viernes, abril 26, 2024

Tratado de alianza defensiva y ofensiva celebrado entre las coronas de España y Francia contra la de Inglaterra; firmado en Aranjuez el 12 de abril de 1779

Tratado de alianza defensiva y ofensiva celebrado entre las coronas de España y Francia contra la de Inglaterra; firmado en Aranjuez el 12 de abril de 1779 (1).

Habiendo empleado el rey católico todos los medios que le ha sugerido su amor a la humanidad y a la tranquilidad general de las naciones para atajar el progreso de las turbaciones ocurridas entre la Francia y la Inglaterra; y no habiendo producido hasta ahora efecto alguno favorable los oficios de paz practicados con el ministerio británico; ha llegado el caso de recelar justamente su Majestad católica que la corte de Londres procura tomarse tiempo para llevar adelante las agresiones e insultos meditados y ejecutados, no solo contra la misma Francia, sino también contra los dominios ultramarinos de la España y contra su pabellón, el cual ha sido ofendido repetidas veces sin que hasta aquí se haya logrado satisfacción alguna, no obstante las muchas reconvenciones hechas al ministro inglés. En tales circunstancias, para el caso de no tener mejores efectos los esfuerzos últimos practicados por el rey católico con el objeto de lograr el beneficio de la paz, se ve su Majestad en la sensible necesidad de tomar parte en la guerra; a fin de precaver e impedir los gravísimos daños que amenazan a todos sus amados vasallos de ambos mundos y también para satisfacer la amistad y empeño de esta corona, conforme a los tratados que entre ellas subsisten. Para esto han acordado sus Majestades católica y cristianísima en explicación y exacta ejecución de dichos tratados y especialmente del artículo 16 del pacto de familia, concertar las operaciones de guerra para el caso de que esta se verifique, y las condiciones o ventajas que los dos altos contratantes han de procurar adquirir o establecer en el tratado en que se proporcione la paz. En consecuencia de ello sus Majestades católica y cristianísima han dado sus plenos poderes; a saber, su Majestad católica a don José Moñino, conde de Floridablanca, caballero pensionado de la real orden de Carlos III, de su consejo de estado, y su primer secretario de estado y del despacho; y su Majestad cristianísima al conde de Montmorin, su embajador extraordinario y plenipotenciario en esta corte de España: los cuales plenamente instruidos de las intenciones de sus respectivos soberanos, habiéndose comunicado sus citados plenos poderes, han convenido en los artículos siguientes.

Artículo 1°.
Su Majestad católica declara, que si en respuesta a las últimas explicaciones y medios de pacificación propuestos a la corte de Londres, por correo extraordinario expedido en 3 de abril de este año, no viniere esta aceptándolos en términos que deba tener efecto desde luego dicha pacificación, entrará en guerra con el rey y corona de Inglaterra, y hará causa común con su Majestad cristianísima, publicando la declaración, y empezando las hostilidades en el tiempo y forma que han principiado ya a concertar dichos soberanos; para que no se malogren y sean efectivas las operaciones.

Artículo 2°.
Para el caso citado en el artículo antecedente se tendrá ya prevenido el plan de operaciones, de que se ha empezado a hablar y convenir, en que puedan obrar las fuerzas de mar y tierra de ambas coronas con utilidad recíproca: debiendo de ser parte necesaria de este plan una invasión en los dominios de Europa pertenecientes a la Gran Bretaña; para el que se darán mutuamente los dos altos contratantes los auxilios que se especificarán en el mismo plano.

Artículo 3°.
Sus Majestades católica y cristianísima renuevan la obligación del artículo 17 del pacto de familia, en su consecuencia prometen no escuchar proposición alguna directa o indirecta de la parte del enemigo común sin comunicársela recíprocamente; y que ninguna de ambas Majestades firmará con dicho enemigo tratado, convención o acto alguno de cualquiera naturaleza que pueda ser sin la noticia y previo consentimiento de la otra.

