sábado, noviembre 30, 2024
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Los herederos de Sandokán

Los herederos de Sandokán

Este artículo trata el problema de la piratería y sus implicaciones para la seguridad marítima internacional. Lejos de presentarse como una actividad del pasado, analizamos cómo la piratería del siglo XXI es más transnacional que nunca y se entrelaza con redes de crimen organizado e incluso células terroristas en zonas como el Sudeste Asiático. 

Al reflexionar sobre piratería es frecuente encontrarse con dos tipos de personas: las que, como en aquella brillante composición del cantautor español Joaquín Sabina, se imaginan a los piratas “con pata de palo, parche en el ojo y cara de malo”, y las que asumen que la piratería es una práctica anacrónica, cuando no un concepto obsoleto más allá de la piratería 2.0 del mundo digital. Sin embargo, ninguna de las dos está en lo cierto. Analizar este fenómeno hoy en día significa abordar —nunca mejor dicho— uno de los temas más importantes en el panorama de la seguridad marítima internacional.

Los piratas del siglo XXI, al igual que sus precursores a lo largo de la Historia, siguen estando íntimamente asociados a la existencia de rutas internacionales de transporte y navegación marítima. En la medida en que las posibilidades de lucro en los mares y océanos son tan elevadas —alrededor del 90% del comercio mundial es transportado por este medio—, los piratas encuentran en la interceptación de barcos cargados con mercancías, petróleo u otros recursos un botín muy lucrativo. En esto no se diferencian mucho, por ejemplo, de los bucaneros caribeños que trataban de abordar los navíos españoles que transportaban las riquezas del Nuevo Mundo hacia España en el siglo XVI. Ahora bien, en la actualidad, las tácticas, los medios y los escenarios en los que operan los piratas son muy diferentes. Incluso las motivaciones, antes exclusivamente centradas en la ganancia privada, han evolucionado hasta el punto de complementarse en ocasiones con objetivos políticos.

Los piratas del siglo XXI: una radiografía

La relativa calma que se ha vivido en los océanos y mares desde el siglo XIX en adelante nos ha llevado a un estado de cierta complacencia con respecto a las amenazas delictivas en este dominio. Es cierto que la presencia de estas actividades en el espacio marítimo no se equipara ni por asomo a otras épocas históricas. Comparar los casos de piratería actuales con la institucionalización de estas prácticas en el Mare Nostrum romano, los mares del norte vikingos o incluso en las rutas marítimas de las cruzadas resultaría casi imposible. Sin embargo, el siglo XXI ha sido testigo de un auge significativo del número de abordajes piratas, especialmente desde la década de los 80: tan solo entre 1995 y 2005 los incidentes relacionados con la piratería aumentaron en un 500%. Desde entonces, el promedio anual de este tipo de ataques rara vez ha bajado de los 200.

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Análisis geoespacial de los flujos de circulación y actos de piratería o robo armado entre 2006 y 2013. Fuente: UNOSAT Global Report

Análogamente a la aparición de enormes enclaves comerciales internacionales en puertos localizados en diferentes áreas del planeta, la piratería ha encontrado nuevas formas de refundarse y operar con gran efectividad. Las zonas de mayor riesgo por este tipo de ataques se han concentrado en los últimos años en torno a las grandes áreas portuarias internacionales, como los golfos de Adén y Guinea, los estrechos de Malaca, y Bab el Mandeb y, por supuesto, las zonas litorales de Indonesia, Malasia y Singapur. En estos emplazamientos estratégicos los piratas han logrado aprovechar la unión de una serie de factores favorables para garantizar la supervivencia de su actividad delictiva. De todos ellos, el más sobresaliente es quizá la facilidad de acceso a la compraventa de armas, equipamiento y tecnología en las redes transnacionales de crimen organizado. A este problema se suman además la confluencia de lagunas legales en los ordenamientos jurídicos nacionales y en el Derecho internacional público, las carencias operativas y técnicas de algunas naciones ribereñas para proteger ya no digamos aguas internacionales, sino sus propias aguas territoriales, o la proliferación de Estados costeros débiles, como ocurre en el Cuerno de África con el ejemplo clásico de Somalia.

