en su defensa, tienen una dimensión que requiere algunas precisiones.

Cabe recordar que la garantía de la cosa juzgada ha sido reconocida por nuestros tribunales como una derivación implícita de diferentes cláusulas de la Constitución Nacional. Hoy, además, está expresamente prevista en los arts. 8. inc. 4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y 14 inc. 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

La Corte, al referirse a dicha garantía ha sostenido que “la estabilidad de las decisiones jurisdiccionales, en la medida que constituye un presupuesto ineludible de la seguridad jurídica, es exigencia de orden público, siendo el respeto de la cosa juzgada uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta nuestro sistema constitucional” (Fallos: 312:122; 313:904, 1297). Sin embargo, dicho principio ha estado sujeto a algunas excepciones. Entre otras razones, el Tribunal entendió que la afectación a “…la seguridad jurídica, propia de las sentencias firmes…no debe ceder a la razón de justicia” (Fallos: 254:320); y que es conocido el principio conforme con el cual son revisables las sentencias fraudulentas o dictadas en virtud de cohecho, violencia u otra maquinación. Y que no puede invocarse tal garantía cuando “…no ha habido un auténtico y verdadero proceso judicial, ni puede aceptarse que, habiendo sido establecida la institución de la cosa juzgada para asegurar derechos legítimamente adquiridos, cubra también aquellos supuestos en [que] los que se reconoce que ha mediado sólo un remedo de juicio…” (Fallos: 279:54, entre otros).

Cabe tener presente además que la cosa juzgada se dirige a lograr la plena efectividad de la prohibición de la doble persecución penal (Fallos: 315:2680). Así, ambas garantías se encuentran íntimamente interrelacionadas en cuanto a su objeto y fin.

34) Que respecto de la prohibición a la doble persecución penal, la jurisprudencia de la Corte ha sido inspirada en la de su par norteamericana (Fallos: 299:221; dictamen del señor Procurador General en Fallos: 298:736). Ello lo fue incluso al definir su objeto que es “impedir que el Estado, con todos sus recursos y poder, haga repetidos intentos para condenar a un individuo por un supuesto delito, sometiéndolo así a molestias, gastos y sufrimientos y obligándolo a vivir en un continuo estado de ansiedad e inseguridad” (Fallos: 298:736).

35) Que, lo cierto es que, más allá de cuáles son los contornos precisos de la garantía que prohíbe el doble juzgamiento respecto de delitos comunes, en el derecho humanitario internacional los principios de interpretación axiológicos adquieren plena preeminencia, tanto al definir la garantía del ne bis in idem como la cosa jugada.

Ello así en la medida en que tanto los estatutos de los tribunales penales internacionales como los principios que inspiran la jurisdicción universal, tienden a asegurar que no queden impunes hechos aberrantes. Por ello, sin perjuicio de dar prioridad a las autoridades nacionales para llevar a cabo los procesos, si tales procesos locales se transforman en subterfugios inspirados en impunidad, entra a jugar la jurisdicción subsidiaria del derecho penal internacional con un nuevo proceso.

En efecto, por ello el Estatuto de la Corte Penal Internacional otorga un carácter acotado a la cosa juzgada. En efecto en su art. 20 señala que el tribunal internacional entenderá igualmente en aquellos crímenes aberrantes, cuando el proceso llevado a cabo en la jurisdicción local tuviera como finalidad sustraer de su responsabilidad al imputado, o el proceso no haya sido imparcial o independiente, o hubiera sido llevado de un modo tal que demuestre la intención de no someter al acusado a la acción de la justicia.

Por su parte el Estatuto del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia, expresa que la persona que ha sido juzgada ante un tribunal nacional por actos que constituyan serias violaciones al derecho internacional humanitario, puede ser subsecuentemente juzgado por el tribunal internacional cuando los actos por los cuales ha sido juzgado fueron calificados como delitos comunes, o cuando el proceso ante el tribunal nacional no fue imparcial o independiente y fue preparado para proteger al acusado de su responsabilidad internacional o la investigación no fue diligente (http://www.un. org/icty/basic/statut/stat2000.htm).

En idénticos términos se expresa el art. 9 de Statute of the Internacional Tribunal of the Ruanda (http://www. un.org/ictr/statute.html).

A similares consideraciones arriba The Princeton Principles on Universal Jurisdiction al regular los alcances de la garantía contra la múltiple persecución en crímenes de lesa humanidad (art. 9).

Es de público conocimiento que ciudadanos argentinos han puesto en marcha la jurisdicción extranjera para obtener condenas que no podían reclamar en la jurisdicción nacional, que hubo condenas en el extranjero, y que han mediado pedidos de extradición por esos crímenes, es decir, el principio universal, que era una mera posibilidad potencial, con posterioridad…comenzó a operar en forma eficiente y creciente (considerando 32) del voto del juez Zaffaroni in re “Simón” (Fallos: 328:2056).

36) Que, finalmente cabe reiterar que “a partir de lo resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso ‘Barrios Altos’ CIDH – Serie C 75, del 14 de marzo de 2001, han quedado establecidas fuertes restricciones a las posibilidades de invocar la defensa de cosa juzgada para obstaculizar la persecución penal respecto de conductas como [las aquí investigadas]” (considerando 12 del voto del juez Petracchi en “Videla”; considerando 16 del voto del juez Maqueda en “Videla”).

Recientemente, todos estos principios han sido ratificados por el mencionado tribunal interamericano al señalar que:

“En lo que toca al principio ne bis in idem, aun cuando es un derecho humano reconocido en el artículo 8.4 de la Convención Americana, no es un derecho absoluto y, por tanto, no resulta aplicable cuando: i) la actuación del tribunal que conoció el caso y decidió sobreseer o absolver al responsable de una violación a los derechos humanos o al derecho internacional obedeció al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal; ii) el procedimiento no fue instruido independiente o imparcialmente de conformidad con las debidas garantías procesales, o iii) no hubo la intención real de someter al responsable a la acción de la justicia. Una sentencia pronunciada en las circunstancias indicadas produce una cosa juzgada ‘aparente’ o ‘fraudulenta’. Por otro lado, dicha Corte considera que si aparecen nuevos hechos o pruebas que puedan permitir la determinación de los responsables de violaciones a los derechos humanos, y más aún, de los responsables de crímenes de lesa humanidad, pueden ser reabiertas las investigaciones, incluso si existe una sentencia absolutoria en calidad de cosa juzgada, puesto que las exigencias de la justicia, los derechos de las víctimas y la letra y espíritu de la Convención Americana, desplazan la protección del ne bis in idem”.

Finalmente resolvió que el Estado no podrá argumentar prescripción, irretroactividad de la ley penal, ni el principio ne bis in idem, así como cualquier excluyente similar de responsabilidad, para excusarse de su deber de investigar y sancionar a los responsables (caso “Almonacid”, CIDH – Serie C N° 154, del 26 de septiembre de 2006, parágrafo 154).

37) Que así los principios que, en el ámbito nacional, se utilizan habitualmente para justificar el instituto de la cosa juzgada y ne bis in idem no resultan aplicables respecto de este tipo de delitos contra la humanidad porque, “los instrumentos internacionales que establecen esta categoría de delitos, así como el consiguiente deber para los Estados de individualizar y enjuiciar a los responsables, no contemplan, y por ende no admiten, que esta obligación cese por el transcurso del tiempo, amnistías o cualquier otro tipo de medidas que disuelvan la posibilidad de reproche…” (voto de la jueza Argibay in re: “Simón” (Fallos: 328:2056).

38) Que si bien la declaración de inconstitucionalidad de una disposición legal es un acto de suma gravedad institucional que impone a la Corte la mayor mesura al ejercer el elevado control de constitucionalidad de las leyes (Fallos: 311:394; 312:122, 1437, entre otros), lo cierto es que a través de tal decisión se pretende cumplir con el deber que tiene el Estado de organizar las estructuras del aparato gubernamental a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos (CIDH Serie C N° 7 “Velásquez Rodríguez”).

Por tales razones esta Corte declara inconstitucional el decreto del Poder Ejecutivo 1002/89 que dispuso el indulto del aquí recurrente (arts. 18, 31, 75, inc. 22, 99, inc. 5, 118 de la Constitución Nacional; 1°, 8.4 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; y 14.7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).

Por ello se declara procedente el recurso extraordinario y se confirma la sentencia. Con costas. Notifíquese y devuélvase. – Ricardo L. Lorenzetti. – Elena I. Highton de Nolasco. – Carlos S. Fayt (en disidencia). – Juan C. Maqueda. – E. Raúl Zaffaroni. – Carmen M. Argibay (en disidencia parcial).

Disidencia del doctor Fayt:

Considerando: 1) Que el presente incidente se inició a partir de la presentación conjunta efectuada por Sara de Castiñeiras, Iris Pereyra de Avellaneda, Floreal Avellaneda, Juan Manuel Castiñeiras, Ana María Astudillo -juntamente con sus representantes letrados- y Alicia Palmero, en representación de la Liga Argentina por los Derechos Humanos. Los comparecientes solicitaron la declaración de inconstitucionalidad del decreto 1002/89, mediante el cual el Poder Ejecutivo Nacional indultó, entre otros, a Santiago Omar Riveros por los hechos a él imputados en la causa 85 de la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín.

2) Que el Juzgado Federal N° 2 de San Martín resolvió declarar la inconstitucionalidad del decreto mencionado y privar de efectos, tanto en las actuaciones principales como en casos conexos, a la totalidad de actos y resoluciones dictados en su consecuencia.

3) Que dicho pronunciamiento fue apelado por la defensa de Santiago Omar Riveros, con fundamento en que el sobreseimiento dictado a fs. 1533 por la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín se encontraba firme. Sostuvo el apelante que con el dictado de esa decisión se hizo, además, caso omiso de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que en una causa idéntica a la presente rechazó un planteo de inconstitucionalidad sobre el mismo decreto, remarcando expresamente el respeto por la cosa juzgada (fs. 68/70 vta. del incidente de inconstitucionalidad).

4) Que la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín resolvió acoger el recurso interpuesto y, en consecuencia, revocar el auto apelado. Para así decidir, el Tribunal de segunda instancia reiteró los fundamentos expresados en la antigua resolución de fs. 1533/1575 del principal, en la cual se había hecho lugar a la excepción de indulto deducida y sobreseído al procesado Riveros. En tal oportunidad la cámara había destacado que: el indulto es un acto privativo del presidente de la República de naturaleza política e individual; que el decreto 1002/89 había sido dictado con todas las características propias del instituto en uso de las facultades jurídico políticas que al presidente le acordaba el art. 86, inc. 6, de la Constitución Nacional (actual art. 99, inc. 5); que la potestad de indultar es discrecional dentro de los límites de la norma invocada; que el juicio presidencial sobre su oportunidad, conveniencia y alcance configura un objeto ajeno a la revisión judicial (con cita de Fallos: 220:730); que al haberse cumplido con el trámite esencial previsto en las disposiciones constitucionales vigentes, resultaba formalmente válido y que podía ser acordado tanto a condenados como a procesados. Agregó que con posterioridad a esa primigenia decisión, la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró mal concedidos los recursos extraordinarios interpuestos (Fallos: 313:1392, 1398).

Asimismo, remarcó que los efectos producidos por el decreto 1002/89 no pudieron ser cancelados por la posterior evolución en el derecho internacional de los derechos humanos, toda vez que aquél “generó derechos en cabeza de sus beneficiarios, cuya situación quedó consolidada [por lo que] resulta[ba] en la actualidad jurídicamente irrevisable”. En virtud de lo reseñado, la cámara concluyó que “a partir del dictado del indulto mediante el mecanismo constitucional pertinente, recepción y aplicación en causa judicial respecto de persona determinada, y pleno reconocimiento de su constitucionalidad por el máximo órgano judicial del país, aquél se consolidó, de manera que no puede ahora desconocerse el derecho que generó para el beneficiario”. La cámara subrayó que su primera decisión por la que rechazó la inconstitucionalidad del decreto 1002/89, se hizo lugar a la excepción de indulto y se sobreseyó definitivamente al procesado Riveros en orden a los delitos imputados, adquirió firmeza con autoridad de cosa juzgada (arts. 443, inc. 5° y 454 del Código de Procedimientos en Materia Penal) y que, por lo tanto, no correspondía rever ahora su operatividad.

En definitiva, la cámara reiteró en esta segunda oportunidad que el indulto cuestionado cumplió con el trámite esencial de validez que habilitó su dictado y tuvo control judicial suficiente, con intervención de los dos poderes del Estado (ejecutivo y judicial) en el ejercicio de sus respectivas competencias. Por lo demás, remarcó que a la primigenia decisión en la que se afirmó la validez del indulto, se había arribado encontrándose vigentes varios instrumentos de derechos humanos, tales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, no considerándose el indulto en oposición a este marco normativo vigente.

5) Que contra dicha decisión, tres grupos de querellantes interpusieron sendos recursos de casación e inconstitucionalidad que dieron lugar a la formación de tres cuerpos separados y que fueron sucesivamente concedidos por el tribunal.

La Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal hizo lugar al recurso, rechazó las nulidades aducidas por la defensa y se pronunció por la inconstitucionalidad del decreto 1002/89 (fs. 143/173). En lo atinente a la pretensión nulidicente, el a quo entendió que no existió en el presente caso una afectación al principio de juez natural. Desechó la tesis según la cual resultaría competente la Justicia Militar, invocando lo resuelto por esta Corte “in re” “Videla, Jorge Rafael s/incidente de excepción de cosa juzgada y falta de jurisdicción” -Fallos: 326:2805- (con cita de “Nicolaides”, -Fallos: 323:2035-). En lo que concierne a la supuesta falta de acción de los querellantes, el rechazo se construyó a partir de lo decidido también por esta Corte en la causa “Hagelin, Ragnar Erland” -Fallos: 326:3268-, así como por lo resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Velázquez Rodríguez” (sentencia CIDH, Serie C N° 7, 21 de julio de 1989). En cuanto a la cuestión de fondo, el a quo concluyó (a partir del examen de la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos) que cuando los hechos imputados son calificados como delitos de lesa humanidad, no hay posibilidad de que indultos o leyes de prescripción impidan su juzgamiento o condena. Agregó que el marco jurídico respecto del cual el Tribunal europeo fundó sus decisiones era de aplicación directa en el sub lite, en tanto la Constitución de 1853 incorporó los principios fundamentales del derecho internacional, mientras que normas penales tipificaron delitos de lesa humanidad. También afirmó que diversos tratados de derechos humanos son (por aplicación del art. 27 de la Convención de Viena) ley suprema de la Nación (con cita de los casos “Ekmekdjian” -Fallos: 315:1492- y “Simón” -Fallos: 328:2056-. Agregó que más allá de la existencia de esos Pactos debía destacarse la preexistencia de los fundamentales derechos del hombre sobre la conformación del Estado. En el mismo sentido, señaló que tanto la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como la de la Corte Nacional han destacado la evolución del Derecho de Gentes y su supremacía. Esta visión universalista -agregó el a quo- requiere del efectivo funcionamiento del principio ius cogens. Relacionó lo afirmado con el texto de los Estatutos de los tribunales internacionales para Ruanda y para la ex Yugoslavia, así como con la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”. Concluyó que la colisión frontal con atributos esenciales del ser humano y la consiguiente responsabilidad que comprometía al Estado argentino privaban de eficacia al decreto 1002/89 y conllevaban a declarar su inconstitucionalidad. Con respecto al planteo de cosa juzgada, el a quo señaló que este tipo de institutos requiere para juzgar su validez, observar cuáles son las consecuencias que generan. Concluyó, entonces, que cuando existe un conflicto entre el interés del beneficiario del indulto y el derecho de las víctimas a una tutela judicial efectiva, debe resolverse a favor de los derechos que tutelan atributos fundamentales de la persona, removiéndose todo obstáculo que los cercene.

6) Que contra dicho pronunciamiento, la defensa técnica del imputado Santiago Omar Riveros dedujo el recurso extraordinario federal en los términos del art. 14 de la ley 48 (fs. 247/271) que fue concedido a fs. 323. Según el recurrente:

a. se habría violado la garantía del juez natural, toda vez que por haber ocurrido en tiempo de guerra, los hechos de la causa debían ser competencia de la jurisdicción militar.

b. el procedimiento que aplicó el tribunal para atacar la cosa juzgada no resultaría adecuado a derecho. En el caso se habría producido una violación de la garantía del ne bis in idem. Sobre la cuestión, el recurrente señaló que el control de constitucionalidad respecto del decreto 1002/89 ya había sido ejercido en la misma causa por la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín en el año 1989. Agregó que en dicha oportunidad se concluyó que el decreto no resultaba violatorio de la Constitución Nacional y se sobreseyó al imputado, sobreseimiento que quedó firme. Por tal razón, ningún juez podría ahora -en el mismo proceso- declarar la inconstitucionalidad de ese mismo acto jurídico. Agregó que esa declaración que motivaba el presente recurso era absolutamente nula, toda vez que no se encontraba autorizada por ninguna de las normas procesales que integran nuestro sistema procesal penal, violándose, a su vez, la garantía constitucional del ne bis in idem. Resaltó por último, que el principio de cosa juzgada protege a la persona de la incertidumbre y de la posibilidad de que el Estado decida utilizar el proceso penal como un instrumento de persecución política constante y que el proceso penal debe ser un mecanismo para arribar a una decisión y nunca un instrumento de control social.

c. no se habría individualizado la cláusula constitucional violada, configurándose, entonces, un supuesto de arbitrariedad.

d. la interpretación según la cual se prohíbe el indulto respecto de delitos de lesa humanidad resultaría infundada. En este sentido, remarcó que la imprescriptibilidad de los delitos imputados que como argumento ha sido considerado en el fallo nada tiene que ver con las facultades del Poder Ejecutivo para dictar indultos (seguramente en referencia a la sentencia del Tribunal Europeo). Agregó que ni la Constitución Nacional ni los tratados incorporados a ella prohíben el indulto por delitos de lesa humanidad. Citó por último distintos casos en el orden internacional por los que se indultaron a personas condenadas por crímenes calificados como de lesa humanidad.

e. También resultaría falta de fundamentación la propia caracterización de los delitos objeto de imputación como crímenes de lesa humanidad, toda vez que esa clase de crímenes se cometen como ataque generalizado o sistemático contra una población civil, circunstancia que no se habría dado en el caso argentino en tanto el objetivo habría sido el aniquilamiento del terrorismo conforme una orden expresa impartida por el gobierno constitucional en el año 1975 (reprodujo, luego, la Directiva 1/75 del Consejo de Defensa).

f. las acciones penales nacidas de los hechos imputados habrían prescripto, lo que debía ser declarado de oficio como cuestión de orden público y resuelto previamente a toda cuestión. Agregó que muchos de los hechos imputados en la causa 13 -conocida como el juicio de los “comandantes”- fueron declarados prescriptos por la Cámara Federal en la conocida sentencia, pronunciamiento que quedó firme luego de que esta Corte lo convalidara, lo que pasó en autoridad de cosa juzgada. Advirtió que la adopción de una postura antagónica respecto de los subordinados podría significar una violación al principio constitucional de igualdad ante la ley. Agregó que también el imputado Riveros resultó en este mismo proceso sobreseído por haberse declarado extinguida la acción penal por prescripción respecto de una gran cantidad de hechos similares a los ahora imputados (se entiende que con anterioridad al dictado del indulto). Por lo tanto este tipo de hechos resultarían susceptibles de prescripción o “prescriptibles”, lo que implicaría un contrasentido con lo aquí decidido.

7) Que a partir del año 1940 (Fallos: 186:289) esta Corte ha elaborado la doctrina según la cual la prescripción en materia penal es de orden público y debe ser declarada de oficio por el tribunal correspondiente. Agregándose luego que se produce de pleno derecho (Fallos: 207:86; 275:241; 297:215; 301:339; 310:2246; 311:1029, 2205; 312: 1351; 313:1224; disidencias de los jueces Fayt, Bossert y de Petracchi y Boggiano en 322:360; 323:1785, entre otros) y que debe ser resuelta en forma previa a cualquier decisión sobre el fondo (Fallos: 322:300). Asimismo se señaló que debe ser declarada en cualquier instancia del juicio (Fallos: 313: 1224) y por cualquier tribunal (voto de la mayoría en Fallos: 311:2205).

Sentado ello, corresponde precisar que si bien se ha señalado reiteradamente que la cuestión de la prescripción no reviste naturaleza federal por ser materia de hecho y de derecho común propia de los jueces de la causa (Fallos: 211: 1701; 217:98; 221:294; 272:17; 308:627, entre muchos otros), ello no obstaba a la intervención del Tribunal cuando se tratare de una sentencia arbitraria (Fallos: 211:1448, entre otros). En el caso, los jueces de la causa se pronunciaron sobre el punto vulnerando claramente los postulados de lex praevia, certa y scripta, tributarios del principio de legalidad consagrado en el art. 18 de la Constitución Nacional.

8) Que, en efecto, para arribar a la declaración de inconstitucionalidad del decreto en cuestión, el a quo debió sortear como primer impedimento el de la prescripción de la acción penal (si bien el razonamiento adoptado le permitió -con argumentos que resultan difíciles de escindir- pronunciarse de manera indistinta sobre la inaplicabilidad del principio de cosa juzgada y sobre la propia inconstitucionalidad del decreto 1002/89. En efecto, el a quo reflexionó de un modo un tanto desarreglado, pues si bien su razonamiento parece dirigirse a atacar el decreto de indulto, en varios pasajes se entiende también encaminado a conjurar la extinción de la acción penal por prescripción, tarea que resultaba ineludible.