Artículo 4°.
El rey cristianísimo en exacta ejecución de sus empeños contraídos con los Estados-Unidos de la América Septentrional, ha propuesto y solicitado que su Majestad católica desde el día en que declare la guerra a la Inglaterra reconozca la independencia soberana de dichos estados y que ofrezca no deponer las armas hasta que sea reconocida aquella independencia por el rey de la Gran Bretaña, haciendo este punto la base esencial de todas las negociaciones de paz que se puedan entablar después. El rey católico ha deseado y desea complacer al cristianísimo su sobrino y procurar a los Estados-Unidos todas las ventajas a que aspiran y puedan obtenerse.
Pero no habiendo hasta ahora celebrado con ellos su Majestad católica tratado alguno en que se arreglen sus intereses recíprocos, se reserva ejecutarlo y capitular entonces todo lo que tenga relación a la citada independencia. Y desde luego promete el rey católico no arreglar, concluir ni aun mediar para tratado o ajuste alguno con dichos estados, o relativamente a ellos sin participarlo al rey cristianísimo, y sin concertar todo lo que tenga conexión con el expresado punto de independencia.

Artículo 5°.
Para el caso futuro de paz y el tratado definitivo que proporcione la misma guerra, entiende su Majestad cristianísima procurarse o adquirir las ventajas o utilidades siguientes:
— 1a la revocación y abolición de todos los artículos de los tratados que quitan la libertad que pertenece de derecho a su Majestad cristianísima de hacer en Dunkerque los trabajos de mar o tierra que juzgue necesarios;
— 2a expulsión de los ingleses de la isla y pesca de Terranova;
— 3a la libertad absoluta e indefinida del comercio de las Indias Orientales, y la de adquirir y fortificar en ellas los establecimientos que su Majestad cristianísima tenga por conveniente;
— 4a el recobro del Senegal y la más entera libertad del comercio sobre las costas de África, fuera de los establecimientos ingleses;
— 5a la posesión irrevocable de la isla Dominica;
—y 6a la abolición o la entera ejecución del tratado de comercio concluido en Utrech en 1713 entre la Francia y la Inglaterra.

Artículo 6°.
Si el rey cristianísimo consiguiere hacerse dueño de la isla de Terranova y asegurarse de su posesión, serán admitidos los súbditos del rey católico a hacer la pesca; y ambos soberanos concertarán para este efecto las ventajas, derechos y prerrogativas de que hayan de gozar los referidos vasallos de su Majestad católica.

Artículo 7°.
El rey católico por su parte entiende adquirir por medio de la guerra y del futuro tratado de paz las ventajas siguientes:
— 1a la restitución de Gibraltar;
— 2a la posesión del río y fuerte de la Mobile;
— 3a la restitución de Panzacola con toda la costa de la Florida correspondiente al canal de Bahamas, hasta quedar fuera de él toda dominación extranjera;
— 4a la expulsión de los ingleses de la bahía de Honduras, y la observancia de la prohibición pactada en el último tratado de París de 1763 de hacer en ella ni en los demás territorios españoles establecimiento alguno;
— 5a la revocación del privilegio concedido a los mismos ingleses de cortar el palo de tinte en la costa de Campeche;
—y 6a la restitución de la isla de Menorca.

Artículo 8°.
En el caso en que el rey católico obtenga prohibir a los ingleses la entrada y corte de palo de tinte en la costa y bahía de Campeche, concederá su Majestad católica este privilegio a los súbditos de su Majestad cristianísima, concertando las ventajas, derechos o prerrogativas de que hayan de gozar.