Para ampliar: “Somalia y el golfo de Guinea: las dos caras de la piratería en África”, Pablo Moral en El Orden Mundial, 2015.

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Distribución por país de los incidentes relacionados con la piratería en 2016. Fuente: IHS

La combinación de estas debilidades plantea un escenario marítimo con abundantes riesgos para la navegación internacional en las denominadas líneas de comunicación marítima. Desde el punto de vista de los Estados, plantea desafíos de primera magnitud en el ámbito económico y comercial. Sin embargo, en el plano seguritario, la proliferación de armas de destrucción masiva supone una amenaza más acuciante si cabe, puesto que podría facilitar el acceso de los piratas a nuevos tipos de armamento mucho más letales. El transporte marítimo de armas biológicas, químicas o nucleares las convierte en un objetivo interesante desde una perspectiva pirata-terrorista. En este sentido, ¿dónde se dibujaría la línea que separa a un pirata motivado por su propio beneficio económico de un terrorista marítimo con objetivos políticos o religiosos? Es evidente que, en un escenario donde los piratas pudieran multiplicar su capacidad de destrucción de objetivos de un día para otro de manera crítica, la capacidad de respuesta de los Estados podría verse severamente menoscabada y la seguridad internacional, amenazada.

El caso del Sudeste Asiático

La configuración geográfica de las áreas litorales del Sudeste Asiático, con abundantes islas, estrechos y archipiélagos, hace que esta región sea especialmente vulnerable a la aparición de amenazas piratas. Estas condiciones se entremezclan además con el dinamismo económico de la zona, caracterizada por su importancia estratégica al albergar algunas de las vías comerciales marítimas más transitadas del planeta, como ocurre con el estrecho de Malaca o la bahía de Bengala. En estos tramos, los buques deben reducir su velocidad, circunstancia que aprovechan los piratas para tratar de asaltarlos. Además, también ayuda que las autoridades locales sean fácilmente corruptibles y que, por tanto, haya una cierta connivencia que ha permitido ataques piratas bastante rudimentarios en puertos y aguas interiores de Estados costeros como Filipinas, Malasia, Bangladés y, sobre todo, Indonesia. Los datos hablan por sí solos: en 2014 el 75% de los ataques piratas tuvieron lugar en Asia y en 2016 el Sudeste Asiático sufrió 68 incidentes de estas características, por encima en la clasificación mundial de África —62—, América —27—, el subcontinente indio —17— o Asia Oriental —16—. A nivel nacional, Indonesia ostenta el dudoso honor de ser el país más golpeado por la piratería de todo el planeta.

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El estrecho de Malaca es uno de los enclaves más afectados por la piratería. Fuente: The Economist

La naturaleza transnacional de las nuevas formas de piratería llevó al establecimiento en 1992 del Consejo para la Cooperación en Materia de Seguridad del Pacífico Asiático. Su objetivo era favorecer la creación de un marco regional para estimular la cooperación frente a amenazas y riesgos marítimos como la piratería y el crimen organizado. Sin embargo, lo cierto es que, más de dos décadas después y pese a la constatación de algunas mejoras, las actividades piratas siguen desestabilizando las aguas de la región. La combinación de la inestabilidad de algunos países de la zona con las disparidades económicas internas —especialmente tras la crisis del este asiático de 1997— sin duda facilitó esta persistencia y asimetría operativa de la delincuencia marítima.

En el mar de Joló, a medio camino entre Malasia y la isla de Borneo, el número de secuestros ha sufrido un crecimiento sensible en los últimos años. Actores como el grupo islamista e independentista filipino Abu Sayyaf, así como otros colectivos de naturalezas muy heterogéneas —desde pescadores locales desencantados hasta bandas criminales organizadas—, esperan lograr mediante esta táctica ingresos millonarios de los Gobiernos en concepto de rescate. Para evitarlo, los Estados afectados no han tardado en ponerse manos a la obra. Singapur, por ejemplo, ha tratado de fortalecer la seguridad de sus intereses estratégicos en el comercio marítimo desarrollando infraestructuras y capacidades de disuasión de la piratería, como por ejemplo los equipos de acompañamiento para la seguridad marítima o el Centro de Comando y Control de Changi. Indonesia ha tratado de reforzar sus capacidades de patrulla y vigilancia litoral, sin demasiado éxito por el momento a falta de ver cómo afectarán las reformas introducidas recientemente por el Gobierno de Jokowi. Tailandia, en cambio, se sumó a operaciones multilaterales como la iniciativa Ojos en el Cielo, liderada por Malasia. Por su parte, los Gobiernos de Filipinas, Indonesia y Malasia han buscado compromisos trilaterales en la décima Cumbre de Ministros de Defensa para cooperar frente a los desafíos compartidos en este ámbito.

