Una operación violenta para reprimir a los ciudadanos que se manifiestan contra un presidente autocrático deja decenas de muertos. La represión empuja a más gente a la calle, lo cual desencadena una espiral de violencia y una acuciante crisis humanitaria. Un presidente de Estados Unidos afirma rotundamente que el brutal dictador debe irse. La Unión Europea está de acuerdo, pero ninguna gran potencia tiene ganas de llevar a cabo una intervención militar directa. De pronto, como si surgiera de la nada, Vladímir Putin coloca a Rusia en medio de la crisis y garantiza la permanencia del dictador en el poder. El presidente estadounidense queda en ridículo por su ineficacia.
Por desgracia para el presidente Trump, esta situación, que ocurrió con Siria, está repitiéndose ahora con Venezuela.
A pesar de sus palabras beligerantes y sus nuevas sanciones contra Nicolás Maduro, el Gobierno de Trump ha guardado un curioso silencio sobre el papel de Rusia, tal vez porque prefiere no llamar la atención sobre el hecho de que Moscú se ha convertido en el prestamista de último recurso del país latinoamericano en plena bancarrota.
A primera vista, puede parece extraño que Rusia intervenga en un país tan alejado de sus fronteras y que da la impresión de estar precipitándose hacia la ruina total. Pero los lazos de amistad entre Rusia y Venezuela vienen de atrás, del primer viaje del difunto presidente Hugo Chávez a Moscú en mayo de 2001. Después regresó 10 veces, antes de morir de cáncer en 2013. En ese periodo, Venezuela llegó a ser uno de los mejores clientes mundiales de la industria armamentística rusa. Entre 2001 y 2011, le compró armas por valor de 11.000 millones de dólares.
A medida que empeoraba su situación económica, la compra de armas disminuyó de volumen y los intercambios comerciales pasaron de centrarse en las armas a la energía. Al principio, los contratos estaban garantizados, en su mayoría, por las ventas de petróleo venezolano. Pero los acuerdos comerciales fueron volviéndose más complejos cuando los rusos empezaron a exigir más activos materiales como garantía. Caracas accedió, y las empresas rusas a través de las que se realizaban los contratos obtuvieron acciones de las compañías petrolíferas e incluso el derecho a explotar yacimientos enteros en Venezuela.
Si bien la relación entre Rusia y Venezuela ha sido siempre esencialmente económica, la política, tanto nacional como internacional, nunca ha estado lejos. La decisión del Gobierno venezolano de neutralizar a la Asamblea Nacional democráticamente elegida, que desató una escalada de las protestas callejeras de la oposición en los últimos meses, se debió precisamente a la necesidad de obtener un préstamo de Rusia.
La Asamblea Nacional es la única palanca de poder que no controla Maduro. La ley establece que todos los créditos internacionales y todas las ventas de los activos nacionales deben someterse a su aprobación. Los líderes opositores que están al frente de la Asamblea son totalmente contrarios a los acuerdos que estaba ofreciendo el Gobierno a empresas extranjeras, en particular a Rosneft, el gigante energético ruso propiedad del Estado. El Gobierno, muy necesitado de dinero, decidió eludir el trámite e hizo que el Tribunal Supremo, un órgano que sí controla, emitiera un fallo por el que se hacía con la autoridad de la Asamblea Nacional, incluida la potestad de aprobar las nuevas transferencias de activos a entidades rusas.
Hoy, el Gobierno de Maduro está haciendo todo lo que puede para pagar los 5.000 millones de dólares de deuda exterior que vencen en los próximos 12 meses. Con las sanciones recién anunciadas por Estados Unidos, la empresa nacional de petróleos, PDVSA, principal fuente de divisas, ha perdido la capacidad de pedir préstamos a los bancos estadounidenses o europeos para poder pagar o refinanciar la mayor parte de esa deuda.
En esas circunstancias, resulta especialmente importante que Rosneft prestara a PDVSA en abril más de mil millones de dólares; en total, los préstamos y créditos concedidos por Rusia a Venezuela en los últimos años ascienden a más de 5.000 millones de dólares.
Además, Moscú ha ofrecido apoyo político. El ruso fue uno de los pocos Gobiernos extranjeros que aprobó la reciente disolución de la Asamblea Nacional, y los máximos diplomáticos rusos, como el ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, acusan de forma habitual a Estados Unidos de ser la mano oculta que alimenta la crisis venezolana. Sin embargo, la ayuda del Kremlin no es barata. Según se dice, PDVSA está en negociaciones para vender a Rosneft acciones en otros lucrativos proyectos de gas y petróleo a un precio muy bajo. Y Rosneft ha arrebatado a la petrolera venezolana la rentable tarea de comercializar el crudo entre sus clientes de Estados Unidos, Asia y otros lugares.
Después de los éxitos logrados por Putin en sus hazañas de aventurerismo geopolítico, la gran pregunta es si está pensando en intervenir también en Venezuela. Como inveterado oportunista que es, tiene que ser consciente de que las palabras recientes de Donald Trump sobre las posibles opciones militares para resolver la crisis venezolana no eran más que vanas amenazas. En las agitadas calles de Caracas, también está cada vez más claro que el régimen controla la situación y que no parece que vaya a caer a corto plazo.
Lo que no sabemos es si el Kremlin podrá permitirse los costes económicos y políticos de mantener a Maduro en el poder. Pero nos sorprendería que Putin deje pasar la oportunidad de ejercer su influencia en el patio trasero de Estados Unidos y, de paso, conseguir buenas fuentes de ingresos. En Siria, Putin dio la vuelta a una guerra civil caótica e impidió que Estados Unidos lograra su objetivo de cambiar el régimen.
Tal vez dejar al descubierto la vaciedad de la pomposa política exterior del Gobierno de Trump en Venezuela sea, por sí solo, suficiente recompensa.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia