viernes, octubre 4, 2024

Acción Exterior

Aspecto central de la política exterior concerniente a su ejecución atendiendo a sus medios, objetivos y escenarios de actuación. Tradicionalmente ha tendido a considerarse que la acción exterior se proyectaba casi de forma exclusiva hacia la diplomacia y la guerra, siendo fieles a los planteamientos de Raymond Aron. Esta aproximación, que cristalizó en el siglo XIX y perduró hasta bien entrado el siglo XX, ilustra los planteamientos analíticos de las ciencias tradicionales en el estudio de la política exterior y de las relaciones internacionales, el derecho internacional y la historia diplomática. La primacía otorgada a los grandes acontecimientos políticos y diplomáticos, así como a los grandes personajes históricos no sería sino un calco de la actitud y la visión del mundo por parte de los diplomáticos y del marco de las cancillerías. De hecho, no existía una carrera diplomática unificada. En el caso español convivían las carreras diplomática, consular y de intérpretes de lenguas. Ciertamente, desde el ciclo de guerras mundiales y la profunda transformación de las relaciones internacionales los cambios experimentados en la sociedad internacional irían poniendo de relieve la creciente complejidad de las relaciones internacionales más allá de la arena política.

La acción exterior a medida que fueron avanzando los siglos XIX y XX se fue haciendo mucho más compleja. Efectivamente, como bien argumentan algunos autores, al lado de las actuaciones diplomáticas, hoy en día los Estados también recurren a las actividades económicas y culturales, de entre las que destacan las informaciones oficiales y las campañas de propaganda, tecnológicas, humanitarias, etc.

Una realidad ilustrativa de como la sociedad internacional que emergería de ambas guerras mundiales mostraría una agenda de interacciones y actores internacionales cada vez más compleja que, en no pocos casos, ya había comenzado a dar sus primeros pasos en el siglo XIX. La mayor heterogeneidad de actores, en detrimento del protagonismo exclusivo de los Estados propio del sistema interestatal que se fraguaría en Westfalia, a tenor de la proliferación de organizaciones internacionales, y actores transnacionales como las organizaciones no gubernamentales (ONGs), la multinacionales, los actores intraestatales no gubernamentales e incluso los propios individuos, iría pareja a la composición de una agenda de interacciones más compleja y variada y la aparición de nuevas formas de diplomacia. Entre estas últimas, Ángel Ballesteros menciona: la diplomacia ad hoc, en las que se incluyen las oficinas temporales o permanentes, el envío de funcionarios técnicos para asuntos específicos y las misiones especiales; y la diplomacia multilateral, tanto en la faceta de las conferencias internacionales, como la vertiente de las organizaciones internacionales, universales y regionales. La «proliferación de estas nuevas formas de diplomacia, consecuencia lógica de la evolución de la comunidad mundial, va acompañada de la tendencia en aumento de los distintos departamentos ministeriales no ya a su normal participación, sino al establecimiento de sus propias delegaciones y por descontado a la gestión unilateral de sus intereses», expresión «de los impulsos centrífugos de cada departamento, que quiere imponer sus propias reglas no sólo funcionales, sino funcionariales».

A todo ello habría que añadir otro fenómeno fundamental en las relaciones internacionales, especialmente desde el ciclo de guerras mundiales, la paulatina extensión de las organizaciones internacionales, tanto de naturaleza intergubernamental como supranacional, han contribuido a erosionar la fortaleza, hasta entonces inexpugnable, de la soberanía estatal transformando la posición de los Estados en la sociedad internacional, un fenómeno al que suelen referirse los expertos como las «soberanías perforadas».

El horizonte en el que se mueve la acción exterior es, por lo tanto, cambiante y heterogéneo. De hecho, la concurrencia en la escena internacional de la actividad de otros departamentos ha ido socavando el monopolio que, a priori, ejercían los organismos específicos de la Administración del Estado, el Ministerio de Asuntos Exteriores y, en consecuencia, ha suscitado una cuestión fundamental para la coherencia y eficacia de la política exterior, ¿cómo preservar en este nuevo contexto la indispensable unidad de la acción exterior? y, en consecuencia ¿cómo garantizar la coordinación de la acción exterior en el ámbito de las políticas públicas de los Estados?