Como primer argumento la cámara basó su conclusión en una decisión de la Corte Europea de Derechos Humanos que demostraría “acabadamente” que si los actos objeto de juzgamiento incluyen delitos de lesa humanidad no “pueden administrarse (…) leyes de prescripción que impidan su juzgamiento y condena” (lo mismo predicó respecto del indulto a fs. 155). Para ello, el Tribunal Europeo habría remarcado la relevancia que para los principios internacionales enunciados había tenido la Carta del Tribunal Internacional de Nüremberg, la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, los principios 4° y 6° de la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad.

Al respecto el a quo afirmó -como ya se ha adelantado- que diversos tratados de derechos humanos son, por aplicación del art. 27 de la Convención de Viena, ley suprema de la Nación (con cita de los fallos “Ekmekdjian” -Fallos: 315:1492- y “Simón” -Fallos: 328:2056- (LA LEY, 1992-C, 543; 2005-C, 845). Asimismo concluyó que ese marco jurídico era de aplicación directa en el sub lite en tanto la Constitución de 1853 incorporó los principios fundamentales de derecho internacional y normas penales específicas bajo las cuales se sancionaron delitos de lesa humanidad (sin especificar en ningún caso cuáles serían esas cláusulas).

9) Que corresponde recordar sintéticamente lo dicho en los casos “Arancibia Clavel” -Fallos: 327:3312- LA LEY, 2004-E, 827 y “Simón” -Fallos: 328:2056- -disidencias del juez Fayt- con respecto al postulado de imprescriptibilidad. A ello deben añadirse algunas consideraciones complementarias. Cabe aclarar que las notas compartidas por los institutos de prescripción e indulto -en tanto “impedimentos” para investigar- serán examinadas al tratar esa primera cuestión, a fin de guardar un orden metodológico.

Como se adelantó, para sostener la aplicación del principio de imprescriptibilidad la Cámara de Casación basó sus conclusiones casi exclusivamente en un fallo de la Corte Europea de Derechos Humanos, la que, a su vez, centró su argumentación, entre otros tratados, en la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad.

Ahora bien, el primer argumento utilizado por el a quo no puede ser otro que el de la aplicación de la Convención sobre la Imprescriptibilidad; de lo contrario carecería de sentido la alusión al art. 27 de la Convención de Viena, así como la consideración de aquélla como ley suprema de la Nación. Aclarada esta cuestión, es evidente que siendo su aprobación posterior a los hechos de la causa se estaría fundamentando implícitamente su aplicación retroactiva. Al respecto cabe recordar que si bien la Convención fue adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 26 de noviembre de 1968, recién fue aprobada por el Estado argentino el 29 de noviembre de 1995 mediante la ley 24.584.

10) Que ya en los mencionados casos “Arancibia Clavel” y “Simón” -disidencias del juez Fayt- se señaló que no debían ser confundidos el principio de imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad previsto en la mencionada Convención y su aplicación retroactiva. Así se aclaró que con respecto al principio de imprescriptibilidad -en cuanto rotunda exhortación desde el plano internacional- el Estado argentino había demostrado encontrarse absolutamente comprometido a partir de la sanción de la ley 24.584 por la que aprobó la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad”, así como también con la sanción de la ley 25.778 del 3 de septiembre de 2003 que la incorporó con jerarquía constitucional. De ese modo resultaba claro que las reglas de jerarquía inferior sobre prescripción de la acción penal previstas en el ordenamiento jurídico interno (art. 62 del Código Penal), habían quedado desplazadas por la mencionada Convención.

Empero, tal como se afirmó en las mencionadas disidencias, una cuestión muy distinta resulta que este aceptado principio deba aplicarse no ya para el futuro, sino retroactivamente. De esa manera se lesionaría el principio nullum crimen sine poena legali. Al respecto se recordó que la jurisprudencia de la Corte ha interpretado esta garantía como aquella que prohíbe la aplicación de disposiciones penales posteriores al hecho que modifiquen in malam partem cualquier requisito del que dependa la punibilidad del hecho. Así, ha sostenido que el principio de legalidad comprende “la exclusión de disposiciones penales posteriores al hecho infractor ‘leyes ex post facto’ que impliquen empeorar las condiciones de los encausados…el instituto de la prescripción cabe sin duda alguna en el concepto de ‘ley penal’ desde que ésta comprende no sólo el precepto, la sanción, la noción del delito y la culpabilidad, sino todo el complejo de las disposiciones ordenadoras del régimen de extinción de la pretensión punitiva” (Fallos: 287:76 in re “Mirás”). Del mismo modo lo entendieron los jueces Zaffaroni y Highton de Nolasco al considerar que el instituto de la prescripción estaba estrechamente ligado al principio de legalidad (conf. su voto en “Arancibia Clavel” -Fallos: 327:3312-, en especial considerando 28).

Se sostuvo también en las disidencias ut supra citadas que éste era el alcance correcto del principio de legalidad en todos sus aspectos, en tanto “la sujeción [a la ley] debe garantizar objetividad: el comportamiento punible y la medida de la pena no deben determinarse bajo la impresión de hechos ocurridos pero aún por juzgar, ni como medio contra autores ya conocidos, sino por anticipado y con validez general, precisamente mediante una ley determinada, sancionada con anterioridad al hecho [por ello] el principio abarca a todos los presupuestos de punibilidad y no está limitado al ámbito de lo imputable (…): especialmente, también la prescripción ha de estar legalmente determinada y no cabe prorrogarla retroactivamente, tanto si antes del acto de prórroga ha expirado el plazo como si no. El aspecto de confianza de carácter psicológico, extravía hasta llevar a la asunción de que la prescripción no es objeto del principio de legalidad, dado que aquélla no desempeña en el cálculo del autor papel alguno digno de protección. Pero no se trata de eso. Más bien lo decisivo es que el Estado, al prorrogar el plazo de prescripción (…) amplía su competencia para punir, y ello, en la retroactividad deliberada [Gewollte Rückwirkung], también bajo la impresión de hechos ya sucedidos, pero aún por juzgar” (Günther Jakobs, Strafrecht Allgemeiner Teil, Die Grundlagen und die Zurechnungslehre, Walter de Gruyter Verlag, Berlín u. New York, 1991, 4/9; …). Así se había concluido que conceder eficacia ex post a normas que prolonguen los plazos de prescripción o establezcan derechamente la imprescriptibilidad de la acción penal afectaba indudablemente al requisito de lex praevia exigido por el principio de legalidad establecido en el art. 18 de la Constitución Nacional (disidencias del juez Fayt en “Arancibia Clavel” y “Simón”).

11) Que en dicha oportunidad se subrayó que aun cuando pudiera entenderse que en el caso de la Convención sobre Imprescriptibilidad, es el propio texto de una convención con jerarquía constitucional, el que prevé su aplicación retroactiva (así lo ha inferido en base a sus arts. I y IV un amplio sector doctrinario, aunque no sin detractores (entre otros, los jueces Zaffaroni, Highton de Nolasco y Petracchi tal como puede observarse en el fallo “Arancibia Clavel”), lo cierto es que esta previsión contraria al art. 18 de la Constitución Nacional resultaría inaplicable para el derecho argentino, en virtud de lo dispuesto en el art. 27 de la Ley Fundamental. Al respecto, se recordó que en el sistema constitucional argentino dicha cláusula determina que los tratados deben ajustarse y guardar conformidad con los principios de derecho público establecidos en la Constitución y que sus alcances fueron motivo de examen en el seno de la Convención del Estado de Buenos Aires, reunida en 1860, según el Pacto de San José de Flores. Con cita de Joaquín V. González se señaló que el artículo en cuestión consagraba la supremacía de los principios constitucionales y que de él provenía la “cláusula constitucional” o “fórmula argentina” expuesta en la Conferencia de la Paz de La Haya en 1907 y que por ello, un tratado no podía, entre otras limitaciones, restringir los derechos civiles, políticos y sociales reconocidos por la Constitución a los habitantes del país, ni suprimir o disminuir en forma alguna las garantías constitucionales creadas para hacerlos efectivos (disidencias del juez Fayt en los fallos “Arancibia Clavel” y “Simón”).

12) Que a diferencia de lo que sostiene la Cámara de Casación en el presente caso -cuando afirma que la tesis del “doble derecho” ha sido empleada para impedir la vigencia de Derechos Humanos en poblaciones coloniales (fs. 157)- en las disidencias mencionadas se subrayó que la interpretación allí propugnada, precisamente, procura detener -ante las marcadas asimetrías económicas y sociales que pueden presentar los Estados signatarios de un mismo Tratado- el avance de los más poderosos sobre los asuntos internos de los más débiles; en suma, avienta la desnaturalización de las bases mismas del Derecho Internacional contemporáneo, pues procura evitar que detrás de un aparente humanismo jurídico se permitan ejercicios coloniales de extensión de soberanía. Esta tesis puede corroborarse aquí, sin hesitaciones hoy, a poco que se observa cuáles son a la fecha los países signatarios de la Convención sobre Imprescriptibilidad.

13) Que en absoluta concordancia con el art. 27 de la Constitución Nacional también desde la ciencia del derecho internacional se reconoce actualmente -como ya se hiciera referencia en las disidencias citadas- lo que se denomina un “margen nacional de apreciación”, doctrina nacida en la Comisión Europea de Derechos Humanos, adoptada por la Corte Europea de Derechos Humanos y recogida también por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (conf. OC 4/84 Serie A, N° 4, del 19 de enero de 1984). Su esencia es garantizar, ciertamente, la existencia de la autonomía estatal, por la cual cada Estado tiene reservado un margen de decisión en la introducción al ámbito interno de las normas que provienen del ámbito internacional (Delmas Marty Mireille, Marge nationale d’ appréciation et internationalisation du droit. Réflexions sur la validité formelle d’un droit comun en gestation, en AAVV, Variations autour d’un droit commun. Travaux préparatoires, París, 2001, pp. 79 ss. y pássim.).

Ese criterio de la Comisión Europea de Derechos Humanos también se ve claramente reflejado en el pronunciamiento de la Corte Europea en el caso “Kolk and Kislyiy vs. Estonia” (nros. 23052/04 y 24.018/04, ECHR-2006), citado precisamente por la Cámara de Casación como fundamento principal para abonar su postura. Sin embargo, el alcance que le da el a quo a esta decisión no se condice con el que realmente tuvo.

En efecto, lo que allí se intentó determinar -como no podía ser de otra manera- fue sólo si una sentencia de un tribunal europeo local en la que sí se había decidido aplicar el principio de imprescriptibilidad con respecto a hechos anteriores a la vigencia de la Convención sobre Imprescriptibilidad, resultaba violatorio de la Convención Europea de Derechos Humanos. Para ello el tribunal recordó que “la interpretación y aplicación del derecho interno recae, en principio, bajo la jurisdicción de los tribunales nacionales” y que “(e)sto también es de aplicación a aquellos casos en que el derecho interno remite a reglas del derecho internacional general o bien a acuerdos nacionales”. Aclaró, entonces, que “(e)l rol del tribunal se limita a evaluar si los efectos de tal interpretación son compatibles con la Convención”. Por lo demás, esta fue la jurisprudencia invariable que mantuvo la Corte europea, tal como puede observarse en los precedentes “Pérez de Rada Cavanilles v. Spain” del 28 de octubre de 1998 -Reports 1998-VIII, p. 3255, 43- y Waite and Kennedy v. Germany del 18 de septiembre de 1999, application nro. 26.083/94. En esos casos dicho tribunal había recordado en virtud de invariable jurisprudencia que “desde un principio no le corresponde reemplazar a los tribunales locales. Los problemas de interpretación del derecho interno, deben ser resueltos, ante todo, por las autoridades nacionales, en particular los tribunales” en tanto “no es su tarea sustituir, por sí misma, a las jurisdicciones locales”.

En virtud de esta doctrina lo único que el tribunal concluyó en el caso “Kolk” es que “no halla[ba] motivo para cuestionar la interpretación y aplicación que [hicieron] los tribunales estonios del derecho interno a la luz del derecho internacional relevante” y que por “consiguiente las cuestiones objeto de demanda no [resultaban] irrespetuosas de la… Convención” Europea.

Como se ve, a partir de esta decisión nada podría concluirse respecto de una sentencia en la que conforme los principios de derecho público local se decide que la aplicación del principio de imprescriptibilidad vulnera el de legalidad (ya sea por su aplicación retroactiva o consuetudinaria como se verá ut infra). A su vez, el caso planteaba particularidades que determinaban su imposibilidad de extrapolación, toda vez que allí también se encontraba en discusión la continuidad que como ex República Socialista Soviética había asumido Estonia respecto de los compromisos internacionales anteriormente asumidos.

14) Que tal como se afirmó en el caso “Simón” -disidencia del juez Fayt-, es claro que dentro de los principios que sin lugar a dudas integran ese “margen de apreciación” autónomo de cada Estado -en el que la soberanía estatal no cede frente a normas que se insertan desde el plano internacional- se encuentran los derechos fundamentales garantizados a los individuos por las constituciones estatales. No deben restringirse, entonces, las garantías básicas de las personas que, en el caso del derecho penal, no son otras que las que se encuentran sometidas a enjuiciamiento. Como se dijo, sobre la base del art. 27, el constituyente ha consagrado ya desde antiguo un propio “margen nacional de apreciación” delimitado por los principios de derecho público establecidos en la Constitución Nacional, conformado por sus “artículos 14, 16, 17, 18 y 20 (…) franquicias (…) concedidas a todos los habitantes, como principios de derecho público, fundamentales del derecho orgánico interno y del derecho internacional argentino” (Juan Bautista Alberdi, El sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su constitución de 1853, Obras Completas, tomo IV, Buenos Aires, 1886, pág. 277, …).

Por ello, la vigencia del art. 27 impide claramente la aplicación de un tratado internacional que prevea la posibilidad de aplicación retroactiva de la ley penal, en tanto el principio de legalidad que consagra el nullum crimen nulla poena sine lege praevia es innegablemente un principio de derecho público establecido en esta Constitución (art. 18 de la Constitución Nacional), quizá uno de sus más valiosos (conf. Fallos: 136:200; 237:636; 275:89; 298:717). Es este margen nacional de apreciación el que determina que la garantía mencionada, consagrada a quienes son juzgados por tribunales argentinos, deba ser respetada estrictamente incluso tratándose de los denominados crímenes de lesa humanidad cuando éstos se juzguen en el país (conf. disidencia del juez Fayt en “Simón”).

En el mismo sentido, cabe recordar que el 3 de diciembre de 1973, la Asamblea General de la ONU, adoptó la resolución 3074 (XXVIII) sobre “Principios de cooperación internacional en la identificación, detención, extradición y castigo de los culpables de crímenes de guerra o de crímenes de lesa humanidad”. Allí se estableció que esos crímenes, dondequiera y cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido, serán objeto de una investigación, y las personas contra las que existen pruebas de culpabilidad en su comisión serán buscadas, detenidas, enjuiciadas, y en caso de ser declaradas culpables, castigadas (A/CN. 4/368, pág. 99). Empero, el representante de la delegación argentina se opuso a esa redacción, pues el texto podía interpretarse en el sentido de que se exige a los Estados que adopten una legislación retroactiva -Naciones Unidas, Asamblea General, 28° período de sesiones, Documentos Oficiales, 2187 sesión plenaria, 3 de diciembre de 1973, Nueva York, pág. 4-. Es por ello que la Argentina se abstuvo en el momento de la votación. Esta circunstancia, unida a la reserva formulada respecto del apartado segundo del art. 15 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, reflejan el comportamiento inalterado de rigurosa sujeción al principio de legalidad como principio de derecho público y garantía básica de toda persona que se encuentre sometida a enjuiciamiento penal, que ha mantenido nuestra República.

15) Que tal como se consignó en el precedente “Arancibia Clavel” -disidencia del juez Fayt- en nada afecta lo dicho hasta aquí -a diferencia de lo que sostiene el a quo- ni la nueva jurisprudencia del Tribunal en materia de tratados a partir del caso “Ekmekdjian” ni la reforma constitucional del año 1994. Esto es así, pues el art. 18 de la Constitución Nacional sigue resultando una barrera infranqueable, en virtud de lo dispuesto en el art. 27 de la Constitución Nacional cuyo origen y contenido fue reseñado ut supra.

Es cierto que a partir del año 1992 esta Corte reelaboró su postura en relación a los tratados (in re “Ekmekdjian”, Fallos: 315:1492), toda vez que con la incorporación de la Convención de Viena (en vigor desde el año 1980) se configuraba en su art. 27 un nuevo fundamento normativo para conferir primacía a los tratados internacionales sobre las normas internas. Sin embargo -como ya se señaló- lo hasta aquí expuesto no resulta desvirtuado por lo resuelto en el caso mencionado con base en el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados. Allí se estableció que debía prevalecer el tratado internacional sobre la norma interna, mas esto no significó en modo alguno que esta Corte Suprema hubiera conferido mediante esta norma primacía al derecho internacional sobre el derecho interno. Lo que sí afirmó este Tribunal, es que a diferencia del precedente “S.A. Martín & Cía.” (Fallos: 257:99), la entrada en vigor de la Convención de Viena proporcionaba fundamentos para acordar prioridad al tratado sobre la ley. Sólo así el art. 27 de la Convención puede ser compatible con nuestro sistema constitucional (arts. 27, 30 y 31).

16) Que, como se adelantó, tampoco la reforma constitucional de 1994 -que incorporó las declaraciones y los tratados de derechos humanos enumerados en el art. 75, inc. 22, segundo- lograron conmover este estado de cosas, en tanto la vigencia de los arts. 27 y 30 mantiene el orden de prelación entre la Constitución y los tratados internacionales que, de conformidad con el primer artículo citado, es la que debe primar en caso de conflicto. En efecto, los constituyentes establecieron que ciertos instrumentos internacionales de emblemático valor -dos declaraciones y siete tratados de derechos humanos- enunciados taxativamente gozaban de jerarquía constitucional. A su vez, añadieron un mecanismo de decisión -con mayoría especial- para conferir ese rango a otros tratados de derechos humanos. Sin embargo, debe recordarse que a la par se precisó expresamente que esos instrumentos no derogaban “artículo alguno de la primera parte de la Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”. Ello robustece lo hasta aquí afirmado respecto de la vigencia de los arts. 27 y 30 de la Constitución Nacional: tales instrumentos prevalecerán sobre las leyes ordinarias y los demás tratados a condición de respetar la prevalencia de los principios de derecho público constitucionales consagrados en la primera parte de ese ordenamiento (disidencia del juez Belluscio en Fallos: 321:885). De allí que su jerarquización -de segundo rango- exigía una ineludible comprobación de su armonía con aquellos derechos y garantías que esta Corte -en tanto custodio e intérprete final de la Constitución- tiene el deber de salvaguardar. Es al Poder Judicial a quien corresponde mediante el control de constitucionalidad realizar ese juicio de comprobación (disidencia del juez Fayt en “Arancibia Clavel”).

También se señaló que con posterioridad a la reforma constitucional, fue en el caso “Cafés La Virginia S.A.” (Fallos: 317:1282), donde se subrayó que el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados impone a los órganos del Estado argentino asegurar primacía a los tratados sobre una norma interna contraria, señalándose, a su vez, que el principio de supremacía de los tratados sobre las leyes internas deriva de los arts. 31 y 75, inc. 22, de la Constitución Nacional. Sin embargo la primacía del Derecho Internacional no comprendía a la propia Constitución Nacional. La postura contraria -tal como se precisó en los precedentes “Arancibia Clavel” y “Simón”, disidencias del juez Fayt- resulta totalmente inaceptable en el sistema constitucional argentino.

Como la incolumidad de los arts. 27 y 30 de la Constitución Nacional resultaba incuestionable, es que lo dicho por el señor Procurador General en la causa “Cabrera” (LA LEY, 2004-E, 211) continuaba manteniendo plena vigencia. Allí afirmó que “los tratados internacionales no prevalecen en nuestro derecho constitucional sobre la Constitución Nacional porque la rigidez de ésta no tolera que normas emanadas de los órganos del poder constituido la alteren o violen, pues ello equivale a reformarla y porque el art. 27 es terminante en exigir que los tratados estén de conformidad con los principios de derecho público de la Constitución”. En efecto, en nada se ha apartado la reforma mencionada del principio seminal que consagra la supremacía de la Constitución en relación a los tratados internacionales, como lo había sostenido esta Corte con fundamento en la letra del art. 27, que permanece enhiesto. Como se dijo, esta interpretación es -a su vez- un corolario del sistema rígido que adopta la Constitución para su reforma (art. 30). La inclusión de tratados con jerarquía constitucional no pudo significar en modo alguno que en caso de que esa categoría de tratados contuviera disposiciones contrarias a la Primera Parte de la Constitución (como la retroactividad de la ley penal), aquéllos deban primar sobre el derecho interno. Sólo una reforma constitucional que modificara los arts. 27 y 30 de la Constitución Nacional, podría alterar este estado de cosas.

17) Que, en suma, tal como se afirmó en los casos “Arancibia Clavel” y “Simón” -disidencias del juez Fayt-, la reforma constitucional sólo modificó la relación entre los tratados y las leyes, ya establecida pretorianamente en la causa “Ekmekdjian” con base en el art. 27 de la Convención de Viena, pero en modo alguno entre los tratados -cualquiera fuera su categoría- y la Constitución Nacional, lo que jamás habría sido posible por la expresa prohibición a la Convención Constituyente de modificar los arts. 1 a 35 (ley 24.309, art. 7).

Por ello, y en virtud del orden de prelación ut supra explicitado, de concluirse que la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad” prevé su utilización retroactiva, este precepto resultaría claramente inaplicable. En efecto, el art. 18 de la Constitución Nacional como norma de jerarquía superior -y por lo demás más respetuosa del principio pro homine- impide que pueda derogarse retroactivamente el régimen de prescripción de la acción penal.

