El dinero que la comunidad internacional inyecta en Somalia mantiene vivo el conflicto en el país. Los fondos que deberían destinarse a mejorar la situación, solo sirven para subvencionar a un Gobierno corrupto y financiar indirectamente a los rebeldes.
Circulamos en carros blindados a toda velocidad por calles destrozadas. Los niños nos sonríen y saludan con la mano, los jóvenes sin uniforme pasean con grandes fusiles y largas ristras de balas en los hombros, los ancianos sentados en las puertas de casas en ruinas nos siguen con una mirada imperturbable. Bienvenidos a Mogadiscio, la capital de Somalia, el Estado más fallido del mundo.
Llegamos al Parlamento, cerca de Villa Somalia, nombre con el que se conoce al recinto presidencial. Un destacamento ugandés de AMISOM, la misión militar de paz de la Unión Africana (UA), protege la zona.
El Parlamento cuenta con la considerable cifra de 550 diputados. Y ya sólo, el Gobierno Federal de Transición (GFT) está formado nada menos que por 39 ministros (incluyendo por ejemplo uno de Turismo y Vida Salvaje). Además del presidente del país y el del Parlamento y el primer ministro.
Sin embargo, la realidad es que el Estado no existe, no hay servicios públicos y de todo el territorio, el Gobierno sólo controla tres zonas de Mogadiscio: el puerto, el aeropuerto y Villa Somalia, incluidas sus calles adyacentes. Esto gracias a la presencia militar de AMISOM y al apoyo financiero de la comunidad internacional, que corre con la práctica totalidad de los gastos.
Desde principios de 2007, cuando el GFT reconquistó Mogadiscio, Somalia y en particular su capital, viven en estado de guerra entre el Gobierno y las milicias islamistas rebeldes. En especial, Al Shabab (“los jóvenes” en árabe), que es la más importante de la región y que en marzo declaró pertenecer a Al Qaeda. Cuenta en sus filas con militantes extranjeros y controla gran parte del país.
La población civil depende de sí misma para sobrevivir, ya sea entre los disparos y las explosiones en la capital o bajo el estricto régimen que Al Shabab impone. Están prohibidas la música y la televisión, a los ladrones se les corta las manos y se ejecuta a los espías en público.
La Unión Europea es el mayor donante de dinero para Somalia, con un presupuesto estimado en 415 millones de euros entre 2002 y 2013. Esto sin contar con la ayuda humanitaria y de emergencia.
Dada la precaria situación de la seguridad en la región, todo el trabajo se hace desde Nairobi (Kenia). Desde la delegación de la Comisión Europea, que también está ubicada allí y se ocupa de Somalia, explican que alrededor del 40 % del dinero se invierte a través de las agencias de la ONU y el resto se les da a las ONGs internacionales. No obstante, éstas sólo trabajan en terreno somalí mediante socios locales, ya que por motivos de seguridad su personal no puede establecerse en el país.
En estas circunstancias, saber dónde va a parar el capital es difícil. “Tenemos que ser creativos con la rendición de cuentas”, reconoce de forma anónima un miembro de la delegación, “pero simplemente no tenemos dinero ni recursos para averiguar en qué se lo están gastando”.
De hecho, Al Shabab impone diferentes impuestos en las áreas bajo su control y extorsiona a las organizaciones que trabajan en el terreno, por lo que podría ocurrir que el fondo europeo esté financiando indirectamente a los rebeldes.
Una de las agencias más involucradas en la región, es la oficina para Somalia del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que usa capital europeo y de otros donantes para financiar al GFT y pagar parte de los sueldos de los miembros del Gobierno. Detalle controvertido ya que, aunque apenas tiene recursos y prácticamente carece de un país para gestionar, ha conseguido mantenerse durante los últimos cuatro años como la administración más corrupta del mundo, según la organización Transparencia Internacional.
“No es culpa nuestra, es el legado que nos han dejado anteriores gobiernos”, afirma Abdirahman Omar Osman, ministro de Información del GFT. Además, se queja de que los donantes no dan el dinero directamente al Estado. “La comunidad internacional no se fía de nosotros pero alguien tiene que iniciar el ciclo de confianza, estamos preparados para cambiar la situación”.
Antes de dimitir en septiembre, debido a disputas con el presidente del Gobierno, Sheikh Sharif Sheikh Ahmed, el primer ministro somalí, Omar Abdirashid Ali Sharmarke, señalaba: “hemos conseguido mantenernos en pie frente a enormes retos, tales como los de Irak y Afganistán. Hemos mantenido este mínimo espacio para seguir deliberando cómo ofrecer servicios a la población”.
Desde 2007, ha habido cuatro jefes de Estado y se han producido ocho remodelaciones en el mismo. Y esto en un Ejecutivo que carece de espacio que administrar.“Es increíble, les pagamos el sueldo y ellos siguen cambiando el gabinete y por supuesto se quedan con el capital”, se lamenta un miembro de la delegación de la Comisión.