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Localización de los ataques piratas en el Sudeste Asiático en 2015. Fuente: Deutsche Welle

Lo interesante de esta región es que estamos asistiendo a una transnacionalización progresiva de la piratería que, entre otras cosas, ha favorecido un mapa delictivo en el que las operaciones clásicas de depredación o detención violenta de navíos han dado paso a nuevas combinaciones tanto logísticas como operativas. Nos referimos a la cooperación de piratas locales con otros actores transnacionales, como traficantes de armas, rebeldes de movimientos secesionistas, grupos revolucionarios e incluso organizaciones terroristas. Esta amenaza es particularmente grave en Indonesia, donde el anclaje de células yihadistas parece estar desestabilizando la capacidad gubernamental para gestionar su propia soberanía marítima en las áreas más afectadas por la piratería. No obstante, tampoco hay que descartar la participación de mercenarios y personal privado con experiencia militar, dispuestos a colaborar en este tipo de actividades debido a su elevado potencial lucrativo. La interacción de estos actores está dibujando un horizonte que parece navegar hacia un socavamiento de la infraestructura institucional diseñada hasta la fecha, así como de las leyes —un tanto desactualizadas para hacer frente a estas amenazas— del Derecho marítimo.

Entender el concepto para combatir el problema

El Derecho internacional público ofrece en la convención de las Naciones Unidas del Derecho del Mar de 1982 (Convemar) una aproximación algo vaga al concepto de piratería. Por ello, convendría primeramente comenzar precisando la diferencia entre un pirata y un corsario, un bucanero o un filibustero para así contextualizar adecuadamente el término.

Los corsarios eran aquellos marineros que actuaban bajo el paraguas de la patente de corso, es decir, de la licencia que establecía su relación contractual con su Gobierno para acordar el reparto de los botines y la financiación de sus expediciones. Los corsarios eran dependientes de las autoridades gubernamentales y actuaban siguiendo sus instrucciones, con un prestigio superior al de los piratas comunes.

Los términos bucanero y filibustero se utilizan para referirse exclusivamente a los piratas que operaron en la zona del Caribe durante los siglos XVII y XVIII con el fin de hacerse con las riquezas que transportaban los galeones españoles. Existen ciertos matices entre ambos conceptos: los bucaneros eran, además de delincuentes marinos, colonos con origen europeo que actuaban también en tierra firme, mientras que los filibusteros eran asesinos y ladronzuelos locales del mar de las Antillas que se agruparon en la Hermandad de la Costa y utilizaban como base la Isla de la Tortuga.

Por su parte, la piratería internacional clásica tiene una definición y codificación propias y diferenciadas de las anteriores, que se establece en el artículo 101 de Convemar, donde aparece tipificada como:

“Todo acto ilegal de violencia o de detención o todo acto de depredación cometidos con un propósito personal por la tripulación o los pasajeros de un buque privado o aeronave privado y dirigidos: 1) contra un buque o una aeronave en alta mar o contra personas o bienes a bordo de ellos; 2) contra un buque o una aeronave, personas o bienes, que se encuentren en un lugar no sometido a la jurisdicción de ningún Estado”.