18) Que lo dicho no significa en modo alguno justificar las iniquidades cometidas. Sin embargo, tal como afirma el profesor Hart, su castigo puede ser vivido como algo socialmente deseable, pero procurarlo con una legislación retroactiva puede ser moralmente abominable o quizá imposible (conf. H. L. A Hart, El concepto del derecho, trad. Genaro R. Carrió, ed. Abeledo-Perrot, 2004 [orig. 1961], pág. 257).

De las dificultades para lograr la punición fue también consciente el propio legislador quien con el objetivo de establecer soluciones anticipatorias para casos análogos modificó por medio de la ley 25.188 el art. 67 del Código Penal, incorporando una nueva causal de suspensión de la prescripción “hasta tanto se restablezca el orden constitucional”, cuanto menos, en caso de cometerse los atentados al orden constitucional y a la vida democrática previstos en los arts. 226 y 227 bis del Código Penal (disidencia del juez Fayt en “Simón”).

19) Que, empero, el a quo consideró que más allá de la existencia de esos Pactos, debía destacarse la preexistencia de los fundamentales derechos del hombre sobre la conformación del Estado (fs. 157). A ello agregó que tanto la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como la de esta Corte han destacado la evolución del Derecho de Gentes, subrayándose en el fallo “Simón” que la Constitución de 1853 reconoció incluso la supremacía de ese derecho, el que fue incorporado en forma directa (fs. 162). Afirmó, asimismo, que la visión universalista de determinados derechos requiere del efectivo funcionamiento del principio del ius cogens del art. 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (fs. 164 vta.). Señaló también que la plataforma histórica que originó el necesario desarrollo y evolución del Derecho de Gentes y “su vinculación al principio del ius cogens” [sic] es la misma tanto en la posguerra como en la Argentina de la postdictadura. En sintonía con lo antes dicho citó el Estatuto del Tribunal Internacional para Ruanda y al Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia, así como la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”.

También el señor Procurador General consideró que el postulado de imprescriptibilidad se desprendía de principios del derecho internacional imperativo y del derecho internacional consuetudinario que el propio Estado argentino había contribuido a edificar. Agregó que el principio de imprescriptibilidad existía como tal con anterioridad a la década de 1970 y, por tanto, su aplicación no implicaba transgresión alguna al principio de legalidad. Como argumentos -que tanto podrían referirse al principio de imprescriptibilidad como al instituto del indulto- mencionó la evolución de los derechos humanos también con fundamento en los casos “Barrios Altos” (LA LEY, 2001-D, 558) y “Almonacid”. Subrayó que esta última evolución histórica había aclarado las cosas y que por ello correspondía modificar los pronunciamientos anteriores del Tribunal (esta afirmación del señor Procurador seguramente se hizo teniendo en cuenta que los tratados ya se encontraban vigentes al haberse fallado por primera vez en esta causa “Riveros” -Fallos: 313:1392- así como en la causa “Aquino” -Fallos: 315:2421 (LA LEY, 2004-F, 95)- y que, entonces, otra debía ser la causa de la revisión). También señaló que el imperativo que se derivaría de la jurisprudencia regional y del ius cogens no habilitaría, empero, a desconocer las prerrogativas del imputado que resultan inherentes al Estado constitucional de derecho (estableciendo una suerte de clasificación entre las garantías del imputado). Indicó, asimismo, que (en virtud de las consideraciones vinculantes para el Estado argentino merced al reconocimiento de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos(, es la propia imposibilidad de declinar el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad [por prescripción, indulto o cosa juzgada] la que se ha transformado en una norma del denominado derecho internacional imperativo o ius cogens (invocó para ello al art. 118 de la Constitución Nacional).

20) Que, sin embargo, el principio de imprescriptibilidad -así como los demás frenos a la prohibición de persecución penal múltiple y al instituto del indulto- tampoco pueden aplicarse con base en el derecho internacional no contractual.

Corresponde aquí recordar que en el año 1965 la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa recomendó al Comité de Ministros que invitara “a los gobiernos miembros a tomar inmediatamente las medidas propias para evitar que por el juego de la prescripción o cualquier otro medio queden impunes los crímenes cometidos por motivos políticos, raciales o religiosos, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, y, en general, los crímenes contra la Humanidad” (Recomendación nro. 415 del 28 de enero de 1965). Asimismo en el marco de la Organización de las Naciones Unidas la Comisión de Derechos Humanos aprobó en el mismo año la Resolución 3 (período de sesiones 21) en la que consideró “que las Naciones Unidas deben contribuir a la solución de los problemas que plantean los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad, que constituyen graves violaciones del Derecho de Gentes, y que deben especialmente estudiar la posibilidad de establecer el principio de que para tales crímenes no existe en el derecho internacional ningún plazo de prescripción” (Documentos Oficiales 39). La discusión dio lugar a la aprobación por parte de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, el 26 de noviembre de 1968. En el debate que le precedió se impuso la posición según la cual el principio de imprescriptibilidad ya entonces existía en el derecho internacional, por lo que la Convención no podía enunciarlo sino afirmarlo (Comisión de Derechos Humanos, 22° Período de Sesiones, 1966). Es por ello que el verbo “afirmar” reemplazó al verbo “enunciar” que contenía el proyecto original.

Dicha afirmación del principio de imprescriptibilidad importó, conforme esta interpretación, el reconocimiento de una norma ya vigente en función del derecho internacional público consuetudinario (tal como también señaló el Tribunal Europeo en el caso “Kolk” ya mencionado). Así se ha sostenido que en virtud de las manifestaciones reseñadas y de las prácticas concordantes con ellas, el principio de imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad integra el derecho internacional general, bien como un principio del Derecho de Gentes generalmente reconocido, bien como costumbre internacional. Cabe aclarar que esto en modo alguno significa que, a su vez, el principio tenga carácter ius cogens, como se examinará ut infra.

De este modo, es claro que la aplicación de tal principio no vulneraría, conforme esa tesis, la exigencia de lex praevia. Sin embargo, tampoco con base en esta diversa fundamentación puede resolverse la cuestión a favor de la aplicación del principio de imprescriptibilidad, en tanto otros aspectos no menos importantes que subyacen al nullum crimen nulla poena sine lege, se verían claramente violados (conf. disidencia del juez Fayt en el caso “Simón”). En efecto, la aplicación de la costumbre internacional contrariaría las exigencias de que la ley penal deba ser certa -no general-, stricta -no analógica- y, concretamente en relación al caso, scripta -no consuetudinaria-. Sintetizando: las fuentes difusas -como característica definitoria de la costumbre internacional- son también claramente incompatibles con el principio de legalidad (disidencia del juez Fayt en “Simón”).

21) Que, sin embargo, el tribunal a quo ha afirmado -como ya se adelantó- que la evolución del Derecho de Gentes, su “supremacía” y una visión universalista que requiere del efectivo funcionamiento del principio ius cogens obliga a decidir a favor de éste. Cabe recordar que para el señor Procurador General la misma conclusión encontraría fundamento en el art. 118 de la Constitución Nacional -el a quo sólo alude a “cláusulas” constitucionales- y en un nuevo “imperativo que se deriva de la jurisprudencia regional y del ius cogens”. Una decisión contraria, por lo demás, conllevaría la responsabilidad del Estado Argentino.

Empero, los obstáculos hasta aquí examinados tampoco podrían sortearse con la aplicación directa del derecho penal internacional en virtud de una pretendida preeminencia del Derecho de Gentes que para algunos encontraría su fundamento en el art. 118 de la Constitución Nacional, derecho que no necesariamente revelaría idéntica sujeción al principio de legalidad (conf. disidencia del juez Fayt en “Simón” -LA LEY, 2005-C, 845-).

En efecto, esta cláusula constitucional sólo regula una modalidad de los juicios criminales: aquellos que derivan de los delicta iuris gentium. En este aspecto, impone al legislador el mandato de sancionar una ley especial que determine el lugar en que habrá de seguirse el juicio, de suerte tal que, a falta de la ley especial que prevé la norma (se refiere además a hechos acaecidos en el exterior) resulta inaplicable (Fallos: 324:2885). Menos aun puede concluirse -como pretende el a quo- que por esta vía el Derecho de Gentes tenga preeminencia sobre el derecho interno del Estado argentino.

Esta Corte ya ha precisado el alcance acotado que debe asignarse a la escueta referencia que contiene esta norma. Seco Villalba -Fuentes de la Constitución Argentina, ed. Depalma, Buenos Aires, 1943, pág. 225- da cuenta de su origen que se remonta a la Constitución de Venezuela de 1811, la que del mismo modo simplemente estatuye que en el caso de que el crimen fuese perpetrado contra el Derecho de Gentes -en ese momento piratería y trata de esclavos- y fuera de los límites de la Nación, el Congreso determinará por una ley especial, el paraje donde haya de seguirse el juicio.

Por otra parte, no debe confundirse el valor indiscutible del Derecho de Gentes y su positiva evolución en el ámbito del derecho internacional, con la posibilidad de aplicar sus reglas directamente en el derecho interno. En definitiva, la mención en la Constitución del Derecho de Gentes se efectúa sólo para determinar la forma en que se juzgarán los delitos cometidos en el exterior contra esos preceptos; pero de ningún modo -más allá de su indiscutible valor- se le confiere jerarquía constitucional ni ya, remotamente, preeminencia sobre la Ley Fundamental. Parece a todas luces exagerado inferir en base al texto del art. 118 que sea posible la persecución penal en base a las reglas propias del derecho penal internacional (aplicables para los tribunales internacionales). De allí no se deriva en modo alguno que se puede atribuir responsabilidad individual con base en el derecho internacional, en tanto no se establece cuáles son los principios y normas que rigen la persecución de crímenes iuris gentium. Por lo tanto -como se afirmó- la norma citada no permite concluir que sea posible en nuestro país la persecución penal con base en un derecho penal internacional que no cumpla con los mandatos del principio de legalidad (en el mismo sentido ver Persecución Penal Nacional de Crímenes Internacionales en América Latina y España, Montevideo, 2003, ed. por la Konrad Adenauer Stiftung, investigadores del Instituto Max Planck de Derecho Penal Extranjero e Internacional). Entonces, sostener que la alusión del art. 118 de la Constitución Nacional al Derecho de Gentes obliga a los tribunales nacionales a aplicar directamente las reglas propias del derecho internacional, resulta una afirmación absolutamente inadecuada.

22) Que lo mismo cabe predicar con respecto a las alusiones genéricas en las que el a quo incurre respecto del principio ius cogens. En efecto, la calificación del principio de imprescriptibilidad como norma ius cogens no tiene más base que la afirmación dogmática de quienes suscriben el fallo. La Cámara de Casación incurre además en un manejo inadecuado de la terminología: conceptos tales como ius cogens, Derecho de Gentes, costumbre internacional son utilizados muchas veces de modo indistinto, sin el rigor que sus categóricas afirmaciones requieren.

Aun admitiendo, por vía de hipótesis, que en la Constitución Nacional hubiera una consagración positiva del Derecho de Gentes, esto nada indica acerca del carácter ius cogens de una norma. A su vez, el hecho de que el principio de imprescriptibilidad -lo que se aplica también a otros institutos- tuviera vigencia con anterioridad a la Convención sobre Imprescriptibilidad, no lo transforma en un principio ius cogens.

Cuando el a quo asigna al principio de imprescriptibilidad el carácter de norma ius cogens, no examina -ni siquiera enuncia- la práctica internacional de los Estados sobre la que supuestamente basa su conclusión. Obvio es señalar que no toda norma consuetudinaria del derecho internacional general tiene el carácter imperativo que por definición requiere una norma ius cogens.

Por lo demás -y tal como admite el señor Procurador General, quien realiza una suerte de extensión para el caso de disposiciones unilaterales- el principio ius cogens sólo se utiliza para declarar nulos los tratados que se le opongan y más allá de que resulte posible realizar esta extensión, lo cierto es que aun dentro de su ámbito propio se ha señalado desde siempre la gran complejidad que encierra calificar una norma como tal. En efecto, la propia Comisión de Derecho Internacional al realizar su informe sobre los arts. 53 y 64 de la Convención de Viena, reconoció que su enunciado “no está exento de dificultades ya que no hay ningún criterio sencillo para identificar una norma general de derecho internacional que tenga el carácter de ius cogens” (Informe CDI, págs. 80 y sgtes.) y, por ello, estimó conveniente establecer en términos generales que un tratado es nulo si es incompatible con una norma del ius cogens y dejar que el contenido de esta norma se forme en la práctica de los Estados y la jurisprudencia de los tribunales internacionales (conf. Ernesto de la Guardia, Derecho de los Tratados Internacionales, ed. Abaco, Buenos Aires, 1997, pág. 289). Nótese que entre los ejemplos sugeridos por la Comisión para guiar esa calificación figuran -nada menos que- tratados relativos a la ejecución de un acto delictivo para el derecho internacional, tratados destinados a realizar actos tales como la trata de esclavos, etc.

No se comprende, entonces, como el a quo puede determinar con tanta liviandad que el principio de imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad tiene carácter ius cogens, máxime si se tiene en cuenta que para un importante y autorizado sector de internacionalistas, no resulta nada claro que aquél sea un principio general del derecho internacional, ni por fuente convencional, ni por fuente consuetudinaria. Entre los distintos indicios que darían muestra de esta ausencia de claridad pueden nombrarse la falta de una amplia ratificación de la Convención sobre Imprescriptibilidad por parte de los Estados. En efecto, de los 192 Estados miembros de las Naciones Unidas, sólo 50 -a la fecha- la han ratificado (ver status de países firmantes en la base de datos de Tratados de las Naciones Unidas, en Convention on the non-applicability of statutory limitations to war crimes and crimes against humanity). A esto se suma, entre otras cosas, la práctica de los Estados de rechazar pedidos de extradición en casos en los que se imputan delitos de lesa humanidad, por considerar que las acciones se encuentran prescriptas.

Como se dijo, el a quo no precisa los elementos de la práctica y la opinio iuris a los que se debe acudir para sostener la existencia de una norma consuetudinaria y menos aun los vinculados a su reconocimiento y aceptación con naturaleza imperativa por la comunidad de Estados en su conjunto, cuya dificultad -como se vio- hasta la propia Comisión de Derecho Internacional ha planteado. Configura una fundamentación aparente, aludir a su gestación en el ordenamiento jurídico internacional; esto -como ya se señaló- no lo hace per se imperativo.

Asimismo, si se repara en la pretendida fundamentación de la Cámara de Casación según la cual, la jurisprudencia de la Corte Interamericana y de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha destacado “la evolución del derecho de gentes (…) su supremacía y (…) esta visión universalista requiere del efectivo funcionamiento del principio ‘ius cogens'”, puede apreciarse que es una frase vacía de contenido. Para comprobarlo, basta con reemplazar los términos utilizados. De este modo lo que se ha afirmado es que “la evolución de [los postulados básicos -generales, convencionales o consuetudinarios- sobre los cuales deben desarrollarse las relaciones internacionales] su supremacía y (…) esta visión universalista requiere del efectivo funcionamiento de [una norma del derecho consuetudinario internacional que no puede ser dejada de lado sino por la formulación de una posterior norma consuetudinaria de efecto contrario]”. Se trata, entonces, una vez más, de una fundamentación tan sólo aparente.

23) Que, por lo demás, una cosa es considerar, como se dijo, que las normas que prohíben conductas que constituyen delitos de lesa humanidad tienen carácter ius cogens -no hay ninguna norma, por ejemplo, que pueda permitir el genocidio toda vez que su prohibición tiene ese carácter (arts. 46 y 53 de la Convención de Viena)- y otra muy distinta es que aun cuando se configurase alguna causa general de extinción de la punibilidad se le asigne tal propiedad a su punición obligatoria. Resulta, entonces, cuanto menos llamativo que se pueda afirmar de modo tan categórico que la imposibilidad de declinar el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad [por prescripción, indulto o cosa juzgada] se ha “transformado en una norma del denominado derecho internacional imperativo o ius cogens” (conf. dictamen del señor Procurador General).

24) Que el a quo sostuvo también que una solución contraria pondría en juego la responsabilidad del Estado asumida a través de compromisos internacionales (una argumentación similar es adoptada por el señor Procurador General en su apartado X).

Sin embargo, esa fundamentación se desentiende de modo absoluto del sentido que el argumento de la responsabilidad internacional tuvo para esta Corte desde su origen en el caso “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492). Allí -cabe recordar- se le reconoció al actor un derecho individual: el derecho a réplica con base en lo establecido en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, sin perjuicio de que de este modo también se procuró evitar la responsabilidad internacional del Estado argentino.

Como puede observarse a partir del precedente, no se trata de impedir la -por otro lado “sólo” posible- responsabilidad del Estado Argentino en sí misma, tal como pretende el a quo, sino de evitar que ésta se produzca como consecuencia del desconocimiento de un derecho fundamental del individuo que en el presente caso, tratándose de un proceso penal, no es otro que el imputado. La postura asumida por la Cámara de Casación contiene una peligrosa tergiversación del precedente, toda vez que la misma justificación se utiliza no ya para asegurar, sino para negar al imputado sus derechos individuales (derivados del principio de legalidad y de la garantía ne bis in idem).

25) Que lo dicho hasta aquí reafirma la imposibilidad de aplicación ya sea en forma retroactiva o consuetudinaria del postulado de imprescriptibilidad, prohibición que se encuentra también reconocida -aunque con menor extensión- en los instrumentos que han sido incorporados por mandato del art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional (arts. 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; 15.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; 11.2 y 29.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos).

En tales condiciones, la sentencia impugnada afecta en forma directa e inmediata las garantías constitucionales que se invocan como vulneradas, lo que justifica la descalificación del fallo con sustento en la doctrina de esta Corte en materia de sentencias arbitrarias (art. 15, ley 48), tornándose inoficioso continuar con el examen de los agravios del recurrente sobre las demás cuestiones planteadas.

Con todo, resulta necesario conferir una respuesta institucional en el concreto ejercicio de la función que a este Tribunal le incumbe como garante supremo de los Derechos Humanos. Desde esta perspectiva corresponde determinar la naturaleza y alcance en el marco de la Constitución Nacional, de los principios de cosa juzgada y ne bis in idem involucrados en esta controversia.

26) Que en este cometido, corresponde recordar que ya con fecha 10 de noviembre de 1989 la Cámara Federal de Apelaciones de San Martín se expidió sobre el decreto 1002/89 en este mismo proceso, al tratar la excepción de indulto deducida por el letrado defensor del imputado Riveros (fs. 1533/1575 vta.). En dicha oportunidad se rechazó la inconstitucionalidad del indulto dispuesto por el decreto presidencial mencionado, se hizo lugar a la excepción de indulto y se sobreseyó definitivamente en las actuaciones al procesado Santiago Omar Riveros en orden a los delitos que se le imputaron. Posteriormente esta Corte declaró mal concedidos los recursos extraordinarios interpuestos, decisión que dejó firme la sentencia. Además, en dicho pronunciamiento, los jueces Petracchi y Oyhanarte sentaron las bases de lo que luego fue el voto mayoritario de la causa “Aquino” (Fallos: 315:2421), en la que con la misma composición que en “Riveros” (Fallos: 313:1392), esta Corte declaró expresamente la constitucionalidad del decreto 1002/89. En efecto, en el voto mayoritario se estableció que resultaba indudable la facultad constitucional del titular del Poder Ejecutivo Nacional para indultar a personas sometidas a proceso “a la luz de los fundamentos expuestos por los señores doctores Enrique Santiago Petracchi y Julio Oyhanarte en su voto común emitido en autos ‘Riveros, Santiago Omar y otros s/ privación ilegal de la libertad, tormentos, homicidios, etc.’ (Fallos: 313:1392), a que cabe remitir en razón de brevedad”. Sobre el instituto del indulto se hará especial referencia ut infra.

27) Que resulta elemental, entonces, preguntarse por qué debe volver a discutirse la constitucionalidad del indulto decretado a favor de Riveros cuando en este mismo proceso este Tribunal ha dejado firme la cuestión (Fallos: 313:1392). Para responder a este interrogante el a quo ensayó distintos argumentos. Muchos de ellos, como se dijo, comparten las mismas notas por las que se rechazó el pedido de extinción de la acción penal por prescripción y el instituto mismo del indulto (considerando a todos impedimentos para la persecución que debían ser removidos a la luz de la evolución del Derecho de Gentes). Esta argumentación ya fue examinada al tratarse la cuestión de la imprescriptibilidad. Por tal razón resultaba innecesario rever el precedente, al menos en lo que a aquélla hace.

Corresponde, entonces, hacer referencia al resto de los argumentos utilizados por la cámara que también la llevó a desconocer el principio de cosa juzgada y consiguientemente el de ne bis in idem (toda vez que, al tratarse de un sobreseimiento en una causa penal, la revisión de la sentencia implicó necesariamente la vulneración del ne bis in idem).

28) Que en casos análogos al presente esta Corte estableció que la cosa juzgada tiene jerarquía constitucional -Fallos: 308:84; 315:2680, entre otros- y procede el recurso extraordinario cuando se sostiene que el fallo apelado ha desconocido sus efectos (Fallos: 187:29; 243:465; 273:312; 315:2680, entre muchos otros). También se señaló que no es óbice para ello la circunstancia de que la resolución recurrida no constituya estrictamente la sentencia definitiva de la causa por no pronunciarse de modo final sobre el hecho que se imputa, sino que cabía equipararla a ésta por sus efectos, en tanto frustran el derecho federal invocado, ocasionando perjuicios de imposible o tardía reparación ulterior.