Artículo 9°.
Sus Majestades católica y cristianísima prometen hacer todos sus esfuerzos para procurarse y adquirir todas las ventajas arriba especificadas, y de continuarlos hasta que hayan obtenido el fin que se proponen: ofreciéndose mutuamente no deponer las armas ni hacer tratado alguno de paz, tregua o suspensión de hostilidades, sin que a lo menos hayan obtenido y asegurado respectivamente la restitución de Gibraltar y la abolición de los tratados relativos a las fortificaciones de Dunquerque; o en defecto de este, otro cualquiera objeto de la satisfacción del rey cristianísimo.

Artículo 10°.
De las demás conquistas que podrán hacer junta o separadamente, las dos potencias contratantes dispondrán según las circunstancias que ocurrieren para el bien común de la alianza y conveniencia recíproca.

Artículo 11°.
Los casos no previstos ni especificados en la presente convención se arreglarán y decidirán por la letra y espíritu de los tratados que subsisten entre ambas monarquías, y señaladamente por el del pacto de familia que de nuevo prometen los dos altos contratantes observar religiosamente.

Artículo 12°.
Las ratificaciones de la presente convención se expedirán y canjearán en el término de cuatro semanas, o antes si fuere posible. En fe de lo cual, nos los infrascritos ministros plenipotenciarios de su Majestad católica y de su Majestad cristianísima, en virtud de los plenos poderes que van arriba citados, hemos firmado esta convención y puesto en ella los sellos de nuestras armas. En Aranjuez a 12 de abril de 1779. — El conde de Floridablanca,—El conde de Montmorin.

El rey de Francia firmó el instrumento de ratificación de este tratado en Versalles a 28 del citado mes de abril; y en 11 del siguiente mayo de dicho año de 1779 se hizo el canje con el de la ratificación de su Majestad católica.

NOTAS.

(1) Sublevadas las colonias inglesas de la América septentrional en 1765, recorrieron, como todos los pueblos que se emancipan, una serie de fases desde las sumisas representaciones hasta la rebelión y abierta hostilidad contra la metrópoli, sin que el gobierno británico, regido entonces con vacilante mano y contrariado por una fuerte oposición en el parlamento, hubiese podido desplegar medios adecuados de represión. Ineficaces los que empleó, las provincias disidentes se constituyeron en república federativa bajo el nombre de Estados Unidos de América, después de haberse declarado independientes el 4 de julio de 1776.

Creyendo oportunísima la insurrección americana para entretener y debilitar el poder marítimo de la Gran Bretaña, procuraron fomentarla los reyes de España y Francia con envíos clandestinos de armas y dinero que pasaban como objeto de especulación de contratistas particulares. La antipatía del marqués de Grimaldi hacia la Inglaterra y su ciega deferencia al duque de Choiseul comprometieron neciamente al gobierno español desde un principio en una causa contraria a sus intereses políticos. No le aconsejaban estos ciertamente apoyar ideas de libertad y emancipación que pudieran propagarse un día y germinar en los vastos dominios que poseía él mismo en aquel continente. Cuando en 1777 reemplazó Florida Blanca a Grimaldi en el ministerio de estado, las cosas se hallaban harto adelantadas ya para poder retroceder del falso camino en que se había empeñado el gabinete de Madrid. Abrumada además la Inglaterra con el peso de aquella larga y dispendiosa guerra, y enflaquecida la autoridad pública con las disensiones internas de los partidos políticos, era muy halagüeña, para despreciada, la ocasión que se presentaba ahora al gobierno español de alcanzar el constante objeto de sus deseos. Eran estos, decía Florida Blanca en un despacho de 13 de enero de 1778 al conde de Aranda, que se hallaba de embajador en París, “recobrar las vergonzosas usurpaciones de Gibraltar y Menorca y arrojar del seno mejicano, bahía de Honduras y costa de Campeche unos vecinos que la incomodan (a España) infinito”.