En Nairobi, muchos dedos apuntan al PNUD como el responsable de enderezar al GFT, ya que se trata de la agencia que canaliza el dinero internacional para retribuir parte de los salarios de los funcionarios. La propia Oficina de Evaluación del PNUD para Somalia concluyó el pasado julio que ésta “asumió la responsabilidad de ciertas tareas y servicios que, como resultado, redujeron la credibilidad de la organización como un socio neutral e imparcial para el desarrollo”.
Marie Dimond, vicedirectora de la oficina para Somalia del PNUD, asegura que su departamento “realiza todo el esfuerzo posible para administrar la asistencia de un modo eficiente y que pueda rendir cuentas a pesar de un entorno de operaciones muy complejo”. “Vamos a continuar apoyando al país, aunque hay enormes retos dado el difícil ambiente político y de seguridad”.
Sin embargo, el delegado de la Comisión dice que habría que cambiar el concepto y “pagar no a los ministros sino a los funcionarios, así éstos tendrían el incentivo para trabajar y reinvertirían sus sueldos en la economía local”. Contrario a esta idea es un diplomático que ha vivido en Mogadiscio y trabajado para la UE y la ONU, y explica que esta acción tampoco garantizaría nada porque los miembros del Gobierno suelen traer y llevarse consigo a sus propios trabajadores, algo que responde a una complicada trama de lealtad al propio clan y grupo social.
Los soldados gubernamentales desertan, venden sus armas y uniformes a los rebeldes o incluso se unen a ellos. | ||||||
“Somalíes que llevan una vida relativamente cómoda en la diáspora, de repente deciden regresar para convertirse en diputados y ganar 700 dólares al mes (unos 500 euros): o tienen verdadero amor por su país o vienen por otros motivos más materiales”, asegura este diplomático. “Y nuestra experiencia con ellos nos demuestra que la mayoría vuelven por otras razones”.
Además, este experto relativiza las críticas al PNUD: “Para la UE es muy fácil criticar a la ONU sobre su administración sobre el dinero europeo, pero en realidad Bruselas no querría tener que encargarse ella misma del trabajo”. “Ninguna agencia u organización desearía responsabilizarse de la financiación del partido, y la oficina del PNUD sólo aceptó bajo mucha presión”.
No obstante, también coincide en que el actual modelo no funciona. “Hay un enorme signo de interrogación sobre la gran cantidad de capital invertido en Somalia y el nulo rendimiento de éste”.
Un ejemplo es el ejército del GFT. Durante la ofensiva del Al Shabab en el mes santo del Ramadán en verano, los soldados simplemente abandonaron muchas de sus posiciones en Mogadiscio. Uno de los pocos lugares donde se mantuvieron firmes, apoyados por un destacamento burundés de AMISOM, es Hosh, entre el K4 –una estratégica rotonda que conecta la carretera del aeropuerto con la calle que se dirige hacia Villa Somalia– y el mercado de Bakara, bastión de los rebeldes.
El teniente coronel Abdulahi Ousman, Agey, y algunos de sus militares nos reciben en Hosh. No todos tienen uniforme pero sí muestran con orgullo sus enormes fusiles. Ousman, de 58 años de edad y que ya era oficial durante la dictadura en Somalia de Siad Barre, confirma la repetida historia de que los milicianos del GFT llevan meses sin cobrar su salario de 100 dólares mensuales.
Nadie sabe qué ocurre con este dinero, que procede de fondos donados por Estados Unidos e Italia y que desaparece misteriosamente antes de llegar a las tropas. Como consecuencia, soldados gubernamentales desertan, venden sus armas y uniformes a los rebeldes o incluso se unen a ellos.
Públicamente, la comunidad internacional mantiene al GFT como interlocutor y el Grupo Internacional de Contacto para Somalia, reunido en Madrid el pasado septiembre, confirmó su apoyo al Gobierno somalí. Además, España se comprometió a donar otros 4 millones de dólares.
La ONU calcula que, desde el inicio de 2007, el conflicto en el país ha costado la vida a unas 20.000 personas y 1,5 millones han resultado desplazadas. Cerca de 3 millones de ciudadanos dependen de la ayuda humanitaria.
El Estado dedica sus pocos recursos a peleas internas. En la actualidad 7.100 soldados de AMISOM impiden que el Gobierno caiga, pero no tienen capacidad para tomar Mogadiscio. Los rebeldes controlan y administran gran parte del país.
En definitiva, la situación apenas ha variado en los últimos tres años. El dinero de la comunidad internacional en Somalia mantiene vivo el conflicto. Como asegura un diplomático que residió en Mogadiscio, “es como mantener con vida a un enfermo, pero no hacer nada para curarlo”.