Tal es lo que sucede en el caso, toda vez que el reclamo del apelante por el respeto de la cosa juzgada se dirige -como ya se adelantó- a lograr la plena efectividad de la prohibición de persecución penal múltiple -Fallos: 315: 2680-, cuyo rango constitucional también ha sido reconocido pacíficamente por esta Corte. Este derecho federal es susceptible de tutela inmediata porque la garantía no veda únicamente la aplicación de una sanción por el mismo hecho anteriormente perseguido, sino también la exposición al riesgo de que ello ocurra mediante un nuevo sometimiento a juicio de quien ya lo ha sufrido por el mismo hecho (Fallos: 292:221; 308:84; 315:2680; 319:43; 321:2826; 327:4916, entre muchos otros). De este modo, el solo desarrollo del proceso desvirtuaría el derecho invocado, dado que el gravamen que es materia de agravio no se disiparía ni aún con el dictado de una posterior sentencia absolutoria (Fallos: 300:1273; 314:377 y sus citas).

A fin de precisar sus alcances, cabe recordar que en Fallos: 248:232 el señor Procurador General consideró que dicho principio configuraba lo que los anglosajones denominan double jeopardy (vedada en la enmienda V de la Constitución de los Estados Unidos) y que se hallaba implícitamente prohibido por el sistema de garantías que aseguran en nuestra Carta Magna el debido procedimiento legal (in re “Justiniano Luis Pereyra”). Dicha doctrina fue reiterada en Fallos: 258:220; 272:188; 292:202; 308:1678; 310:360; 311:67; 311: 1451; 314:377; 315:2680 y 316:687, entre muchos otros.

29) Que la Enmienda V de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica establece que “(n)adie será sometido, por el mismo delito, dos veces al peligro de pérdida de la vida o de algún miembro” (véase también lo resuelto por la Suprema Corte de los Estados Unidos de América en el caso Abney v. United States [431 U.S. 651], entre otros). Desaparecidas las penas corporales, la Enmienda V se interpreta hoy en el sentido de un nuevo riesgo de privación de la libertad. Por su parte, nuestra Constitución no previó originariamente en forma expresa esta garantía. Sin embargo, como ya se señaló, se la ha reconocido tradicionalmente como una de las no enumeradas (art. 33 de la Constitución Nacional -conf. Fallos: 248:232 dictamen del señor Procurador General; 298:736; 300:1273; 302:210-). A su vez, ha sido incorporada en forma sustancialmente análoga en el art. 14, número 7, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, art. 8° número 4.

En el ámbito nacional, la garantía ha sido entendida como aquella que impide la múltiple persecución penal, simultánea o sucesiva, por un mismo hecho. Tal como ya fue señalado no se trata exclusivamente de que una persona sea condenada dos veces por el mismo hecho, sino que basta para incurrir en la violación de la garantía con que se la someta al riesgo -por medio de un nuevo proceso- de que pueda ser condenada. Su violación debe entenderse configurada cuando concurran las tres identidades clásicas, a saber eadem persona -identidad de la persona perseguida-, eadem res -identidad del objeto de la persecución- y eadem causa petendi -identidad de la causa de la persecución- (voto de la mayoría en Fallos: 326:2805). Cabe aclarar que la identidad de objeto se configura si la idea básica permanece en ambos procesos (Beling Ernst, Derecho Procesal Penal, trad. por Miguel Fenech, ed. Labor, Barcelona, 1943, pág. 84; …) aunque en el segundo aparezcan más elementos o circunstancias que rodeen a ese comportamiento esencial. Debe tratarse del mismo hecho -Fallos: 314:377; 316:687, entre otros- sin importar si en el primer procedimiento pudo agotarse la investigación posible de ese hecho.

30) Que, entonces, el principio ne bis in idem nació como garantía de seguridad individual propia de un Estado de Derecho (voto de la mayoría en Fallos: 326:2805 “in re” “Videla”). En efecto, la garantía se apoya en el respeto al individuo que ya ha sufrido la persecución del Estado contra la reiteración del ejercicio de la pretensión punitiva (dictamen del señor Procurador General en Fallos: 298:736, “in re” “María Estela Martínez de Perón”). Para ello, obvio es decirlo, debe haber existido una persecución anterior por esos mismos hechos, entendiendo como tal cualquier acto procesal dirigido contra una persona por considerársela comprometida frente a un posible hecho delictuoso. En efecto, con anterioridad debe haber existido la misma imputación ante cualquiera de las autoridades establecidas por la ley para la persecución penal (voto de la mayoría en Fallos: 326:2805).

El fundamento material de la regla ne bis in idem, entonces, consiste en no permitir que el Estado “con todos sus recursos y poder, lleve a cabo esfuerzos repetidos para condenar a un individuo por un supuesto delito, sometiéndolo así a molestias, gastos y sufrimientos, y obligándolo a vivir en un continuo estado de ansiedad e inseguridad” (Fallos: 310:2845 -disidencia de los jueces Petracchi y Bacqué-; 321:2826; voto del juez Maqueda en Fallos: 326:2805 “in re” “Videla”; entre muchos otros). En el mismo sentido, se ha sostenido que su fundamento es “proteger a los ciudadanos de las molestias y restricciones que implica un nuevo proceso penal cuando otro sobre el mismo objeto está en trámite o ha sido ya agotado, y se extiende, al menos a toda nueva ‘persecución’ penal” (Fallos: 325:1932 “in re” “Macri”, disidencia del juez Fayt y del juez Belluscio).

Esta es, tal como se adelantó, la idea básica -y profundamente arraigada de la jurisprudencia angloamericana- de la garantía contra la double jeopardy, conforme lo ha señalado repetidamente la Corte Suprema de Estados Unidos (Green v. United States 355 US 184 [1957]; Benton v. Maryland, 395 US 784 [1969]; United States v. Dixon 509 US 688 [1993] y Grady v. Corbin 495 US 508 [1990]).

Asimismo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado en el caso “Loayza Tamayo, María E.” CIDH – Serie C N° 33, del 17 de septiembre de 1997 que con ella se protegen “los derechos de los individuos que han sido procesados por determinados hechos para que no vuelvan a ser enjuiciados por los mismos hechos” (párr. 66).

31) Que, sin embargo, este principio liminar -como garantía constitucional básica del imputado en un proceso penal- ha sido dejado de lado por el a quo de modo absolutamente dogmático y con fundamentos tan sólo aparentes, estableciendo un falaz antagonismo entre “el interés del beneficiario del indulto” y el “derecho de las víctimas a una tutela judicial efectiva” que -según la Cámara de Casación- debe resolverse “a favor de los derechos que tutelan atributos fundamentales de la persona”. El principio de cosa juzgada significó para el a quo la “detracción de los derechos de otro” (fs. 173). Con base en este razonamiento, concluyó que debían removerse todos los impedimentos -así se calificó también a la cosa juzgada- para el ejercicio de la actividad jurisdiccional. Agregó, sin realizar mayores consideraciones, que ello debía hacerse en el marco de la Constitución Nacional. Por último concluyó que “(i)nstitutos tales como la prescripción de la acción penal o la cosa juzgada…requieren para juzgar su validez, observar cuáles son las ‘consecuencias que generan'” (el resaltado con comillas simples no corresponde a la sentencia).

32) Que esta última frase permite observar cuál fue a las claras -más allá de los fundamentos aparentes- el espíritu que inspiró una decisión que irrespetó una garantía constitucional básica del proceso penal, cuyo valor fue totalmente relativizado al hacerlo depender de las derivaciones que su observancia podría traer aparejada. Así, institutos considerados por inveterada jurisprudencia de esta Corte como principios fundamentales y verdaderas conquistas del Estado de Derecho, fueron relegados a la categoría de “beneficios” con el fin de plantear una falsa oposición.

33) Que el a quo no debió perder de vista que “(e)l propósito de un proceso penal es el de determinar la culpabilidad o la inocencia de ciertos individuos” y que “la historia que surja estará moldeada por este objetivo” (Eric Blumenson, Amnistías Nacionales y Justicia Internacional, www.utdt.edu, Revista Argentina de Teoría Jurídica, Universidad Torcuato di Tella, vol. 6, noviembre 2005, trad. Martín Porretti, corr. Roberto Gargarella, pág. 16).

No resulta ocioso, entonces, recordar que los derechos humanos surgieron para poner límites al poder estatal y que, consiguientemente, en el proceso penal los derechos humanos se enfrentan al Estado como freno a su poder y en defensa exclusiva de los intereses individuales. El juicio penal “no sólo se enfoca en los individuos más que en las instituciones responsables, sino que considera a estas últimas como virtualmente irrelevantes […] (p)uesto que [como se dijo] el propósito de un proceso penal es el de determinar la culpabilidad o la inocencia del acusado, la víctima es un medio para tal fin y no el objeto primordial del interés” (Blumenson, op. cit., loc. cit.).

Como se afirmó, el fin de los derechos humanos en el marco de un proceso penal se circunscribe a evitar su aplicación abusiva y sólo entonces, con ese mismo fundamento pudo concebirse a la garantía de ne bis in idem. No escapa, precisamente, a esa concepción lo establecido por esta Corte en cuanto a la importancia de no permitir al Estado que “…con todos sus recursos y poder, lleve a cabo esfuerzos repetidos para condenar a un individuo por un supuesto delito, sometiéndolo así a molestias, gastos y sufrimientos, y obligándolo a vivir en un continuo estado de ansiedad e inseguridad…” (Fallos: 321:2826, entre muchos otros ya citados).

34) Que tal como se ha afirmado en el precedente “Simón” sería de un contrasentido inadmisible que por la gravedad de los hechos investigados se vulnerasen las garantías constitucionales básicas de quien se encuentra sometido a proceso, tal como pretende el a quo en su enfoque orientado a las consecuencias. El total respeto de esas garantías y de un derecho penal limitado constituye la base sobre las que se asienta y construye un verdadero Estado de Derecho (disidencia del juez Fayt en Fallos: 328:2056).

Por el contrario, determinar el valor de las garantías constitucionales según los resultados a los que conduciría su respeto, implica la consagración de un verdadero derecho penal del enemigo -Feindstrafrecht según la terminología utilizada por el profesor G. Jakobs- conforme el cual se admite la derogación de garantías fundamentales del Estado de Derecho para determinados casos considerados de gravedad.

Las similitudes entre esta tesis y los argumentos utilizados por el a quo son evidentes. En efecto, como se afirmó en el precedente “Simón” -disidencia del juez Fayt-, el derecho penal del enemigo se caracteriza, entre otras cosas, por el hecho de que para determinados imputados “no hay otra descarga de la responsabilidad que no sea distinta de la imputabilidad…pues no puede haber justificación o excusa que explique la comisión de los crímenes más graves” y por ello los “principios constitucionales asumidos por el derecho penal no represent(a)n nunca obstáculos” (Carlos Pérez del Valle, Sobre los Orígenes del Derecho Penal del Enemigo, en El Derecho Penal, ed. ED, vol. 7, julio 2003, págs. 14 y 15; …).

Así los “rebeldes, traidores y todos los convictos de lesa majestad han de ser castigados no con el derecho civil (estatal), sino con el derecho natural, pues lo son no como malos ciudadanos, sino como enemigos de la civitas (Estado)” (Hobbes, Libri de Cive, 1ra. edición en París 1642, citado por Pérez del Valle, op. cit., pág. 5 y sgtes.; …).

En un régimen totalitario se da por sentado que existe un derecho penal para los enemigos en tanto hace a su naturaleza la diferencia entre “amigos” y “enemigos” en la clásica distinción de Carl Schmitt (ver, entre otras obras, su Teoría del Partisano, Colección ideologías contemporáneas, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1966).

Corresponde aquí preguntarse si es posible aceptar en nuestro sistema constitucional “…una sensible baja en derechos y garantías procesales y penales para combatir fenómenos complejos” (Silva Sánchez Jesús, La expansión del Derecho Penal. Aspectos de la Política Criminal en las Sociedades Postindustriales, 2da. Edición, Ed. Civitas, Madrid, 2001). Es claro que la respuesta sólo puede ser negativa. En un Estado de Derecho, por definición, no puede admitirse tal distinción entre ciudadanos y enemigos como “sujetos con distintos niveles de respeto y protección jurídicos” (conf. Muñoz Conde Francisco, Las reformas de la Parte Especial del Derecho Penal Español en 2003: de la “tolerancia cero” al “derecho penal del enemigo”, Revista de Derecho Penal, v. 2004/2, Rubinzal-Culzoni, pág. 658).

En efecto, los “derechos y garantías fundamentales propios del Estado de Derecho, sobre todo los de carácter penal material […] y procesal penal […] son presupuestos irrenunciables de la propia esencia del Estado de Derecho. Si se admite su derogación, aunque sea en casos concretos extremos y muy graves, se tiene que admitir también el desmantelamiento del Estado de Derecho, cuyo ordenamiento jurídico se convierte en un ordenamiento puramente tecnocrático o funcional, sin ninguna referencia a un sistema de valores, o, lo que es peor, referido a cualquier sistema, aunque sea injusto, siempre que sus valedores tengan el poder o la fuerza suficiente como para imponerlo. El Derecho así entendido se convierte en un puro Derecho de Estado, en el que el Derecho se somete a los intereses que en cada momento determine el Estado” (Muñoz Conde, loc. cit.; …).

Tampoco puede compartirse la clasificación que el señor Procurador General establece entre prerrogativas del imputado que resultan inherentes al Estado Constitucional de Derecho y que como tales no pueden desconocerse, y otras garantías que podrían abandonarse en virtud del ius cogens. Dicha clasificación no se sostiene en ningún criterio preciso y como argumento, por tanto, resulta altamente riesgoso. La propuesta, entonces, sólo puede valorarse como la intención de colocar “un algodón entre dos cristales”.

35) Que la disyunción planteada por el a quo entre derechos del imputado y derecho de las víctimas, resulta asimismo engañosa si se tiene en cuenta que los instrumentos de derechos humanos, si bien contienen la obligación de proteger los derechos que amparan, no incluyen la obligación de juzgar penalmente a quienes los infringen (conf. Broomhall Bruce, Internacional Criminal Court – Between Sovereignty and the Rule of Law, New York, Oxford University Press, 2003, pág. 93 ss.). Resulta claro, a su vez, que dichos instrumentos comprenden normas que prohíben, por ejemplo, la persecución penal múltiple, pero no -por el contrario- normas que obligan a la persecución penal a ultranza.

No existe un derecho constitucional a la pena. En efecto, la protección a las víctimas establecida en los instrumentos internacionales de derechos humanos no implica necesariamente castigo penal (lo que, por otra parte, no se condeciría con su carácter fragmentario y de ultima ratio). La persecución penal -sin respeto a las garantías del individuo- invertiría la función que los derechos humanos poseen en el proceso penal que, de protección del imputado frente al Estado, pasaría al fortalecimiento de su poder absoluto, esta vez so pretexto del sugerente -aunque artificioso- argumento de protección a las víctimas.

36) Que, por lo demás, corresponde señalar que el valor que cabe asignarles a los instrumentos de derechos humanos en relación con la cuestión examinada, también ha sido materia de consideración constante por esta Corte. Así en Fallos: 311:734 in re “Riveros” -si bien en relación a la ley de obediencia debida- se afirmó expresamente que no era atendible la impugnación de la ley 23.521 con fundamento en su presunta oposición a la “Convención para la Prevención y Represión del Delito de Genocidio”. Incluso en este mismo proceso los jueces Petracchi y Oyhanarte puntualizaron que “en los escritos [de la querella] examinados (…) se afirma que el decreto 1002/89 otorga ‘impunidad’ a ‘criminales y responsables de delitos de lesa humanidad’ y desconoce ‘las normas y principios del derecho internacional penal contemporáneo'”. Los jueces consideraron que “la insuficiencia de las apelaciones, en este punto, es palmaria” (considerando 12, Fallos: 313:1392). Este criterio establecido en el año 1990 respecto de los agravios planteados por la querella sobre el punto fue reiterado en todas las causas en las que así se presentaron.

Resulta claro, entonces, que si esos instrumentos fueron tenidos en cuenta, no es su contenido el que ahora podría llevar a una fundamentación diferente. De esto también es consciente el señor Procurador General cuando en su dictamen se vio precisado a admitir que fue la “última” evolución histórica de la “interpretación de los derechos humanos” la que aclaró las cosas (y no los instrumentos internacionales que se encontraban vigentes al dictarse el decreto 1002/89).

37) Que establecido, entonces, que no son esos instrumentos los que prevén la obligación del castigo penal como modo de protección a las víctimas, el único argumento subsistente en la fundamentación del a quo es el de la interpretación de la Convención que la Corte Interamericana realizó a partir del caso “Barrios Altos” CIDH, Serie C N° 75, del 14 de marzo de 2001.

Sin embargo, tal como se afirmó en los precedentes “Simón” (Fallos: 328:2056) y “Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312) (disidencias del juez Fayt(, parece insostenible que en base a lo que pueda “interpretarse” sobre la “interpretación” que la Corte Interamericana realizó para un caso totalmente disímil, pueda llegarse a una decisión que -huelga decirlo- debería constituir la ultima ratio. En efecto, resulta de suma gravedad que se declare inconstitucional una norma invocando una decisión que no es aplicable al caso.

Es que el contenido del párrafo 41 de dicho pronunciamiento, permanentemente citado con el fin de hacer a un lado las garantías constitucionales de quienes se encuentran sometidos a proceso, no constituye su holding. Cabe recordar que en ese caso el deber del Estado de perseguir y sancionar las violaciones a los derechos humanos, se había puesto en tela de juicio en virtud de la sanción de dos leyes de autoamnistía que exoneraban de responsabilidad a todos los militares, policías y también civiles que hubieran sido objeto de denuncias, investigaciones, procedimientos o condenas, o que estuvieran cumpliendo sentencias en prisión por hechos cometidos entre 1980 y 1995 de violaciones a los derechos humanos en la República de Perú. Es por ello que como se afirmó en las disidencias mencionadas, el holding del caso “Barrios Altos” no pudo ser otro que la afirmación de que “leyes de autoamnistía resultan incompatibles con el Pacto de San José de Costa Rica”.

Dicha doctrina, por lo demás, no resulta novedosa para esta Corte, en tanto al expedirse sobre la ley 23.040 -que declaraba insanablemente nula la ley 22.924 conocida como de “pacificación nacional” dictada por el propio gobierno de facto- afirmó que si bien se ha “…reconocido por razones de seguridad jurídica la continuidad en los gobiernos de jure de la legislación de los gobiernos de facto y el poder de éstos de realizar los actos necesarios para el cumplimiento de sus fines, ello ha sido, sin perjuicio de rechazarla o privarla de efectos, cuando tales normas configurasen un evidente abuso de poder frente a las garantías y derechos esenciales de los individuos, o bien un palmario exceso en el uso de las facultades que ejercitaran los poderes públicos que se desempeñasen en sustitución de las autoridades legítimas…en este sentido, la ley de facto 22.924 es el resultado del abuso del poder, porque no sólo se aparta del [entonces] artículo 67, inciso 11 de la Constitución Nacional que autoriza únicamente al congreso para dictar la ley penal, sino que también contraría…la esencia de la forma republicana de gobierno y la consiguiente división de poderes” (Fallos: 309:5, pág. 1692), lo que entronca con el principio de que “la validez de las normas y actos emanados del Poder Ejecutivo de facto está condicionada a que, explícita o implícitamente, el gobierno constitucionalmente elegido que le suceda, la reconozca” (Fallos: 306:174 y sus citas).

La ley 23.040 “consistió en la reacción de un poder constitucional frente a una norma que pretendió utilizar la misma estructura estatal que posibilitó la comisión de delitos y su ocultamiento, para su autoexculpación” (…). En efecto, la ley 22.924 fue dictada in extremis cinco semanas antes de celebrarse las elecciones nacionales por el propio gobierno militar. Esta Corte negó su validez, en tanto se estableció que la única autoridad facultada para dictarla -en su caso- era el Congreso de la Nación, conforme lo establecía la Constitución Nacional (voto del juez Fayt en Fallos: 309:5 -juicio a los comandantes-, pág. 1689 y su remisión a Fallos: 306:911).

Vale recordar que para extraer el holding del caso debe tenerse siempre en cuenta, entre otras pautas, cuáles son los hechos que allí se plantearon y los principios jurídicos que, como es lógico, exclusivamente a ellos pudieron vincularse. En tales condiciones, el párrafo 41 del caso “Barrios Altos” constituyó respecto de otros institutos que no se caracterizaron por las especificidades propias de las leyes de autoamnistía sólo un obiter dictum que, como tal, no integró la regla por el que se decidió el caso y, consiguientemente, no pudo ser capaz de generar las consecuencias que el a quo propugna.

En suma, una postura contraria implicaría autorizar la violación de garantías constitucionales, a partir de la interpretación que la Corte Interamericana ha realizado respecto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en un caso diverso al que se plantea en el sub lite. De este modo se abandonaría -con la gravedad que tal temperamento conlleva- un principio liminar a la luz de una evolución jurisprudencial que de ningún modo conduciría a su desamparo (disidencia del juez Fayt in re “Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312). Parece un contrasentido concluir que los arts. 1.1., 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos -que según la jurisprudencia de la Corte Interamericana establecen el deber de garantía de perseguir y sancionar a los responsables de las violaciones de derechos humanos- pueda condecirse con la supresión del ne bis in idem como derecho de la persona sometida a enjuiciamiento penal.

En este sentido, no debe olvidarse que la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece como norma de interpretación en su art. 29 que “ninguna disposición de la presente Convención puede ser interpretada en el sentido de: b) limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda estar reconocido de acuerdo con las leyes de cualquiera de los Estados Partes o de acuerdo con otra convención en que sea parte uno de dichos Estados”. En efecto, la redacción de “esta disposición fue elaborada con el criterio central de que no se entienda que la misma tuvo por objeto, de alguna manera, permitir que los derechos y libertades de la persona humana pudieran ser suprimidos o limitados, en particular aquéllos previamente reconocidos por un Estado” (OC-4/84 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, del 19 de enero de 1984, párr. 20; …).