No se crea sin embargo que a este objeto, por grande y popular que fuese para España, sacrificó impremeditadamente la corte de Madrid el reposo público, ni que llevada del cálculo de un frío egoísmo hubiese violado por el solo interés las relaciones de paz en que se hallaba a la sazón con la Inglaterra. Verdad es que para hallarse preparada en todo evento, procuró poner en estado respetable sus fuerzas de mar y tierra, y crearse alianzas y amistades en el exterior por medio de muchos tratados que celebró en esta época; pero su inclinación no era a la guerra y puede asegurarse fundadamente que con algunas concesiones hubiera podido el gabinete británico atraerse su neutralidad y aun quizá su favorable o parcial mediación en la lucha con los americanos o en la que estalló en este mismo tiempo con la Francia.

Había procurado esta potencia, con las más vivas gestiones, empeñar a Carlos III en el reconocimiento de la independencia americana y en que de consuno declarasen la guerra al poder británico. Más propenso el conde de Aranda a los hábitos marciales de su profesión primera, que al sereno y reflexivo examen de los intereses políticos, molestaba también desde París, inculcando la utilidad de prestarse a aquellas miras; y el conde de Montmorin, embajador de Luis XVI, era finalmente en Madrid un activo auxiliar que con mil promesas y argumentos intentaba vencer diariamente la prudente circunspección del gabinete español.

No carecían de algún fundamento estos argumentos. Había un partido considerable en el parlamento inglés que quería se declarase la independencia de las colonias, uniéndose después las fuerzas de ambos estados para vengar los ultrajes que creía la Inglaterra haber recibido de los dos monarcas de la casa de Borbón. Arrastrado el gobierno por aquella opinión titubeó un momento y llegó a enviar emisarios que tratasen secretamente con los comisionados americanos que se hallaban en París. Si tales negociaciones hubiesen tenido éxito, la situación de España y Francia no era en verdad muy lisongera, malogrados sus sacrificios pecuniarios, perdido el mérito de haber dado la independencia a las colonias, y expuestos dichos monarcas al enojo de su ofendido rival. Pero Florida Blanca calculó sagazmente que una avenencia de aquel género no era compatible con el orgullo inglés, ni conciliables las pretensiones de la metrópoli con la situación política que habían alcanzado ya los colonos. Calificó pues de temor pueril el de la Francia y rehusó categóricamente entrar en otros compromisos que el de continuar prestando los subsidios clandestinos que se daban a los Estados-Unidos desde el principio de la insurrección.

Entretanto la nueva república había dado mayor consistencia a su nacionalidad con la famosa capitulación de Saratoga, en virtud de la cual rindió sus armas el 16 de octubre de 1777 una división inglesa de cinco a seis mil hombres mandados por el general Burgoyne. Decidióse entonces el gobierno francés a reconocer públicamente la independencia americana. Hallábanse en París desde el año anterior como agentes de los Estados-Unidos, Silas, Deane, Arturo Lee y el célebre doctor Benjamin Franklin, cuya capacidad, sencillez y costumbres severas le habían atraído la consideración general. El 16 de diciembre les anunció el gobierno francés “que después de una larga y madura deliberación sobre sus negocios y proposiciones, el rey se había determinado a reconocer la independencia de la república, y a concluir con ella un tratado de comercio y otro para una alianza de defensa eventual”. Firmáronse en efecto estos dos tratados el 6 de febrero de 1778; concurriendo como plenipotenciarios de los Estados-Unidos los tres sujetos que quedan señalados y por parte de Luis XVI Mr. Gérard, oficial primero del ministerio de negocios extranjeros.

En la transacción comercial solo hay de notable haber puesto el tráfico y condición de sus respectivos súbditos en el pie que estuviere o pudiere estar el de las naciones más favorecidas; y haber fijado el principio de que las mercancías en tiempo de guerra siguen la cualidad de la bandera; esto es, que se consideran sujetas a confiscación todas las que estuvieren cargadas en buque enemigo, pero salvas y libres las que se hallaren a bordo de buques franceses o americanos, aunque la propiedad de ellas fuese realmente del enemigo. Por el tratado de alianza defensiva obligáronse los signatarios a reunir sus armas contra la Inglaterra, si ofendida esta por las presentes estipulaciones declarase guerra a los franceses. Los aliados no las soltarían hasta dejar formalmente asegurada la independencia americana: no harían paz ni tregua con el enemigo común sin el mutuo consentimiento y se darían garantía por los estados que poseyesen y demás que pudieran adquirir por tratados al restablecerse la paz.