En principio, nadie discute ni cuestiona la necesidad de la coordinación para preservar la unidad de acción exterior y evitar las disfunciones y contradicciones que podrían erosionar la credibilidad y la consecución de los objetivos y fines de la política exterior. Si bien es cierto, como afirma Carlos Sanz Díaz, que el principio de unidad de acción exterior es comúnmente aceptado en el plano doctrinal, la práctica ilustra las múltiples dificultades para su aplicación. El problema, sin duda, no es nuevo. Ya era objeto de preocupación, en el caso español, por parte de los responsables de la política exterior y, en particular, del Ministerio de Estado en los años 1920 y 1930. En un Decreto del citado Ministerio fechado el 7 de noviembre de 1933, a tenor del cual se aspiraba a preservar la unidad de acción y no interferir en la labor del Ministerio, se estipulaba que «las gestiones que los organismos oficiales del Estado, Región, Provincia y Municipio crean oportuno encomendar a los Representantes diplomáticos y consulares de España en el extranjero, habrán de tramitarse, necesariamente, por conducto del Ministerio de Estado».

La casuística, por seguir con el caso español, en torno a las disfunciones interdepartamentales en el desarrollo de la acción exterior son múltiples. En el primer tercio del siglo XX, en los asuntos concernientes a la actuación de España en su zona del Protectorado de Marruecos los conflictos de competencias entre el Ministerio de Estado, la Presidencia del Consejo de Ministros en cuyo seno se crearía la Dirección General de Marruecos y Colonias y los estamentos militares fueron objeto de tensiones constantes. Lo mismo cabría afirmar de las dificultades para coordinar la actividad de España en la Sociedad de Naciones, pese a la intermitente e irregular existencia de la Oficina Española de la Sociedad de Naciones. En este sentido, el más ambicioso intento por coordinar y vertebrar la actividad española en Ginebra, en especial ante las Asambleas de la Sociedad correspondería a Salvador de Madariaga cuando asumió en tiempos de la II República el liderazgo de la Delegación española ante la organización internacional. En tiempos de la dictadura del general Franco no son menos notorios los problemas de coordinación entre la Presidencia del Gobierno y el Ministerio de Asuntos Exteriores, especialmente en la época de Fernando María Castiella, en relación a la actitud general ante la descolonización, o las disfunciones entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Presidencia del Gobierno y los institutos armados a tenor de las negociaciones para renovar los acuerdos defensivos con los Estados Unidos. Estos problemas tenderían a amplificarse a tenor de la homologación internacional de España al hilo del proceso de transición política y la incorporación de España a las instituciones europeas y atlánticas.

En el contexto y los esfuerzos por afrontar la modernización de la Administración Exterior, en las conclusiones definitivas del informe sobre el Libro Blanco de la Administración Exterior del Estado, aprobado por acuerdo del Consejo de Ministros el 24 de abril de 1987, tras enfatizar la necesaria coordinación y la preservación de la unidad de acción exterior concluía que «en las circunstancias de la vida internacional de nuestro tiempo, el Ministerio de Asuntos Exteriores no ha de aspirar a monopolizar la acción exterior. Todos los demás Departamentos ministeriales (...) tienen una vertiente exterior (...) Todos estos Ministerios alimentan intereses y se marcan objetivos sectoriales cuya realización trasciende las fronteras y supone la cooperación con los órganos equivalentes de otros Estados». Este conjunto de cuestiones, sobre la que también concurre la especialización progresiva de la acción exterior, ha confluido en los debates sobre el lugar de los diplomáticos y la naturaleza de su función y el papel del Ministerio de Asuntos Exteriores en las relaciones internacionales en el mundo actual. Esta última cuestión era, precisamente, una de las preocupaciones abordadas en un estudio realizado por Ignacio Molina y Fernando Rodrigo en el que concluían que este nuevo escenario no ha de implicar una pérdida de importancia del Ministerio de Asuntos Exteriores, sino una redefinición de su cometido. En consecuencia, el Ministerio «de autoridad jerárquica en la actividad internacional de España el Ministerio se ha de convertir en mediador entre actores e instituciones –transboundary facilitator– que progresivamente adopta un modelo dialogal para la governance exterior».

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