38) Que así como la violación de la cosa juzgada -y del ne bis in idem- no puede fundarse en una suerte de derecho especial para quienes son imputados por la comisión de delitos de lesa humanidad con base en las consecuencias que su observancia habría de generar, tampoco el argumento del señor Procurador General por el que se relativiza el principio mencionado, puede ser compartido.

Al preguntarse el titular del Ministerio Público por qué debe volver a discutirse la constitucionalidad del indulto cuando, en el marco del mismo proceso, esta Corte dejó firme la cuestión al rechazar el recurso extraordinario, responde que se trata de un caso especialísimo en el que existe un deber de revisar la cosa juzgada. Para fundar dicho aserto, establece como punto de partida que el único valor que se reconoce en este ámbito es el de “la seguridad jurídica de no reiterar discusiones sobre una cuestión ya decidida”, subestimando así su importancia como garantía individual, condición que luego le permitirá fácilmente soslayarla.

39) Que, sin embargo, si bien es cierto que el Tribunal desde antiguo ha afirmado que la estabilidad de las decisiones jurisdiccionales en la medida en que constituye un “presupuesto ineludible de la seguridad jurídica es exigencia de orden público y tiene jerarquía constitucional” (Fallos: 308:904, entre otros), no lo es menos que en su conexión con la garantía de ne bis in idem, el objeto de protección excede ese marco y se relaciona directamente con una garantía estrictamente individual, tal como ya se reseñó. En efecto, no está aquí sólo en juego el valor de la “estabilidad de las decisiones” como intenta exponer el señor Procurador -si bien la importancia intrínseca de este valor será ut infra considerada, sino también la proscripción de que el Estado, al que se le proporcionan todos los medios para descubrir la verdad, lleve a cabo esfuerzos repetidos para condenar a un individuo por un supuesto delito. En efecto, el valor definitivo de la decisión final está amparado para quien fue perseguido penalmente por la prohibición de la persecución penal múltiple. Una vez que se alcanzó la cosa juzgada, ella es irrevisable en perjuicio del acusado, por más que haya podido demostrarse el fracaso del procedimiento y de la decisión que le puso fin. Este aspecto -tal como desde siempre se ha sostenido por la doctrina más autorizada- acentúa el carácter de garantía individual de la regla.

Aclarada esta cuestión, corresponde evaluar si la analogía que el señor Procurador General establece entre lo regulado en la Ordenanza Procesal alemana (StPO) y lo estipulado por lo que él denomina el nuevo orden jurídico nacional, resulta válida a fines de subestimar el alcance de la cosa juzgada en el ámbito de los delitos de lesa humanidad y así permitir que en algunos casos la revisión pueda hacerse en perjuicio del imputado.

La respuesta sólo puede ser negativa y ello es así, no por comparar las normas alemanas con las normas procesales penales argentinas, sino porque en ese razonamiento se omite examinar que la diferencia con el derecho alemán proviene de una distinta definición del principio ne bis in idem ya en las propias Constituciones de los diversos Estados, que como es lógico obedecen a una distinta concepción de la función del derecho penal.

En efecto, la Constitución alemana prohíbe la múltiple condenación penal por un mismo hecho: nadie podrá ser penado [bestraft werden] más de una vez por el mismo hecho en virtud de las leyes penales generales (art. 103 [3] de Ley Fundamental alemana; …). Como puede observarse esta norma no prohíbe la múltiple persecución penal y es por ello que el derecho procesal penal alemán prevé el recurso de revisión en perjuicio del acusado en los casos específicamente previstos en el parágrafo 362 de la Ordenanza Procesal Penal. El imputado sobreseído puede ser nuevamente perseguido en determinadas situaciones pues, en su caso, no sería “penado” más de una vez por el mismo hecho (sobre la cuestión ver el enriquecedor debate iniciado en los años 80 entre los profesores Jürgen Baumann y Julio Maier, en Sobre puntos de partida dogmáticos diferentes en el derecho procesal penal argentino y alemán, Doctrina Penal, enero-marzo 1982, año 5, nro. 17, pág. 169 ss. y Conclusiones Básicas sobre las aclaraciones del Profesor Jürgen Baumann, Doctrina Penal, enero-marzo 1982, año 5, nro. 17, pág. 363 ss.).

En cambio, el derecho procesal penal argentino no conoce la revisión del procedimiento en contra del acusado, pero no sólo porque ello se encuentre avalado por los códigos procesales (dejados de lado por el señor Procurador en virtud de supuestas normas de rango superior con fundamento en el art. 118 de la Constitución Nacional(, sino porque la propia interpretación del principio por esta Corte como garantía no enumerada (art. 33 de la Constitución Nacional), sumado a la letra de las constituciones provinciales y, en la actualidad, a la incorporación de los tratados internacionales sobre derechos humanos (conf. voto del juez Fayt in re “Videla”, Fallos: 326:2805), permiten afirmar conjuntamente que lo que nuestro sistema constitucional impide es, precisamente, la múltiple persecución penal, tal como se señaló ut supra. Así, el art. 8(4 del Pacto de San José de Costa Rica prevé que el “inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos” y en el art. 14. 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos se establece que “(n)adie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido condenado o absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley y el procedimiento penal de cada país”. De este modo, a la jurisprudencia inveterada de esta Corte que desde siempre dio cuenta de la desigualdad a la que se enfrenta el imputado como persona significativamente más débil frente al Estado que, por ello, puede perseguir al ciudadano una única vez, se le suma idéntica concepción claramente reflejada en los tratados incorporados.

De tal manera, finalizado un proceso por decisión pasada en autoridad de cosa juzgada, tal como en el presente caso, no es posible para nuestro sistema constitucional la discusión posterior en perjuicio del acusado.

En suma, la diferente redacción de la Ordenanza Procesal Penal alemana privilegia claramente el valor de la verdad material y el logro de los objetivos penales del Estado, tal como señala el señor Procurador General, quien omite consignar que esa concepción es reflejo de su Ley Fundamental. Del mismo modo, la distinta interpretación que se hizo desde siempre en el derecho constitucional argentino tiene su origen en una diferente concepción acerca de los fines del derecho penal, para la que la garantía de ne bis in idem tomada del derecho anglosajón y considerada como no enumerada en el art. 33 de la Constitución Nacional -ahora enumerada en el art. 75 inc. 22-, siempre tuvo el valor de garantía individual y a la que no puede acordársele un valor tan solo formal.

40) Que respecto del predominio que el señor Procurador General postula respecto de la verdad material a fin de cuestionar el valor de una sentencia firme, cabe recordar en palabras de Ferrajoli que “las garantías procesales que circundan la averiguación de la verdad procesal en el proceso cognoscitivo aseguran la obtención de una verdad mínima en orden a los presupuestos de la sanción, pero también garantizada, gracias al carácter empírico y determinado de las hipótesis acusatorias por cánones de conocimiento como la presunción de inocencia, la carga de la prueba para la acusación […] Por el contrario, el proceso decisionista, y típicamente inquisitivo, apunta en todo caso a la búsqueda de la verdad sustancial, que por eso se configura como una verdad máxima, perseguida sin ningún límite normativo […] En este segundo modelo, el fin (de obtención de la verdad sea cual fuere) justifica los medios (es decir, cualquier procedimiento); mientras que en el primero es el fin el que (al estar fundado y garantizado por los vínculos descritos) está legitimado por los medios. Se entiende por eso que las garantías procesales se configuren no sólo como garantías de libertad, sino además como garantías de verdad: de verdad más reducida […] pero ciertamente más controlada que la verdad sustancial más o menos apriorísticamente intuida por el juez” (Derecho y Razón, ed. Trotta, Madrid, 1989, pág. 540 y sgtes.).

Precisamente, es claro que existe una divergencia entre la verdad procesal y el modelo ideal de la “correspondencia”, toda vez que “(a) diferencia de cuanto ocurre en cualquier otra actividad cognoscitiva, tanto la verdad fáctica […] como la verdad jurídica […] son predicables jurisdiccionalmente a condición de que se observen reglas y procedimientos que disciplinan su comprobación y que imprimen a ambas un carácter autorizado y convencional, en contraste con el de la mera correspondencia”. Entre esas reglas pueden enumerarse “los términos preclusivos […] las formas y condiciones de admisión de las pruebas y […] las nulidades de los actos procesales por vicios formales […] los testimonios inadmisibles […] la inutilizabilidad de las pruebas ilegítimamente adquiridas […] la prohibición de analogía […] la presunción de inocencia […] el principio in dubio pro reo y la presunción legal de verdad de las tesis contenidas en las sentencias firmes” (Ferrajoli, op. cit. pág. 59 y sgtes.).

Esto no significa, sin embargo, que “el proceso penal tenga que renunciar, por principio y desde un principio, a la búsqueda de la verdad material…sino solamente que tiene que atemperar esa meta a las limitaciones que se derivan no sólo de las propias leyes del conocimiento, sino de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución” (Muñoz Conde, Búsqueda de la Verdad en el Proceso Penal, ed. Hammurabi, Buenos Aires, pág. 97; …). Como advierte Habermas “la búsqueda de la verdad en el discurso institucional tiene unas particularidades que la distinguen de la búsqueda en el discurso libre de dominio, en el que precisamente por serlo, todas las partes están en un plano de igualdad” (Teoría de la verdad en Teorías de la Acción Comunicativa, Madrid, 1989, pág. 116 ss.).

Si sólo predominara el valor de la verdad material no se podría permitir que el imputado se negara a declarar, se permitiría la valoración de las pruebas ilícitamente obtenidas, no podría haber plazos para dictar sentencias, no se podría absolver en caso de duda, etc. (conf. Hassemer, Fundamentos del derecho penal, ed. Bosch, Barcelona, 1984, págs. 163 y 168).

La afirmación de que “el objeto del proceso penal es la búsqueda de la verdad material debe ser relativizada y, desde luego, se puede decir entonces, sin temor a equivocarse, que en el Estado de Derecho en ningún caso se debe buscar la verdad a toda costa o a cualquier precio. De todo lo dicho se deduce que el objeto del proceso penal es la obtención de la verdad sólo y en la medida en que se empleen para ello medios legalmente reconocidos. Se habla así de una ‘verdad forense’ que no siempre coincide con la verdad material propiamente dicha. Este es el precio que hay que pagar por un proceso penal respetuoso con todas las garantías y derechos humanos característicos del Estado […] de Derecho” (Muñoz Conde, op. cit. pág. 102).

Por el contrario, el a quo ve en institutos tales como la cosa juzgada un obstáculo, una “detracción” de los derechos de otro. En efecto, “(c)uando se cree que ‘existe’ una verdad material a la cual sólo debe ‘hallarse’, entonces las reglas constitucionales parecen costos […] límites, estorbos, aceptados en consideración a otros intereses, que lamentablemente, afectan la verdad ‘propia’ alcanzable” (Klaus Volk, La verdad sobre la verdad y otros estudios, ed. Ad hoc, Buenos Aires, 2007, pág. 100).

41) Que tampoco puede arribarse a una conclusión distinta a la que aquí se postula a poco que se repare en la doctrina establecida en uno de los fallos más recientes del Tribunal in re “Videla” -Fallos: 326:2805- (de fecha incluso posterior al pronunciamiento de la Corte Interamericana en el caso “Barrios Altos”). Si se interpreta su contenido “a contrario”, sólo cabe colegir que cuando el hecho que se persigue fue materia de persecución en un proceso anterior, la garantía ne bis in idem siempre resultará vulnerada. En efecto, en dicha decisión no se rechazó derechamente la posibilidad de que la nueva persecución de un delito de lesa humanidad no esté cubierta por la garantía ne bis in idem, sino que estableció una clara distinción entre aquellos hechos que ya fueron materia de juzgamiento respecto de aquellos que no lo habían sido.

Cabe recordar que conforme los postulados de la argumentación “a contrario” si del hecho que llena los supuestos legales a1, a2 y a3 se producen a su respecto las consecuencias x1, x2 y x3, entonces de un hecho que no llena los supuestos legales mencionados, no tendrán lugar a su respecto esas consecuencias jurídicas (sobre argumentum e contrario v. Jürgen Baumann, Einführung in die Rechtswissenschaft, ed. Beck’sche Verlagsbuchhandlung, München, 1989, pág. 113). Por ello, si se considera, a modo de ejemplo el voto concurrente en el caso mencionado conforme el cual “no se conculca la cosa juzgada ni la garantía contra la múltiple persecución cuando los actos delictivos objetos del proceso ‘jamás fueron investigados por el Estado, ni los imputados fueron indagados ni molestados al respecto'”, el argumento “a contrario” permitiría sostener que sí se conculca la cosa juzgada y la garantía contra la múltiple persecución cuando los actos delictivos objetos del proceso sí fueron investigados por el Estado y los imputados indagados y molestados al respecto.

Tal es lo que sucede en el sub examine, toda vez que el imputado Riveros ya fue procesado en esta causa. En efecto, si ya existió una imputación determinada respecto de un individuo concreto y luego se lo sobreseyó -como consecuencia de un indulto-, no hay manera de disponer la reapertura del proceso. Es claro que si el fundamento para esta Corte hubiera sido el de la imposibilidad intrínseca de plantear para estos delitos la excepción de cosa juzgada, la distinción en el caso “Videla” no hubiera tenido razón de ser. Por lo demás, si los principios generales y las convenciones internacionales ahora invocadas fueron tenidas en cuenta en el caso “Videla” no se alcanza a comprender qué motivos podrían hacer variar ahora esa construcción, para apartarse tan dramáticamente de dicho precedente.

42) Que, en suma, ninguno de los caminos ensayados para dejar de lado el principio de cosa juzgada resultan admisibles, máxime en un caso en el que, además, ya se realizó el control de constitucionalidad. A su vez, existe otra cuestión subsidiaria relacionada con el instituto de la cosa juzgada que tampoco puede ser soslayada y que también fue materia de decisión por parte de esta Corte: la de la obligatoriedad de los fallos del Tribunal y la estabilidad de las decisiones jurisdiccionales.

En efecto, tampoco en este aspecto la cuestión resulta novedosa. Cabe recordar que en la causa “Aquino” (Fallos: 315:2421), esta Corte declaró que resultaba “indudable la facultad constitucional del titular del Poder Ejecutivo Nacional para indultar a personas sometidas a proceso” y que posteriormente, en esa misma causa también se pretendió una revisión del criterio sentado (en puridad se había dispuesto una división interna, pero el indulto se había dictado según el texto del decreto 1002/89, respecto de toda la causa 11/86). En dicha oportunidad el Tribunal -Fallos: 323:2648- rechazó la posibilidad de revisión expresando que resultaba “inadmisible que en esta misma causa se pronunciara una nueva sentencia sobre el mismo planteo y que el apelante intente su revisión, puesto que con ello no sólo se desconoció la obligatoriedad del fallo de esta Corte y los límites a que estaba sujeta la jurisdicción del a quo (Fallos: 310:1129; 311:1217 y 320:650 entre muchos), sino que se afectó la cosa juzgada emanada de esa decisión, lo que autoriza en consecuencia, a declarar su nulidad en razón de la “estabilidad de las decisiones jurisdiccionales en la medida en que constituye un presupuesto ineludible de la seguridad jurídica, es exigencia de orden público y tiene jerarquía constitucional” (Fallos: 313:904 y sus citas; …).

En virtud de lo dicho, la revisión que el a quo propugna respecto de una sentencia del Tribunal que dejó firme la decisión por la que se había declarado la constitucionalidad del decreto 1002/89, desconocería también el precedente por el que se declaró nula la sentencia en la que se intentaba revisar un indulto ya declarado constitucional. No debe olvidarse la gravedad que el temperamento adoptado conlleva en el sub examine, toda vez que un decreto que fojas atrás ha sido declarado constitucional por una sentencia que quedó firme, sería declarado ahora contrario a la Constitución Nacional.

43) Que, por lo demás, no se discute aquí si la evolución del derecho internacional de los derechos humanos puede posibilitar en otra causa que un precedente como el de “Riveros” pueda ser dejado de lado, al considerarse que el indulto en el caso de imputados de delitos de lesa humanidad -sin opinar aquí sobre el acierto o error de esta afirmación- resulta inconstitucional. En efecto, sabido es que existen tres circunstancias por las que se puede abandonar el precedente (overrulling): el posterior desarrollo jurisprudencial inconsistente respecto del precedente originario, las lecciones de la experiencia y las cambiantes circunstancias históricas. Empero, una cosa muy distinta es sostener que -de considerarse configuradas algunas de esas circunstancias- habría podido alterarse en el mismo proceso la sentencia firme pasada en autoridad de cosa juzgada en la que se sobreseyó al imputado.

44) Que a mayor abundamiento, corresponde señalar que tampoco parece adecuada la interpretación realizada por el tribunal a quo cuando descarta que el instituto del indulto pueda aplicarse respecto de delitos calificados como de lesa humanidad. En efecto, aun si se considerase hipotéticamente válida la aplicación del principio de imprescriptibilidad, su carácter de lesa humanidad no haría a estos delitos per se perseguibles.

Cabe recordar que el indulto “no es en nuestros días un acto privado de gracia de un individuo que se encuentre en posesión del poder. Es parte del esquema de la Constitución. Cuando se concede, es la determinación de la autoridad última de que el bienestar público será mejor servido o inflingiendo menos que la pena fijada” (Pritchett, C., La Constitución Americana, ed. Tipografía Editora Argentina, Buenos Aires, 1965, pág. 434 s.). Del mismo modo se ha señalado que “…la institución del indulto en el sistema constitucional argentino no puede considerarse como la sacralización de una reliquia histórica propia de las monarquías, sin otro fundamento que la clemencia, sino un instrumento de la ley, en correspondencia con la norma de fines de organización jurídico-política y en particular con la justicia, la paz interior y el bienestar general. No consiste en un acto de gracia privado, sino en una potestad de carácter público instituida por la Constitución Nacional, que expresa una determinación de la autoridad final en beneficio de la comunidad…(y) que si bien su naturaleza se vincula originariamente con la imperfección de la justicia o el conocimiento posterior al fallo de circunstancias que atenúen o modifiquen la gravedad del delito y la inflexibilidad de la ley penal, en la actualidad está destinada a asegurar los fines establecidos por el sistema constitucional argentino” (considerando 14 del voto del juez Fayt in re “Aquino” (Fallos: 315:2421). Por lo demás en el caso se trató de un acto que gozó de legitimidad, legalidad, validez y vigencia (sobre estos conceptos ver voto del juez Fayt en R.1309.XLII. “Rosza, Carlos Alberto y otro s/recurso de casación”, sentencia del 23 de mayo de 2007).

Como ha afirmado Feuerbach “el derecho de gracia podrá ser puesto en duda por la Filosofía pero no por el derecho positivo, porque en todos los estados pertenece por disposición constitucional al ‘soberano'” (citado por Erwin Rosenbusch, Fundamento Histórico y Jurídico del Indulto y la Conmutación de Penas, en Boletín de la Biblioteca del Congreso Nacional, encargado Dr. Segundo V. Linares Quintana, nros. 11-12, Buenos Aires, 1936, pág. 838). En efecto, la mayor parte de las constituciones del mundo -si bien en distinta medida- lo prevén.

45) Que son muchas las legislaciones en las que no se ha hecho distinción alguna con base en la calidad del delito indultado. Así puede verse, por ejemplo, en la Constitución de los Estados cuya previsión es una clara fuente de nuestra cláusula constitucional en tanto “(s)ustituyendo ‘indultar o conmutar las penas’ por ‘conceder suspensión de castigos y perdones’ y ‘jurisdicción federal’ por los ‘Estados Unidos’, las cláusulas de una y otra constitución resultan idénticas” (Fallos: 315:2421 in re “Aquino”, voto del juez Fayt).

Sobre la cuestión, la Suprema Corte de los Estados Unidos ha afirmado en un antiguo precedente que “(l)a Constitución estipula que el Presidente ‘tendrá la facultad de suspender la ejecución de las sentencias y conceder indultos por delitos contra los Estados Unidos, excepto en casos de juicio político’…(e)sta lengua es llana. ‘Delitos’, significa ‘todos los delitos’; y entonces la excepción expresa de casos de juicio político es una repetición de la misma idea (…) La facultad que se confiere es ilimitada, con la excepción indicada. Se extiende a cada delito conocido por la ley, y puede ser ejercitada en cualquier momento después de su comisión, ya sea antes de que los procesos jurídicos sean iniciados, o durante su estado pendiente, o después de la condena y del juicio. Esta facultad del presidente no está sujeta a control legislativo. El Congreso no puede ni limitar el efecto de su indulto, ni excluir de su ejercicio a cualquier clase de delincuentes. La prerrogativa benigna de la misericordia que descansa en él no puede ser limitada por cualquier restricción legislativa” (ex parte Garland, 71 U.S. 333 [1866], …; ver también ex parte Grossman, 267 U.S. 87 [1925] y Campbell Black H., Handbook of American Constitucional Law, St. Paul, Minn. West Publishing Company, 1927, pág. 129).