Esta interpretación jurídica es bastante limitada al enfocar este tipo de delitos desde una perspectiva circunscrita al objetivo del lucro privado del pirata. No se barajó la posibilidad de que los piratas actuasen guiados por otras motivaciones —políticas o religiosas— que redefiniesen los parámetros conceptuales clásicos de este fenómeno para engendrar nuevas formas de parapiratería. Tampoco contempló el posible arraigo de la piratería en aguas jurisdiccionales o zonas económicas especiales de un país, quizá por considerar que los Estados tendrían suficientes medios para ejercer su soberanía y control sobre su área litoral. No obstante, como se ha visto en el caso del Sudeste Asiático y otras áreas en vías de desarrollo, las capacidades nacionales no siempre han sido suficientes para combatir las amenazas marítimas en regiones vulnerables. El caso paradigmático es Somalia, donde se demostró que incluso los esfuerzos de los mecanismos desarrollados por instituciones como la Organización Marítima Internacional tienen sus limitaciones si no van acompañadas de un compromiso real de cooperación internacional entre los Estados.

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La piratería es un fenómeno mundial, pero su relativo declive en los últimos años muestra que la cooperación internacional es útil para proteger rutas comerciales y garantizar mayor seguridad marítima. Fuente: The Economist

En el caso somalí, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas impulsó una serie de resoluciones —1816, 1838, 1846 y 1851 en 2008, 1897 en 2009, 1918 y 1950 en 2010, 1976, 2015 y 2020 en 2011— a partir de la violenta crisis de los piratas de 2008. Los documentos adoptados, junto con el despliegue civil-militar de la UE —Atalanta— y la OTAN —Ocean Shield—, contribuyeron innegablemente a gestionar la crisis de manera coyuntural. Sin embargo, pese a sus frutos, para lo que todavía no ha servido la multiplicación de este tipo de resoluciones es para construir un régimen jurídico internacional más sólido, preciso y eficaz, que permita perseguir este tipo de delitos con mayores garantías legales no solamente en aguas internacionales, sino también jurisdiccionales. Esta es sin duda una tarea pendiente para prevenir futuras crisis y perseguir las nuevas formas de piratería del siglo XXI.

Para ampliar: “Piratería y terrorismo en el mar”, José Manuel Sobrino Heredia, 2008

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La combinación de esfuerzos de instituciones internacionales y operaciones de la UE y la OTAN ha permitido reducir el número de incidentes por piratería en las costas somalíes. Fuente: Statista

¿A la espera de la próxima racha de viento?

La persistencia de la piratería muestra que sigue siendo un negocio millonario en algunas áreas del planeta y que no hay lugar para la complacencia. En Europa y el continente americano apenas se han dado casos de delincuencia y violencia marítima de estas características. No obstante, regiones como África o el Sudeste Asiático sí han sufrido un repunte significativo de este fenómeno en las últimas décadas, a pesar de que en 2016 la cifra mundial de incidentes por piratería y robo armado en alta mar haya descendido desde los 246 casos de 2015 a 191, su nivel más bajo desde 1998.

En cierto sentido, la globalización y la mayor apertura comercial de los países han permitido a ciertos grupos parasitar con mayor o menor violencia los flujos de mercancías internacionales de aquellas zonas más pobres o en una fase de transición económica ascendente, como ocurre en algunos países asiáticos. Si algo ha demostrado la evolución reciente de la piratería es que es un fenómeno bastante líquido, en tanto que se trata de una actividad flexible, irregular y descentralizada. Las diferencias entre continentes son resaltables; la lógica operativa en Asia y África es muy distinta: mientras que en Asia predominan ataques armados nocturnos con material rudimentario en puertos y aguas interiores, en África los incidentes han revestido por regla general una mayor violencia y se han ejecutado en alta mar con armamento mucho más pesado.

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La tendencia descendente de las últimas décadas se debe en gran parte a los buenos resultados obtenidos en la lucha contra la piratería en el Cuerno de África. Fuente: Statista

Para ampliar: “La piratería marítima, un fenómeno de índole regional y alcance global. Naturaleza e impacto económico”, Pablo Moral en IEEE, 2015

Todo esto convierte a la piratería en un riesgo para la libertad de navegación marítima, la seguridad internacional y los ingentes intereses económicos que circulan a diario por medios marítimos. Aunque Espronceda recitase “que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar”, los mitos que se han construido en torno a estos criminales del agua no son más que eso: simples mitos romantizados y ajenos a la verdadera amenaza que esos buques que “tienen por bandera un par de tibias y una calavera” constituyen para la estabilidad de nuestros mares y de nuestros océanos.

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