En el mismo sentido, se ha explicitado que la “única limitación establecida al poder presidencial de indultar es que no se aplica a los casos de juicio político, impidiendo al presidente desvirtuar el efecto de dicho castigo legislativo” (Pritchett, op. cit., pág. 435; similar en Kent, James, y Mexia J.C., Comentarios a la Constitución de los Estados Unidos de América, vol. 3, Oxford University Press, México D.F, 1999, pág. 61 s.). Se ha enfatizado que fuera de la excepción mencionada “el poder de perdonar es completo y se aplica incluso a los delitos más graves” (Joseph Story, Comentario Abreviado a la Constitución de Estados Unidos de América, vol. 6, Oxford University Press, México D.F., 1999, pág. 217; …) o, lo que es lo mismo, a “todo delito legalmente conocido” (Rosenbusch, op. cit., pág. 854). En igual sentido, se ha señalado que vista la “ausencia de toda limitación respecto a penas que puedan indultarse -salvo las impuestas por acusación nacida de representaciones parlamentarias- cabe afirmar que toda pena penal susceptible de ejecución puede ser remitida”, por el contrario “antiguamente existía una cantidad de delitos que no eran susceptibles de gracia. Légoux cita los siguientes: crímenes de lesa majestad, incesto, violación, sacrilegio, adulterio, envenenamiento, homicidio, parricidio, falsificación de moneda y reincidencia” (Rosenbusch, op. cit., pág. 860).

46) Que también en la Constitución Nacional la única excepción prevista en el art. 99 inc. 5° la constituyen “los casos de acusación por la Cámara de Diputados” (sobre la cuestión ver voto del juez Fayt in re “Aquino”). A partir de la reforma constitucional de 1994 se excluye también para el futuro la imposibilidad de indultar a aquellos que interrumpan la observancia de la Constitución Nacional por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático (art. 36 de la Constitución Nacional). No hay otra distinción con base en la categoría de los delitos imputados que provenga de nuestra Ley Fundamental, ni aun con posterioridad a la reforma de 1994. Por lo demás, es claro que cualquier excepción a una cláusula constitucional como la que prevé el instituto del indulto sólo puede tener igual rango a los fines de su aplicación armónica, descartándose claramente la creación de una excepción pretoriana. Ante la necesidad de incorporar una nueva excepción dicho mecanismo fue claramente respetado en tanto provino de la voluntad constituyente reformadora (art. 36 de la Constitución Nacional).

Este temperamento también ha sido adoptado por distintas constituciones latinoamericanas, que han establecido expresamente las más variadas excepciones al instituto del indulto. A modo de ejemplo, puede mencionarse el art. 5.XLIII de la Constitución de la República Federativa de Brasil que prevé que no son susceptibles de indulto la práctica de la tortura, el tráfico ilícito de estupefacientes y drogas afines, el terrorismo y los definidos como delitos repugnantes, respondiendo de ellos los incitadores, los ejecutores y los que pudiendo evitarlos se abstuvieran; del mismo modo la Constitución Política de la República del Ecuador establece que los delitos de genocidio, tortura, desaparición forzada de personas, secuestro y homicidio por razones políticas o de conciencia no serán susceptibles de indulto (art. 23.2); también corresponde mencionar a la Constitución de Venezuela que en su art. 29 estipula que las violaciones de derechos humanos y los delitos de lesa humanidad quedan excluidos de los beneficios que puedan conllevar su impunidad, incluidos el indulto y la amnistía.

Por el contrario, en nuestra Constitución no se ha establecido cláusula alguna equivalente a las mencionadas.

47) Que, empero, otro de los argumentos utilizados para considerar que resulta inválido el indulto en los casos de crímenes de lesa humanidad, es el de la posterior evolución de los derechos humanos en el derecho internacional.

Esta fundamentación también resulta aparente, toda vez que a poco que se observa dicho avance tampoco aparece demostrado que la posibilidad de perdón se encuentre reñida con aquello que pueda caracterizarse como crimen de lesa humanidad. Tan así es que, en plena evolución del derecho de los derechos humanos, se han decretado tales medidas respecto de personas que se encontraban detenidas por delitos de esa laya. Es el caso, por ejemplo, de los criminales nazis von Neurath -condenado a quince años de prisión por conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad- quien fue perdonado en el año 1954, Erich Räder -condenado a prisión perpetua por conspiración, crímenes contra la paz y crímenes de guerra-, liberado en el año 1955 y Walter Funk -condenado a prisión perpetua por crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad-, liberado en el año 1957 (www.kriegverbrecherprozesse.nuernberg.de/urteile). Dicha gracia fue el producto de las negociaciones que mantuvieron el entonces canciller alemán Konrad Adenauer con el ministro de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos Dulles en Washington el 7 de abril de 1953 (sobre la cuestión ver www.17juni53.de). También 14 criminales de guerra japoneses, condenados por el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente -juicios de Tokio- fueron indultados entre 1950 y 1955 (sobre la cuestión puede verse http://es.wikipedia.org/wiki/Juicios_de-Tokio); por último, el presidente de la ex Checolovaquia Antonin Zapotocky indultó a cuatro criminales de guerra nazi -entre ellos Max Rostock y Ernst Hitzegrad- en el año 1953, quienes fueron empleados como espías durante la guerra fría (www.radio.cz).

Asimismo, si se examinan los mencionados estatutos de los tribunales que juzgan crímenes de lesa humanidad cometidos en la ex Yugoslavia y en Ruanda -claros legados del Tribunal de Nüremberg-, tampoco se advierte incompatibilidad alguna entre la actuación de estos tribunales y la viabilidad de un indulto. En efecto, en su art. 27 el Estatuto del Tribunal Internacional para Ruanda prevé la posibilidad de que el condenado pueda beneficiarse de un indulto o de una conmutación de pena en virtud de las leyes del Estado en la cual está preso, indulto que puede ser otorgado si el presidente del tribunal de acuerdo con los jueces así lo decide según los intereses de la justicia y sobre la base de los principios generales del derecho. Idéntico texto contiene el art. 28 del Estatuto del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia (resolución 827, 25 de mayo de 1993).

Tampoco se descarta la evaluación de esta contingencia en la propia tarea de la Corte Penal Internacional. En efecto, tal como indica Blumenson dicho Tribunal tendrá que “definir el alcance apropiado y los límites necesarios de la diversidad en los métodos estatales de responsabilidad. Nadie ha podido establecer, de manera precisa, el punto en el que la diversidad moral legítima termina, y comienzan los imperativos morales universales, pero ésta es una cuestión central de nuestros tiempos e inevitables para la corte” (op. cit., pág. 22).

Como puede concluirse, a nivel internacional, no existe una contradicción intrínseca entre la comisión de delitos de lesa humanidad y la posibilidad de indultar.

48) Que, como se señaló ut supra, la protección de las víctimas postulada en los tratados internacionales no implica necesariamente la obligación de persecución penal. De igual modo, Blumenson sostiene que “(n)o hay duda de que la obligación del Estado de negar el acto criminal debe estar unida al repudio del perpetrador. Pero no es obvio que la condena y el encarcelamiento sean siempre necesarios para el logro de dicho fin” (op. cit., pág. 10 s.).

Por lo demás, y en concordancia con lo antedicho, tampoco resultaría atinada la afirmación del a quo según la cual “la impunidad de los criminales niega a las víctimas su derecho a saber”. Se trata de un argumento, ciertamente, pretencioso. En este sentido, no debe desconocerse que un vasto sector doctrinario entiende, por el contrario, que medidas que impliquen la imposibilidad del castigo penal no merecen objeciones si se acompañan con el respeto del derecho de las víctimas a una compensación y a la verdad, en tanto, “una preocupación constante por los derechos humanos justifica, a veces, mirar más allá de la persecución penal, para poner la atención sobre otras alternativas posibles [;] no se puede asumir que la confianza uniforme en la persecución y en el castigo fomentará siempre, de la mejor forma posible, la causa de los derechos humanos” (Blumenson, op. cit. pág. 21).

En efecto, no sólo en virtud del carácter fragmentario del derecho penal sino también con base en un enfoque utilitario respecto de la mejor manera de proteger los derechos humanos, se arriba a esta conclusión. Como alternativa no penal y al mismo tiempo significando un claro avance en la protección de los derechos humanos, cabe mencionar, a modo de ejemplo, a la Comisión Sudafricana de la Verdad y la Reconciliación. Al respecto, el propio Nelson Mandela concluyó que no había ninguna posibilidad de que la verdad de la historia de su nación fuera confrontada y reconciliada sin amnistías para los criminales aferrados al poder (citado por John Braithwaite, Entre la Proporcionalidad y la Impunidad, RegNet, Universidad Nacional Australiana, Presentación Premio Sutherland al encuentro de la Sociedad Americana de Criminología, Nashville, noviembre de 2004; en www.utdt.edu, Revista Argentina de Teoría Jurídica, Universidad Torcuato di Tella, vol. 7, marzo 2006, pág. 4).

Como puede observarse esta visión se encuentra en las antípodas de la tesis del castigo penal como única alternativa al “derecho a la verdad”, por cuanto hay quienes con argumentos de peso consideran que los procesos restaurativos “abren mejores posibilidades para descubrir la verdad que los juicios penales” (Braithwaite, op. cit., loc. cit.). Tampoco, entonces, aquel argumento resulta aceptable.

49) Que, entonces, el derecho de las víctimas a la verdad -previsto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos- puede asegurarse sin necesidad de violentar las garantías del imputado sometido a proceso. Lo dicho tampoco resulta novedoso en tanto este derecho fue defendido enérgicamente in re “Suárez Mason” -disidencia del juez Fayt- (Fallos: 321:2031). En esa oportunidad se consideró -de acuerdo con el planteo formulado por las víctimas- que no estando en juego la garantía de ne bis in idem, el a quo no podía sustraerse de realizar los llamados “juicios de la verdad”, lo que constituía una indelegable función del Poder Judicial en la custodia de los derechos constitucionales.

50) Que establecido, entonces, que no hay norma alguna en nuestro sistema constitucional que permita realizar un tratamiento diferente del instituto del indulto si éste recayera sobre delitos de lesa humanidad y que tal conclusión no resultaría en pugna con el “derecho de las víctimas a saber”, corresponde señalarse que tampoco el argumento del señor Procurador General según el cual los indultos resultarían inconstitucionales ab initio por aplicación del art. 29 de la Constitución Nacional puede ser compartido.

Cabe recordar que conforme su opinión al dictaminar en el caso “Simón” -la que aquí traslada-, el art. 29 de la Constitución Nacional “impide todo acto de (…) perdón (…) de los delitos que suponen la concesión o arrogación de la suma del poder público”. El Poder Ejecutivo, entonces, no habría tenido competencia para perdonar delitos por los que “la vida, el honor, las fortunas de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna”.

51) Que el art. 29 de la Constitución Nacional establece que el Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria. Cabe recordar que las facultades extraordinarias contemplan el ejercicio de funciones judiciales y la suma del poder público el uso y concentración de todo el poder.

En cuanto a la posición sentada en el caso “Simón” -disidencia del juez Fayt-, resulta necesario recordar que como principal argumento a fin de confutar la postura asumida por el señor Procurador General, se señaló que el texto del art. 29 sólo prohíbe la concesión por parte del Congreso al Ejecutivo Nacional y por parte de las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia de facultades extraordinarias, suma del poder público, de sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos quedan a merced de gobiernos o persona alguna. Recién como argumento subsidiario se afirmó que aun cuando desde otra postura se considerara que el ejercicio mismo de ese máximo poder concedido fuera también prohibido por la norma (primera extensión en el razonamiento) y que, a su vez este ejercicio pudiera ser detentado no por quien ya ocupaba el Poder Ejecutivo hasta entonces, sino por un usurpador militar (segunda extensión), en todo caso, tal proscripción jamás podría ampliarse a quienes cometieron delitos en el marco de un sistema ideado por esos usurpadores (tercera extensión del principio). El señor Procurador General omite en su actual dictamen considerar la argumentación principal que contenía la disidencia mencionada, concentrándose -aunque de manera inadecuada en el argumento subsidiario- resultando así su razonamiento, cuanto menos, fragmentado.

52) Que, además, el titular del Ministerio Público insiste en considerar que no desde un punto de vista lógico, pero si desde un punto de vista axiológico o sistema de valores el centro de gravedad del anatema del art. 29 de la Constitución Nacional está constituido en forma indistinta por la concesión del poder absoluto y por el propio avasallamiento de la vida, el honor y la fortuna de los argentinos.

Sin embargo lo único que indica el texto señalado es que el delito no se produce con la concesión “per se, sino que, además de su concurrencia en concesiones en plural, la parte final del artículo impone la presencia ineludible de un propósito específico con respecto a todos los enunciados anteriores: ‘por los que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de algún gobierno o persona alguna'” (Julio A. Decoud, Concesión de facultades extraordinarias y poderes omnímodos, LA LEY, 81-811; …). Como se ha señalado doctrinariamente, los dos pilares deben estar juntos, en tanto es la delegación la que produce el avasallamiento.

La posición propiciada por el señor Procurador General es precisamente desde un punto de vista axiológico insostenible (tal como se pretendió propiciar en el precedente “Simón” (disidencia del juez Fayt). En primer lugar, porque como se dijo, el hecho de que sólo se haya fulminado con nulidad la concesión de las facultades extraordinarias o de la suma del poder público por parte del legislador tiene su origen en una posición fundada netamente en valores, conforme los cuales no se puede establecer una relación de más a menos, ni con el ejercicio de la suma del poder público ni con la comisión de delitos en el marco del plan ideado por quienes ejercieron ese poder.

Al respecto, cabe recordar que son argumentos a fortiori, aquellos según los cuales, de existir una norma que establece un efecto jurídico para un sujeto o clase de sujetos, se debe entender que el mismo efecto normativo debe predicarse respecto de otro sujeto o sujetos que se encuentren en una situación tal por virtud de la cual merezcan con mayor razón el mencionado efecto jurídico (allí se ubican los argumentos a maiore ad minus).

Sin embargo ese “merecimiento” que con “mayor razón” se atribuiría, para el señor Procurador, a aquellos que cometieron delitos en el marco de un plan elaborado por quienes -usurpando- ejercieron la suma del poder público -merecimiento que sólo podría derivarse de un criterio valorativo-, no se condice ni con el origen histórico, ni con el contenido del art. 29 de la Constitución Nacional.

Por el contrario, el núcleo del anatema de esa cláusula está conformado por la traición de los representantes -como ut infra se detallará- y quienes cometieron delitos dentro de una estructura comandada por quienes ejercieron la suma del poder público no pueden considerarse, entonces, desde un punto de vista valorativo comprendidos en la norma. Hay quienes estiman, incluso, que la “traición” prevista en el art. 29 es todavía más grave que la definida en el actual art. 119 “traición a la patria” (conf. R. Bielsa, Derecho Constitucional, ed. Depalma, Buenos Aires, 1959, pág. 766).

En virtud de los valores comprendidos en la norma, podría pensarse en una relación de más a menos si, por ejemplo, sólo la cámara de diputados -y no todo el Congreso- concediera la suma del poder público porque allí sí desde un punto de vista axiológico, se seguiría fulminando de nulidad los actos de aquéllos que debiendo representar han traicionado a su pueblo, no así en el caso de las dictaduras militares por cruentas que hayan sido. Prueba de ello fue la necesidad de incorporar en la reforma constitucional de 1994 el actual art. 36 de la Constitución Nacional respecto de quienes interrumpieren la observancia del orden constitucional, al que se hará referencia ut infra.

En suma, no puede afirmarse como pretende el señor Procurador -incurriendo en artificiosas interpretaciones acerca del objeto de protección del art. 29 de la Constitución Nacional- que el centro de gravedad de la prohibición sea, o bien la concesión de facultades extraordinarias o bien el “avasallamiento” -al margen de esa concesión- de los derechos fundamentales del pueblo. Tampoco puede sostenerse que esto sea coherente desde un punto de vista valorativo, por cuanto lo único que tuvo el constituyente en mira -en virtud de la experiencia histórica que luego se detallará- es que quienes habían sido investidos para proteger los derechos fundamentales traicionaron a su pueblo y los entregaron en manos de otros. Al respecto, si se repara en la última frase de la cláusula: “pena de los infames traidores a la Patria”, esta referencia a la traición obliga a advertir que no es el ejercicio de la suma del poder público en sí mismo, sino el acto de deslealtad por el que se crea ese poder lo único que puede penarse. Se castiga así a los legisladores que frustraron la confianza de sus representados al subvertir el sistema que garantizaba el derecho a la vida y a la propiedad de acuerdo al cual los primeros fueron instituidos por elección de los últimos, exponiéndolos a las arbitrariedades de un sistema que sólo pudo crearse sobre la base del primero.

Sintetizando, en el art. 29 de la Constitución Nacional la alusión a la vulneración de la vida, el honor y la fortuna de los argentinos se relaciona, sin lugar a dudas, con el perjurio que significa que, precisamente, quienes son llamados a proteger al pueblo en virtud del contrato social sean quienes los hayan colocado a merced de otro, gracias al poder que el mismo pueblo les otorgó. En cambio, el avasallamiento de los derechos fundamentales que no proviniera de la concesión mencionada, encuentra su debida protección en las normas penales respectivas (el motivo de técnica jurídica por el cual la concesión tuvo que ser prevista por un tipo penal constitucional se detallará ut infra).

Por lo demás, desde un punto de vista axiológico es perfectamente sustentable que las conductas de quienes traicionaron la elección popular sean pasibles de determinados efectos jurídicos y las de otros sujetos que no cumplieron esas condiciones no lo sean (sin perjuicio de que a partir de la reforma constitucional de 1994, en virtud de nuestra experiencia histórica -y teniendo en cuenta la protección de otros valores-, quienes interrumpieren en el futuro la observancia de la Constitución Nacional por actos de fuerza, tampoco podrán ser indultados, art. 36 de la Constitución Nacional). A su vez, nada afirma esa norma con respecto a la comisión de delitos más allá de esos actos de fuerza.

53) Que como fundamento de lo dicho hasta aquí resulta necesario, en primer lugar, realizar algunas aclaraciones con respecto al texto del art. 29 de la Constitución Nacional, cuyo origen y contenido fue definido “como doctrina nacional impuesta por la experiencia histórica local” (Seco Villalba José Armando, Fuentes de la Constitución Argentina, ed. Depalma, 1943, pág. 161). Se ha dicho sobre este artículo -según la expresión difundida- que fue escrito con la sangre de dos generaciones, circunstancias históricas que le otorgan una singularidad especialísima dentro de nuestra doctrina constitucional (ver disidencia del juez Fayt en el caso “Simón” con cita de Fallos: 234:250).

54) Que la experiencia histórica ha demostrado que quienes debieron representar al pueblo traicionaron ese deber en numerosas oportunidades. El art. 29 de la Constitución Nacional “traduce bien la existencia de este ultimo peligro, que nuestra historia documenta con una experiencia dolorosa” (Fallos: 191:270 in re “Amador Spagnol”). Se ha dicho al respecto que “la historia patria -que conoció la experiencia triste y abundante de las facultades extraordinarias asumidas por los ejecutivos y de las legislaturas que abdicaron de sus prerrogativas en aras del discrecionalismo del gobierno personalista- explica cabalmente la existencia de un precepto que, si bien puede resultar chocante en el ambiente sereno del gabinete del constitucionalista, reconoce raíces hondas y seculares en la práctica política de América Hispana” (S. Linares Quintana, Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional Argentino y Comparado, t. V, ed. Alfa, 1956, pág. 429; …).

Como antecedentes históricos que dan cuenta de que quienes debiendo representar al pueblo en su tarea legislativa lo traicionaron, puede observarse un primer precedente en las “facultades extraordinarias otorgadas” por la Asamblea General -cuerpo legislativo- el 8 de septiembre de 1813 al Segundo Triunvirato (ver Asambleas Constituyentes Argentinas, publicación coordinada y anotada por E. Ravignani, Buenos Aires, 1937, t. I, pág. 71 s.). Luego, el 15 de noviembre de 1813 en el Reglamento de Suspensión de Sesiones de la Asamblea General Constituyente se expresó que el Supremo Poder Ejecutivo quedaba “autorizado con las mismas facultades extraordinarias que se le confirieron por el Soberano Decreto del 8 de septiembre último” (Ravignani, op. cit., pág. 79 s.). El 17 de febrero de 1820 la Junta de Representantes le otorgó a Manuel de Sarratea amplias facultades -aunque sin el calificativo de extraordinarias- como gobernador de la Provincia de Buenos Aires (Mendez Calzada, La función judicial de las primeras épocas de la independencia, Buenos Aires, 1944, pág. 359). Luego, el 6 de octubre de 1820, la Junta de Representantes de Buenos Aires otorgó al gobernador Martín Rodriguez “el lleno de facultades y la mayor amplitud de ellas que sea necesario al logro de la única y suprema ley de los Estados” (Ravignani, op. cit., tomo VI, Buenos Aires, 1937, pág. 1079 y Méndez Calzada, op. cit., pág. 359). La misma junta aclaró al día siguiente que las facultades concedidas al gobernador lo autorizaban a “proceder al juicio de los reos, e imposición de las penas por los medios que lo cercioren del delito y delincuente sin detenerse en la lentitud y trabas de las fórmulas ordinarias, por exigirlo así la supremacía de la salud pública de esta benemérita ciudad y provincia” (Méndez Calzada, op. cit., pág. 367). El 24 de junio de 1829 se las concedieron al General Viamonte, cuyo nombramiento fue el producto del acuerdo celebrado entre los generales Lavalle y Rosas (v. Decoud, op. cit., pág. 806).

Por último una ley sancionada por la Junta de Representantes el 6 de diciembre de 1829 dispuso que “serán deberes muy especiales del que resulte nombrado (gobernador y capitán general de la provincia) [y] para los objetos expresados en el artículo anterior, se le reviste de las facultades extraordinarias que juzgue necesarias hasta la reunión de la próxima Legis[la]tura, a la que dará cuenta del uso que haya hecho de esta especial autorización”. Se trataba de Juan Manuel de Rosas (Ravignani, op. cit., tomo VI, pág. 1080). Una nueva ley, robusteció esas facultades extraordinarias, fue la del 2 de agosto de 1830 en la que se estableció que “se autoriza al gobierno con toda la plenitud de las facultades extraordinarias, para que haciendo uso de ellas, según le dicten su ciencia y conciencia, tome todas las medidas que considere conducentes a salvar la provincia” (Ravignani, op. cit., pág. 1084). En una nueva ley del 7 de marzo de 1835 la Legislatura de Buenos Aires dispuso: “se deposita toda la suma del poder público de la provincia en la persona del brigadier general D. Juan Manuel de Rosas”, quien gobernó, entonces, en su primer mandato con facultades extraordinarias y hasta el 3 de febrero de 1852 con la suma del poder público (Méndez Calzada, op. cit., pág. 359; ver también la nota de Rosas a la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires aceptando la suma del poder público en la que señala que “no pudiendo resignarse en ningún caso con la idea de que la Provincia carezca de esta H. Representación, espera de los Sres. Representantes, que aun cuando tengan a bien cerrar la Legislatura, y a la vez suspender sus sesiones, harán que continúe la H. Sala” (Ravignani, op. cit. 1090). La Junta de Representantes sancionó el 20 de septiembre de 1851 otra ley estableciendo que “todos los fondos de la Provincia, las fortunas, vida, fama y porvenir de los Representantes de ella y de sus comitentes, quedan sin limitación ni reserva a disposición de S.E.” (Decoud, op. cit. pág. 805; repárese en el parecido con el texto de la prohibición contenida en el art. 29 de la Constitución Nacional).

Entre los muchos casos de otorgamientos de facultades ilimitadas a los gobernantes provinciales que registra nuestra historia política merece citarse la resolución de la Cámara de Representantes de Corrientes del 5 de septiembre de 1831 por la que se le concedió facultades ilimitadas al gobernador de la provincia (Ravignani, op. cit., pág. 1084). Dicha situación dio lugar a la primera reacción legislativa como se detallará ut infra.

55) Que como antecedentes del art. 29 de la Constitución Nacional puede enumerarse el Proyecto de Constitución para la Provincia de Buenos Aires de diciembre de 1833, que en su art. 170 establecía: “(j)amás podrá en la provincia el Poder Ejecutivo ser investido con facultades extraordinarias, para disponer de las vidas ni fortunas de los particulares, ni trastornar el orden y forma de la administración establecidos por las leyes”. Sin embargo la primera norma vigente en contra de la concesión de facultades extraordinarias y suma del poder público fue sancionada en la Provincia de Corrientes por el Congreso General Constituyente de la provincia el 16 de diciembre de 1840 (pocos años después de la batalla de Pago Largo, en la que fue vencido y muerto su gobernador Berón de Astrada). En la cláusula mencionada se destacó que “los representantes de una sociedad no tienen más derechos que los miembros que la componen; y aquéllos no pueden disponer de la vida y libertad, derechos inalienables del hombre” (ver J. Rubianes, Las facultades extraordinarias y la suma del poder público, Revista Argentina de Ciencias Políticas, t. 12, 1916, pág. 448 s.; …).

En la Sesión 36° del Congreso General Constituyente de 1852-1854, ocurrida el 18 de abril de 1853, el Proyecto de Constitución presentado por la Comisión de Negocios Constitucionales, textualmente indicaba que “(n)uestra situación es dolorosa por retrógrada. Es preciso que la práctica del régimen constitucional a que aspiramos, dé, cuando menos para nuestros sucesores, seguridad a la vida y propiedades, medios de trabajo, precio a nuestras tierras y productos, y facilidades para comerciar con los pueblos extranjeros de cuyos artefactos y ciencias carecemos. Por eso la comisión, ahogando el rubor en sacrificio a la verdad, y en previsión de males ya sufridos, ha anatematizado la confiscación, los tormentos bárbaros y extravagantes inventados por la guerra civil, y la cobarde adulación de los que quisieron afear más la tiranía con esas prerrogativas llamadas facultades extraordinarias y suma de poder público, hijas del miedo y de la codicia sórdida, que se despiertan cuando la dignidad civil se relaja y los medios honestos de existencia escasean por culpa de la perversidad e ignorancia de los que mandan” (ver Convención Nacional de 1898 – Antecedentes: Congreso Constituyente de 1853, Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco, 1898, pág. 265 s.). El punto se discutió en el Congreso General Constituyente en la sesión del 25 de abril de 1853 (Sesión 43), como luego se detallará.

56) Que, como se afirmó, es ese contexto histórico el que explica, en principio, que la inserción de una disposición constitucional que podría aparecer como innecesaria desde un punto de vista técnico-jurídico -tal como luego sucedió con el art. 36 de la Constitución Nacional- resulte comprensible (Linares Quintana afirma que “podría parecer superflua…[pero] tiene una elocuente e irrefutable explicación histórica”, op. cit., pág. 428). En ese sentido, Estrada ya había señalado que a “primera vista pudiera pensarse, que este artículo es ocioso. Todos los poderes investidos con la autoridad son delegados; los delegados no pueden transferir la delegación” (J. M. Estrada, Curso de Derecho Constitucional, Tomo II, ed. Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco, Buenos Aires, 1902, pág. 34).

Como puede apreciarse, históricamente, siempre se ha discutido sobre aquellos poderes delegados que a su vez se delegaban arbitrariamente y no sobre los usurpados. Así se ha afirmado que “(u) na Constitución como la nuestra -que instituye el Estado constitucional o de derecho sobre la base de la división y el control recíproco de los poderes y la estricta limitación de las respectivas órbitas funcionales de cada uno de ellos con miras a la garantía de la libertad humana- no necesitaba incluir una cláusula prohibitiva de facultades extraordinarias que -en cuanto comportan el rebasamiento de las fronteras constitucionales que marcan los cauces dentro de los cuales los órganos de poder han de ejercer sus funciones específicas- constituyen la antítesis del régimen constitucional” (Linares Quintana, op. cit., pág. 428 s.).

57) Que, en efecto, se trata de un tipo penal constitucional, cuyo sujeto activo sólo puede ser un miembro del Poder Legislativo Nacional o de las legislaturas provinciales (ver también Decoud, op. cit., pág. 811). El texto del artículo es en ese sentido claro. Más elocuentes resultan aun las palabras del constituyente: “los únicos que p[ueden] conceder las facultades extraordinarias, otorgar sumisiones e incurrir en la pena de los infames traidores a la patria [son] los diputados del Congreso o de la legislatura provincial” (conf. constituyente Zavalía, debate de la Asamblea General Constituyente, sesión del 25 de abril de 1853; …- (ver disidencia del juez Fayt en “Simón”).

Sólo los legisladores, como se dijo, pueden ser los sujetos activos de este delito porque justamente lo que se castiga es la traición de aquellos que fueron elegidos como representantes del pueblo y que -apartándose de ese mandato- conceden la suma del poder público. Para traicionar es necesario quebrantar un deber de lealtad y este fue el examen que, desde el punto de vista axiológico, se desarrolló en la disidencia mencionada.

En este sentido ya manifestaba John Locke que los individuos entran en la sociedad política con el fin de preservar sus vidas, sus libertades y sus fortunas. El gran instrumento para conseguirlos son las leyes establecidas en esa sociedad. Si la actuación de la legislatura ha sido contraria a la confianza que se depositó en ella emprendiendo acciones tales como quitarles propiedades o reducirlos a la esclavitud, siendo los legisladores tan insensatos o tan malvados como para planear y llevar a cabo proyectos colocando en manos de cualquier persona el poder absoluto sobre las vidas, libertad y propiedad de sus representados, renuncian así al poder que el pueblo había puesto en sus manos con la finalidad contraria. Por ello, siempre que el fin en cuestión sea manifiestamente olvidado o antagonizado resultará necesario retirar la confianza que se había puesto en quienes tenían la misión de cumplirlo y a cuyas decisiones el pueblo había dado su aquiescencia. Por cuanto habiendo sido establecidos para la protección y preservación del pueblo, de sus libertades y de sus propiedades se ponen a sí mismos en un estado de guerra contra quienes les habían nombrado protectores y guardianes de su paz (conf. Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Alianza Editorial, trad. Carlos Mellizo, Madrid, ed. 1990; págs. 140, 144, 154, 155 y 218).

En efecto, según esta concepción, el contrato social tiene por objeto proteger el derecho a la vida y a la propiedad y la condición básica para someterse al poder político es la preservación de estos derechos. El legislador traiciona a los contratantes cuando somete a los últimos a la arbitrariedad de un tercero en violación de las condiciones del contrato. Este legislador -a diferencia del rebelde- no ejecuta por sí ningún hecho de fuerza que suprima los derechos de los signatarios, pero traiciona la confianza que es la que aseguraba la supervivencia del contrato social. La gravedad radica en que quien tiene competencia para legislar viola la confianza de los contratantes. Esta idea es la que está presente -puede concluirse por sus textos- en los antecedentes del art. 29. El mismo criterio surge del propio art. 29 que impone la pena de los traidores a quienes gozando de la confianza popular delegan potestades y competencias en manos de un individuo o un reducido grupo de individuos de modo tal que detente la suma del poder público y avasalle los derechos fundamentales de sus representados, modificando desde adentro el sistema institucional del cual surgen sus potestades.

Esta idea estaba claramente presente en el constituyente, tal como puede concluirse a poco que se examinan las observaciones del convencional Zapata: “la norma de sus procedimientos [la de los diputados] era la Carta Constitucional y […] no podían echarla por tierra destruyendo sus bases fundamentales para entregar maniatados a los Pueblos que les envían a garantir sus derechos y afianzar sus libertades” (ver Ravignani, op. cit., t. IV, p. 516; J.M. Estrada, op. cit. t. III, pág. 211; …).

En el caso “Alejandro Leloir” in re “Juan Domingo Perón y otros”, el juez nacional en lo penal especial subrayó en el mismo sentido que “(s)e ha previsto que la ciudadanía reaccionase contra sus malos representantes, pero no se previó que un fraude electoral podría hacer ilusorio el cambio de las mayorías” (Fallos: 234:250; …). Se trató de un verdadero leading case, en el que varios ex diputados fueron acusados por infracción al art. 227 del Código Penal (art. 29 de la Constitución Nacional) por “haber concedido al Poder Ejecutivo anterior facultades extraordinarias”. En dicha oportunidad la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Comercial y Penal Especial y en lo Contenciosoadministrativo destacó que se denunciaba “a los representantes del pueblo, en ejercicio del mandato recibido, por haber violado la prohibición de la Constitución”, concediendo facultades extraordinarias (sentencia del 28 de diciembre de 1955, publ. en Fallos: 234:250; …).

Corresponde aquí aclarar que no se trata de la traición contra la Nación que consiste “únicamente” en tomar las armas contra ella o en unirse a sus enemigos prestándole ayuda y socorro (art. 119 de la Constitución Nacional; sobre la cuestión ver Rodolfo Moreno [hijo], El Código Penal y sus antecedentes, tomo VI, H. A. Tomassi editor, Buenos Aires, 1923, pág. 93), sino, como ya se señaló, de la traición en el sentido de deslealtad de los legisladores contra sus representados. Como indica Silva Riestra la palabra traición proviene de “traditio” derivado de “tradere”, entregar. Con cita de Pacheco agrega que naturalmente “lleva consigo la idea de una entrega, de una deslealtad, de un quebrantamiento de fe y de confianza” (Silva Riestra Juan, Concepto jurídico de la traición, Folletos n° 71, ed. La técnica impresora, Buenos Aires, 1956, pág. 5). Agrega que “(l)a traición del art. 29 es precisamente lo contrario [de la rebelión]: no un acto de alzamiento contra las autoridades, no un levantamiento contra el que manda, sino la concesión de atribuciones que acrecienta monstruosamente las facultades o poderes para que ese que manda pueda disponer de la vida, el honor, la fortuna con la suma del poder público” (op. cit., pág. 6). El de los legisladores de la Nación o de las provincias es un poder que “se desvía para convertirse en colaborador del absolutismo y de la opresión” (op. cit., loc. cit.).

El bien jurídico protegido es la confianza que los electores depositan en sus representantes. De ahí la necesidad del constituyente de revestir de suficiente coacción la exigencia del acatamiento que deben los poderes políticos al orden constitucional y a la soberanía del pueblo (dictamen del señor Procurador General Sebastián Soler en Fallos: 234: 250, …; citado en la disidencia del juez Fayt in re “Simón”). En efecto, “(l)uego de una nefasta e ignominiosa tiranía vencida poco antes, establecieron los constituyentes sanciones tremendas contra los traidores a la Patria que lo son todos aquellos que en función legislativa dan al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias y la suma del poder público” (R. Bielsa, Derecho Constitucional, ed. Depalma, 1954, pág. 57 s.; …). Tal es lo que sucedió durante el gobierno de Rosas, mientras la Sala de Representantes “continuaba ocupándose de asuntos inocuos” (Agustín de Vedia, Constitución Argentina, ed. Coni Hermanos, 1907, pág. 128).

En tales condiciones, resulta indudable que desde un punto de vista axiológico, puede considerarse como de mayor gravedad, la conducta de quienes debiendo representar son desleales con sus comitentes.

58) Que más allá de las cuestiones histórico-valorativas, también desde un punto de vista técnico, resulta incontrastable que los sujetos activos del tipo sólo pueden ser los legisladores, toda vez que sólo respecto de ellos resulta imprescindible que la tipificación tenga rango constitucional. En efecto, prueba de que sólo a los legisladores está dirigida la prohibición es precisamente su inserción constitucional. Así lo afirmó el entonces Procurador General Soler en Fallos: 234:16 en el caso “Juan Carlos García y otros in re Juan Domingo Perón y otros” cuando señaló que “(d)e no haberse previsto en la Carta Fundamental el supuesto de su artículo [29], no habría podido la legislación, sin allanar los fueros parlamentarios, calificar penalmente la prohibición que contiene este precepto, cuya incorporación constitucional es el único fundamento jurídico de su validez represiva”, por ello “(h)a sido, pues necesario que el poder constituyente insertara una cláusula como la que me ocupa para revestir de suficiente coacción la exigencia del acatamiento que deben los poderes políticos al orden constitucional y a la soberanía del pueblo…(s)e trata en la especie de un delito que sólo puede cometerse en el desempeño de un poder político, que afecta la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno, y que deriva de una disposición constitucional”; en efecto “el verdadero sentido del artículo [29] es el de consagrar una limitación a las atribuciones de los poderes políticos, y el de considerar el exceso a los límites impuestos como una grave trasgresión a cuyos autores estigmatiza con infamia” (doctrina que reitera en Fallos: 234:250; y citada in re “Simón”, disidencia del juez Fayt).

En efecto, el anatema tuvo que tener la misma jerarquía para funcionar como excepción a las inmunidades parlamentarias. Por ello, el entonces Procurador General agregó en su dictamen que el art. 29 es “el supuesto de excepción, especificado por una norma de idéntica jerarquía que la que establece la regla, y por ello dentro de la excepción la inmunidad no juega. No sólo porque la carta fundamental no la reconoce para el caso de extralimitación al privilegio, sino también por cuanto el exceso está fulminantemente condenado por la misma Constitución”. En ese mismo precedente esta Corte afirmó que “(l)a sola lectura de este enérgico texto constitucional permite afirmar, sin hesitaciones, que la tremenda responsabilidad que arroja sobre los legisladores que incurren en la prohibición del artículo no puede quedar simultáneamente desvirtuada por otro texto de la misma Constitución, que consagra una inmunidad sólo genérica y en atención a supuestos muy diferentes en significación y gravedad” (Fallos: 234:250).

Como bien indica el profesor Soler “(e)n un solo caso el acto del legislador no esta substraído al régimen de responsabilidad […] cuando [el] voto importa conceder al poder ejecutivo (nacional o provincial) facultades extraordinarias, la suma del poder público, o sumisiones o supremacías, por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de algún gobierno o persona alguna (CN, 29; CP 227). Tal excepción deriva de la Constitución como debía ser; el C.P. establece la pena y con ella se tutela la base misma del régimen político que nuestra Carta establece” (Derecho Penal Argentino, t. I., ed. TEA, Buenos Aires, 1988, pág. 274). En igual sentido Estrada consigna al art. 29 como excepción a la prerrogativa de inmunidad (op. cit. t. III, pág. 211).

También como necesaria excepción a la inmunidad parlamentaria lo entendió el constituyente. En efecto Gorostiaga, miembro informante de la comisión, observó al discutir con Zavalía que “la inviolabilidad de los representantes tenía límites […] y que en esta violación incurría el diputado o diputados que acordasen facultades extraordinarias y sumisiones o supremacías” (ver Convención Nacional de 1898- Antecedentes: Congreso Constituyente de 1853, Compañía Sud- Americana de Billetes de Banco, 1898, pág. 326).

En suma, resulta claro que la “subordinación de los legisladores al orden constitucional” constituye un requerimiento incontrovertible, como lo es también -si bien con base en otros valores- “la subordinación de las fuerzas militares a ese mismo orden” (de allí la incorporación del art. 36 de la Constitución Nacional respecto de todo aquel que interrumpa la vigencia de la Constitución Nacional). Sin embargo, en el primero de los casos su inclusión constitucional, más allá de su importancia, resulta, teniendo en cuenta la cuestión de la inmunidad, imprescindible.

59) Que los delitos imputados en el sub examine se enmarcan en una situación distinta: la de una usurpación militar que, sin lugar a dudas y tal como esta Corte lo estableció en Fallos: 309:5, pág. 1689 (causa “de los comandantes”(, dejó a su merced la vida, el honor y las fortunas de los argentinos.

Sin embargo, se ha dicho en la disidencia mencionada que aun si se realizara una interpretación más generosa que permitiera considerar que quienes ejercieron esas facultades extraordinarias o la suma del poder público concedidas por el legislador traidor -Poder Ejecutivo Nacional o gobernadores provinciales- pudieran ser también pasibles de la sanción que allí se prevé (segunda extensión), tal ampliación no podría realizarse respecto de quienes no recibieron, sino usurparon el poder (primer argumento subsidiario de la disidencia del juez Fayt en el caso “Simón”).

Al respecto cabe aclarar, de modo preliminar, que aun cuando el art. 29 de la Constitución Nacional alude a aquellos que consientan dicho acto, se ha considerado que como la cláusula es un “retrato del procedimiento de Rosas con respecto a los representantes […] queda afuera la forma de asunción de facultades extraordinarias, sin voto legislativo, que es en la forma que ordinariamente asume la rebelión” (Sebastián Soler, Derecho Penal Argentino, tomo V, ed. TEA, Buenos Aires, 1988, pág. 92). La norma se referiría en ese punto y, en todo caso, al Poder Ejecutivo que consiente la delegación del Legislativo, no a quien la usurpa.

Prueba de la laguna existente en esa materia es, como ya se afirmó, la incorporación del art. 36 en la reforma constitucional de 1994. La situación allí contemplada ya no es la de una delegación que surge dentro de un orden normativo que se subvierte. Por ello, si bien el poder que se origina en un golpe militar nace de la fuerza con que cuenta cierto grupo y proviene de afuera del sistema normativo, la triste experiencia reciente ha demostrado -tal como sucedió con los constituyentes de 1853(, que la interrupción al orden constitucional debe (a partir de la reforma de 1994- recibir idénticas penas a las del art. 29 y sufrir consecuencias tales como la prohibición de indulto (en rigor, si bien la prohibición de indultar no se encuentra expresa en el art. 29, esta Corte ha interpretado desde el caso “Perón” de Fallos: 247:387 que esos delitos no son amnistiables).

En la nueva norma se prevé la misma sanción que la del art. 29 para quienes realicen actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático, pero de ningún modo identifica las dos situaciones. En ese caso no hubiera sido necesaria la incorporación. Esta Corte también ha sostenido desde antiguo que la pena del art. 29 de la Constitución, repetida por el art. 227 del Código Penal, alude especialmente a las relaciones ordinarias de los poderes legislativo y ejecutivo (Fallos: 191:270; …).

Por ello, en la sesión plenaria de la Convención Nacional Constituyente de 1994, el convencional Cafiero -miembro informante de la comisión- aclaró que así como hay “restricciones en nuestra Carta Magna que se refieren a las vicisitudes históricas que vivió el país durante el gobierno de Rosas”, en tanto el “art. 29 menciona las facultades extraordinarias, que no eran comunes en la experiencia mundial”, lo que demuestra “hasta que punto el pasado reciente condicionó a los constituyentes de 1853”, “(n)osotros vivimos otra realidad, y a ella apunta la disposición constitucional que proponemos insertar con esta cláusula” (Obra de la Convención Nacional Constituyente, tomo V, pág. 4446; …). Está claro, entonces, que para el constituyente de 1994 el art. 29 no abarcaba determinadas situaciones que reclamaban una nueva cláusula constitucional.

El valor que allí se preserva no es el garantizado en el art. 29 de la Constitución Nacional, sino el de la democracia misma, tal como puede observarse a lo largo de todo el debate (op. cit., págs. 4446 a 4509). Al respecto el constituyente enfatizó que así como “vemos claro el concepto de orden constitucional y republicano que consagra nuestra Constitución y por ende sabemos lo que queremos defender, no es tan clara la defensa de la democracia. La democracia no tiene una extensa historia en el pensamiento político. No figura como sistema ni como concepto en la Constitución de 1853”. Este artículo, entonces, “está dirigido a combatir un mal endémico de nuestra cultura política: el golpe de Estado” (op. cit., pág. 4448), que evidentemente no había sido combatido por las normas que existían hasta entonces, lo que demuestra que tal situación no fue contemplada en la Constitución Nacional. En efecto, se ha admitido que “cada país, en su momento y a su tiempo, ha tratado de tutelar su orden constitucional, conforme a sus propios antecedentes históricos” (op. cit., pág. 4446) y que las “penas e imprescriptibilidad de los delitos” previstos en el nuevo art. 36 tiene como fin “establecer efectos disuasorios para quienes aliente este tipo de expectativas en el futuro” (op. cit., pág. 4449). Es claro que para el constituyente, el art. 29 no tenía valor alguno de disuasión respecto de los usurpadores del poder.

60) Que en el precedente “Simón” -disidencia del juez Fayt- se afirmó -como tercera extensión del principio- que aun admitiendo que el art. 29 de la Constitución Nacional no sólo prohibiera la concesión de facultades extraordinarias o suma del poder público, sino también el ejercicio de éstas y, que a su vez, dicho ejercicio pudiera ser llevado a cabo por los usurpadores militares en tanto detentaron la cúspide del aparato estatal entre los años 1976-1983 ejerciendo “el máximo control imaginable” (considerando 24 del voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689), lo que resultaba ya seguro impensable es la extensión a aquellos sujetos que ni siquiera asumieron la suma del poder público. Tal es el caso del imputado en esta causa.

En efecto, no debe confundirse -parafraseando a Agnes Heller- la creación misma de la situación política y moral en la que la brutalidad pasa a ser moneda corriente (The Limits to Natural Law and the Parados of Evil, en Stephen Shute y Susan Hurley [eds.], On Human Rights, The Oxford Amnesty Lectures, 1993, pág. 149 ss.; …), con la comisión de delitos concretos ejecutados en dicho contexto.

Por todo lo dicho, corresponde aquí reiterar que desde un punto de vista tanto histórico, como axiológico y sistemático bien puede no ser indultable la concesión de la suma del poder público y sí los delitos cometidos en el marco de una usurpación de poder (conf. disidencia del juez Fayt en “Simón”).

61) Que sentado lo anterior, “no se le escapa a esta Corte que el país necesita desesperadamente recobrar la fe en sí mismo, así como el sentido de su dignidad, para acabar con la frustración, el escepticismo y el colapso moral resultantes de una larga cadena de acontecimientos (…) De esa manera podrán reconstruir la convivencia, los hábitos de vida civilizada y la solidaridad que ennoblecen la existencia humana” (conf. considerando 25 del voto del juez Fayt en Fallos: 310:1162).

Al respecto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado: “(u)n problema difícil que han tenido que encarar las democracias recientes ha sido el de la investigación de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en los anteriores gobiernos, así como la posibilidad de sanción a los responsables de tales violaciones. La Comisión reconoce que es un asunto sensible y extremadamente delicado, donde la contribución que puede dar (…) es mínima. La respuesta, entonces, debe surgir de los sectores nacionales, que son en sí mismo los afectados, y la urgente necesidad de una reconciliación y pacificación nacional debe ser conciliada con las exigencias ineluctables de un entendimiento de la verdad y la justicia” (Reporte anual 1985/1986, pág. 192).

En ese cometido, corresponde recordar que nuestra Constitución fue definida como un legado de sacrificios y de glorias (Fallos: 205:614) que no puede decirse que hayan concluido con su sanción. La interpretación de la Constitución Nacional, así como los esfuerzos destinados a asegurar su vigencia, no pueden desentenderse de la realidad viviente de cada época (Fallos: 211:162) por desgarrante que ella haya sido. Mas esta regla no implica destruir las nobles bases que ella sienta, sino defenderlas en el orden superior de su perdurabilidad y el de la Nación misma, para cuyo gobierno ha sido instituida, sin que se puedan ignorar los avatares que la afectan de modo de hacer de ella una creación viva, impregnada de realidad argentina, sea esta realidad grata o ingrata (Fallos: 310:1162, voto del juez Fayt).

No debe permitirse, entonces, que los grandes beneficios hagan desaparecer los grandes principios. Precisamente una cultura jurídica se prueba a sí misma a partir de aquellos principios cuya lesión nunca permitirá, aun cuando esa lesión prometa la mayor ganancia (conf. W. Hassemer, Límites del Estado de Derecho para el combate contra la criminalidad organizada, trabajo presentado por el autor a la reunión de la europäische Rechtsakademie de Trier, diciembre 1994; trad. publicada en la Revista de la Asociación de Ciencias Penales de Costa Rica, año 9 nro. 14, diciembre 1997).

Esto en modo alguno supone justificar la “aplastante enormidad del horror”. En ese aspecto, comparto la idea de que toda política antiterrorista debe ajustarse dentro del marco estricto del Estado de Derecho. A tal fin, no debe ni puede renunciarse al riguroso cumplimiento de la Constitución Nacional. La gravedad de los delitos cometidos en la época de la última dictadura militar resulta palmaria, tal como también puede observarse claramente en la sentencia por la que esta Corte, no debe olvidarse, confirmó -en lo que aquí interesa- las condenas de quienes manejaron ese cruento aparato de poder. Allí se describieron especialmente las conductas merecedoras de reproche penal que consistieron en capturar a los sospechosos de tener vínculos con la subversión, de acuerdo con los informes de inteligencia, conducirlos a lugares situados en unidades militares o bajo su dependencia; interrogarlos bajo tormentos, para obtener los mayores datos posibles acerca de otras personas involucradas; someterlos a condiciones de vida inhumanas para quebrar su resistencia moral; realizar todas esas acciones en la más absoluta clandestinidad, para lo cual los secuestradores ocultaban su identidad, obraban preferentemente de noche, mantenían incomunicadas a las víctimas negando a cualquier autoridad, familiar o allegado, el secuestro y el lugar de alojamiento; y dar amplia libertad a los cuadros inferiores para determinar la suerte del aprehendido, que podía ser luego liberado, puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, sometido a proceso militar o civil, o eliminado físicamente. Más grave fue aun que dicha condena tuvo como base fáctica lo ocurrido en lo que puede describirse como la “segunda etapa” de la lucha contra la subversión, es decir aquella que -pese al éxito que para fines de 1976 había tenido la lucha armada directa con el fin de neutralizar y/o aniquilar el accionar subversivo- se extendió al plano ideológico en todos los sectores de las estructuras del país. De ese modo se facultó a las Fuerzas Armadas para actuar no ya sobre el accionar subversivo, sino sobre sus bases filosóficas e ideológicas así como sobre sus causas políticas, económicas, sociales y culturales (conf. voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689 con cita de la directiva 504/77).

Empero, si pretende asegurarse que, precisamente, la Constitución Nacional siga siendo el instrumento de la ordenación política y moral de la Nación (Fallos: 178:9), la solución del caso debe desentenderse de las identidades de los involucrados y no depender “de la opinión o de la conciencia social, bastante movediza, sobre todo cuando se trata de juzgar actos relacionados con la vida política” (Rodolfo Moreno, op. cit., loc. cit.). Un enfoque axiológico basado en el puro solipsismo no es la mejor puerta de entrada a la realidad que contempla la Constitución Nacional. Por el contrario, un examen neutral es la vía científica que conduce en plenitud a su conocimiento. De otro modo, los principios garantistas se verían conculcados “con el pretexto de defender paradójicamente el Estado de Derecho” (Muñoz Conde, op. cit., pág. 664).

En efecto, son los preceptos liberales de la Constitución argentina los que deben ser defendidos férreamente a fin de conjurar que el enfoque inevitablemente difuso y artificioso del derecho penal internacional conduzca a la destrucción de aquéllos (disidencia del juez Fayt en “Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312).

Por ello, oído el señor Procurador General, se declara procedente el recurso extraordinario y se revoca el pronunciamiento recurrido. Vuelvan los autos al tribunal de origen a fin de que, por quien corresponda, se dicte un nuevo pronunciamiento con arreglo a lo expresado. Notifíquese y remítase. – Carlos S. Fayt.

Disidencia parcial de la doctora Argibay:

Considerando: 1) La presente causa se siguió contra Santiago Omar Riveros por la presunta participación en diversos delitos (homicidios, privaciones ilegales de la libertad, torturas, apremios, lesiones, violaciones de domicilio) ocurridos “en distintas épocas” y con la concurrencia en los hechos de varias personas que formaban parte de las fuerzas armadas y de seguridad del Estado.

Mientras la investigación judicial se llevaba a cabo, el presidente de la República indultó, entre muchos otros, a Riveros mediante el decreto 1002/89. La Cámara Federal de Apelaciones de San Martín, con fecha 10 de noviembre de 1989, rechazó los planteos de inconstitucionalidad del referido indulto, hizo lugar a la excepción aducida por la defensa y, con la conformidad del fiscal de cámara, dictó el sobreseimiento definitivo de Santiago Omar Riveros.

Contra esta decisión, los particulares damnificados interpusieron recurso extraordinario que esta Corte declaró mal concedido, con fecha 11 de diciembre de 1990 (Fallos: 313:1392). De esta forma se puso fin a la causa.

El 10 de noviembre de 2004, a partir de la presentación conjunta de diversas personas y de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, el juez federal declaró la inconstitucionalidad del decreto 1002/89, y resolvió “privar de efectos en las actuaciones principales y casos conexos a la totalidad de actos y resoluciones dictados en consecuencia del decreto 1002/89”, entre ellos el sobreseimiento definitivo resuelto hacía más de una década. En relación con la decisión anteriormente reseñada que había dictado la Cámara de Apelaciones, expresó: “discrepo respetuosamente con lo resuelto por la Exma. Cámara del circuito con anterioridad en relación a esta cuestión, y entiendo que ello no debería ser interpretado como un alzamiento…”.

Frente a la apelación de la defensa, la Cámara Federal de San Martín revocó el auto impugnado reiterando los fundamentos por los que ese mismo tribunal había decidido confirmar la constitucionalidad del decreto de indulto y el sobreseimiento de Riveros. Fundó su decisión en que aquel pronunciamiento había quedado firme y generado derechos a favor del imputado que no podían cancelarse en virtud del principio constitucional de cosa juzgada. En tal sentido, señaló que “el indulto fue aplicado en autos y respecto del procesado, habiéndose descartado su inconstitucionalidad”, y recordó, a su vez, que el recurso extraordinario fue declarado mal concedido por esta Corte. También hizo mención al fallo dictado por el Tribunal en el precedente “Mercedes Aquino” (Fallos: 315:2421), que convalidó el decreto 1002/89 y también la sentencia de Fallos: 323:2648, que declaró contrario al principio de cosa juzgada volver sobre el punto ya resuelto relativo a su constitucionalidad.

Recurrida la decisión por los querellantes, la Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal rechazó las nulidades aducidas por la defensa y se pronunció por la inconstitucionalidad del decreto 1002/89, ordenando la prosecución de la causa. En lo que aquí interesa, consideró que el derecho de las víctimas y el deber del Estado de investigar los delitos de lesa humanidad, primaban sobre la garantía constitucional de cosa juzgada. Al respecto, señaló que “la cosa juzgada, en el presente caso, constituye para Santiago Omar Riveros un beneficio que no es otro que la misma detracción de derechos fundamentales de otros sujetos, es decir que se puedan investigar las violaciones a atributos elementales de los seres humanos, determinar quienes fueron sus responsables y aplicar las sanciones que correspondan”.

Contra esta decisión, la defensa interpuso recurso extraordinario fundado en el desconocimiento del principio de cosa juzgada y en los derechos derivados del decreto 1002/89. También invocó la violación de la garantía del juez natural y la prescripción de la acción penal.

2) El remedio federal deducido resulta admisible, toda vez que en el caso se encuentra en discusión la inteligencia de los principios de juez natural, legalidad, cosa juzgada y la garantía ne bis in idem, mientras que la decisión del tribunal a quo ha sido contraria a la validez del derecho que la parte ha fundado en ellos (artículo 14.3 de la ley 48).

Por otra parte, se trata de una sentencia definitiva puesto que la decisión recurrida, si bien no pone fin a la causa resulta equiparable, pues en ese aspecto las garantías invocadas están destinadas a gobernar decisiones previas al fallo final. En efecto, llegado el momento de la sentencia, aún siendo absolutoria, resultaría inoficioso examinar el agravio invocado por la defensa a su derecho, pues para aquel entonces el riesgo de ser sometido a juicio ya se habría consumado irremediablemente.

3) En primer término, adhiero a los argumentos por los que en el considerando 7° del voto de la mayoría se rechaza el agravio relativo a la violación del juez natural, esto es, que el planteo de esa cuestión encuentra respuesta en los fallos de esta Corte citados por mis colegas, que la defensa no rebate.

En segundo lugar, respecto de los motivos fundados en la prescripción de la acción penal en la presente causa, mi posición ha quedado suficientemente explicada en mi voto en el precedente “Simón”, Fallos: 328:2056, a cuyos fundamentos corresponde remitir, en lo pertinente, por razones de brevedad y, en consecuencia, la referida defensa debe ser rechazada.

4) Por el contrario, corresponde acoger el agravio referido a la violación de la garantía constitucional de la cosa juzgada.

Esta regla constitucional, reconocida tradicionalmente como una de las no enumeradas -artículo 33 de la Constitución Nacional- e incorporada expresamente en los artículos 14.7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 8.4 de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) y su alcance sobre la efectividad de la prohibición de doble persecución penal (ne bis in idem), no sólo veda la aplicación de una segunda pena por un mismo hecho sino también “la exposición al riesgo de que ello ocurra” (Fallos: 314:377; 319:43; 321:1173, disidencia de los jueces Petracchi y Bossert y 321:2826, entre otros).

5) Quiero dejar en claro desde ya que, a mi juicio, los indultos a personas procesadas son inconstitucionales porque implican una injerencia del Poder Ejecutivo en la jurisdicción exclusiva del Poder Judicial, lo cual atenta contra la división de poderes que sustenta nuestro sistema republicano de gobierno. Es verdad que, haciendo pie en el (actual) artículo 99.5 de la Constitución Nacional, una parte de la doctrina ha considerado factible realizar esta extensión; pero entiendo que tal interpretación amplía indebidamente la “magnanimidad” del Presidente de la Nación ya que la norma se refiere a indultar o conmutar penas, es decir, que permite un perdón discrecional. Nada hay que perdonar mientras no existe una condena que imponga pena, pues hasta entonces subsiste el principio de inocencia también consagrado por la Carta Magna.

Sin embargo, mi opinión personal sobre la validez de estos indultos resulta una mera declaración de principios porque en la presente causa no puede dictarse un pronunciamiento judicial sobre ese punto sin decidir el agravio de la defensa fundado en la afectación de la cosa juzgada.

En efecto, en este mismo proceso y en el mes de diciembre de 1990, esta Corte Suprema resolvió convalidar este indulto: la mayoría, por razones formales que fundaron el rechazo del recurso y los jueces Oyhanarte y Petracchi, en voto concurrente pero entrando al fondo del asunto, aprobando la constitucionalidad del decreto en cuestión (Fallos: 313: 1392). De manera que, en este caso, la discusión quedó cerrada hace 17 años.

Y destaco que la Convención Americana sobre Derechos Humanos estaba vigente desde 1984, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales desde 1986 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos también desde 1986 (leyes 23.054 y 23.313, esta última referida a los dos pactos). Asimismo, conviene recordar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos se había instalado en 1979 y dictó sus primeras sentencias en junio de 1987, vale decir, más de cuatro años antes de la resolución de esta Corte. Notoriamente, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó el informe 28/92 en la que concluye que el decreto 1002/89 es incompatible con el artículo XVIII (Derecho de Justicia) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y los arts. 1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y formula recomendaciones al gobierno de Argentina sobre el otorgamiento de compensación a los peticionarios, pero no lo somete a la Corte Interamericana, como prescribe el art. 51 de la Convención mencionada.

Por otra parte, cuando en 1994 se propuso a la Convención Constituyente (propuesta de la Dra. Alicia Oliveira y otros, por el Frente Grande) eliminar la facultad de indultar del presidente de la Nación, la mayoría de los constituyentes hizo oídos sordos a tal petición y mantuvo el privilegio, sin hacerse cargo siquiera de la discusión ya vigente sobre el tema de condenados y procesados que podría, al menos, haber sido aclarado.

Como ya dije, y se desprende de los antecedentes reseñados, la discusión sobre la inconstitucionalidad del indulto a Riveros ha concluido años atrás cuando en este mismo recinto los ministros firmaron la sentencia que desestimó el recurso interpuesto por los particulares damnificados. Pese a que toda la información y hasta declaraciones públicas parecen desatender el punto, entiendo que esta omisión conduce a una visión equivocada de la cuestión. Lo que está en juego en esta causa es, según se dejara ya aclarado, el principio de cosa juzgada y la prohibición de doble juzgamiento, tema que paso a considerar.

6) En su historia jurisprudencial, esta Corte ha presupuesto que es el efecto final e irrevocable de los fallos judiciales el elemento definitorio de la actividad que toca al Poder Judicial de la Nación (ver Fallos: 327:4729, 4732) que marca su lugar institucional y lo diferencia de las otras dos ramas del gobierno federal organizado por la Constitución Nacional. Esa razón, muchas veces no enunciada por obvia, ha llevado en el pasado al enérgico rechazo de aquellas leyes que otorgaban esos efectos a decisiones administrativas, sea declarándolas inconstitucionales (Fallos: 257: 136), sea admitiendo un recurso extraordinario ante la misma Corte para dar lugar a una revisión judicial de esas decisiones (ver la formulación de este principio en Fallos: 204: 474). Al mismo tiempo, ha reconocido que, una vez pronunciado el fallo judicial y agotados los recursos para su revisión, esos efectos irrevocables, conocidos bajo la expresión de “cosa juzgada”, constituyen una garantía constitucional de los derechos individuales (Fallos: 308:84 en el que aplicó esta regla a un sobreseimiento definitivo), que debe ser respetada incluso por los tres poderes del Estado (Fallos: 199:466, 474; 307:1289, 1295), entre ellos los mismos jueces que dictaron el fallo (Fallos: 313:1409).

Pero, además de la pauta precedente, que ha servido de premisa implícita pero fundamental a la jurisprudencia de la Corte, hay razones aun más profundas, vinculadas al funcionamiento mismo del Poder Judicial y del Estado de Derecho, que no me permiten seguir a la mayoría en un caso como éste.

Es que ni esta Corte, ni ningún otro tribunal, puede eludir los efectos de una decisión judicial firme sin negarse a sí mismo, es decir, sin poner las condiciones para que nuestro propio fallo sea también revocado en el futuro con argumentos contrarios, esto es, alegando su error, injusticia, etcétera. Si el propio juicio sobre el desacierto de un fallo pasado (ver Fallos: 308:1150, considerando 4(; 319: 2527, 2532) o la diferente concepción de la equidad o la justicia (ver Fallos: 315:2406, considerando 7) que anima a los jueces actuales pudiese dar lugar a una revisión de las sentencias judiciales firmes, el carácter final de las decisiones que estamos tomando vendría a significar apenas más que nada, pues sólo sería respetado por los jueces futuros en la medida que fueran compartidas por ellos.

Ninguna concepción razonable del Poder Judicial como institución, mucho menos como institución básica del Estado de Derecho, es compatible con semejante consecuencia puesto que ese carácter supone que la opinión favorable (o desfavorable) de los jueces por venir no incide en su deber de respetar las decisiones judiciales pasadas, que cuentan con autoridad de cosa juzgada. Lo contrario torna trivial y contingente el principal cometido que tiene asignado el Poder Judicial de la Nación, a saber, dar el fallo final e irrevocable a las controversias sobre los derechos de las partes.

La excepción a la regla que asigna efectos irrevocables a un fallo judicial, conocida como “cosa juzgada írrita”, no tiene absolutamente nada que ver con el acierto de los jueces que lo dictaron, sino, principalmente con su decencia y su libertad de conciencia. Es la desviación en el cumplimiento de sus deberes, por dolo o coacción, lo que les quita el carácter de jueces y, por ende, la importantísima atribución de resolver con carácter definitivo las causas sometidas a su decisión.

Nada más alejado de la situación que se presenta aquí. No está en duda la honradez de los jueces que dictaron el sobreseimiento en esta causa hace ya diecisiete años, juicio que no puede verse alterado por las profundas diferencias jurídicas o intelectuales que mantengo con esa decisión. Tampoco hay lugar para pensar en que hayan actuado bajo el influjo de alguna restricción a su independencia. A punto tal que, incluso en el pronunciamiento que hoy estamos dictando, aquella resolución que cerró el caso es defendida en su voto disidente por el juez Fayt quien, junto al juez Petracchi, formaba parte de la Corte Suprema al momento de dictarse la resolución que, al rechazar el recurso extraordinario, dejó firme el pronunciamiento apelado en torno a la validez de los indultos y al sobreseimiento definitivo del imputado.

7) Debe quedar claro que no se cancela la posibilidad de investigación y de llegar a conocer la verdad, sino que se está tratando la situación de una sola persona, en una situación particular. Otros casos pueden ser distintos, según la resolución judicial que se hubiera dictado.

Así pues, por mucho que personalmente me disgusten las consecuencias de aquella decisión judicial, en cuanto

desvincula a Riveros de la causa aun cuando continúe la investigación, el principio de la cosa juzgada debe prevalecer en salvaguarda del Estado de Derecho basado en nuestra Constitución Nacional. De esta manera se reafirman las pautas de la vida democrática y republicana, que la distinguen neta y definitivamente de quienes la conculcaron, y es la mejor manera de defender las instituciones contra las incursiones violentas como las que padecimos.

Por ello, oído el señor Procurador General, se declara procedente el recurso extraordinario y se revoca el pronunciamiento recurrido. Vuelvan los autos al tribunal de origen a fin de que, por quien corresponda, se dicte un nuevo pronunciamiento con arreglo a lo expresado. Notifíquese y remítase. – Carmen M. Argibay.

Ver también

Journal of Conflict Resolution - Volume 69 Issue 1, January 2025

Journal of Conflict Resolution – Volume 69 Issue 1, January 2025

Journal of Conflict Resolution Volume 69 Issue 1, January 2025 ISSN: 0022-0027 Online ISSN: 1552-8766 …