En 13 del siguiente marzo el embajador francés, marqués de Noailles, dio conocimiento oficial de estos tratados a la corte de Londres; añadiendo que deseosa la Francia de continuar en relaciones amistosas con el gobierno británico, esperaba que este no turbaría las de comercio que en virtud de lo pactado iban a entablarse entre sus súbditos y los ciudadanos de los Estados-Unidos. A un insulto de esta especie contestó la Inglaterra retirando inmediatamente de París a su embajador lord Stormont. Rompiéronse en consecuencia las hostilidades. El 27 de julio se empeñó ya un combate naval a la altura de Ouessant entre las escuadras francesa y británica, mandada la primera por el conde de Orvillers, y la segunda por el almirante Keppel. Una nueva escuadra francesa, a las órdenes del conde de Estaing se dirigía a la América para proteger las posesiones de esta corona y obrar contra los ingleses en combinación con la de los Estados-Unidos.

Inmediatamente que estalló la guerra, el gabinete de París reclamó de España los auxilios estipulados en el pacto de familia de 1761; pero Carlos III sostuvo que no estaba obligado a tomar parte en una lucha provocada por tratados hechos sin su anuencia, y señaladamente por la notificación de ellos a la corte británica; paso gravísimo a cuya ejecución debiera haber precedido el acuerdo del gobierno español. Determinó pues mantenerse neutral por entonces, continuar en el armamento y organización de sus fuerzas y hacer dependiente su conducta de la que observase la Inglaterra. “Ni queremos la guerra ni la tememos”, escribía Florida Blanca el 24 de marzo a don Francisco Escribano, encargado de negocios de España en Londres.

Seriamente ofendido se hallaba el ministerio español de que no obstante sus circunspectas amonestaciones hubiera procedido la Francia con tanta ligereza que sin un simple, pero anticipado aviso, se hubiese arrojado a publicar y notificar los tratados en Londres. Excusábase el gobierno francés con las dilaciones que había encontrado en Madrid en sus anteriores consultas sobre el reconocimiento de la independencia americana; Pero contestando Florida Blanca a esta objeción, decía al conde de Aranda en un despacho también del 4 de marzo las siguientes palabras, que muestran bien su enojo contra aquellos ministros. “El rey respondió cuanto bastaba sin querer entrar en réplicas ni disputas con una corte que jamás se convence con razones y que contando muy fríamente con el interés o daño ajeno quiere que se haga siempre lo que a ella le parezca o acomode en la sustancia, en el modo y en el tiempo. Debe el rey a la experiencia de estos años, a las noticias de los tiempos pasados y a los hechos y luces que nos ha dado vuecencia gran parte de este modo de pensar”.

Respondiendo el 19 de abril a otro despacho en que Aranda esforzaba con gran calor la idea de que debía declararse inmediatamente la guerra a la Gran Bretaña, añadía el conde de Florida Blanca: “sin extenderme a contestar los razonamientos de vuecencia, podré asegurarle haber leído al rey íntegramente todo su despacho, en cuya consecuencia me manda decirle: que todos los inconvenientes que vuecencia sabiamente expone son menores que el dejar el rey de ser soberano y constituirse súbdito de otro para los puntos esenciales de la paz y la guerra: que todas las ventajas que insinúa vuecencia pudiéramos sacar de un rompimiento, procederían en el supuesto de ayudarnos con calor nuestro aliado; lo que no habiendo hecho jamás, aun cuando lo ha ofrecido, mal debiéramos esperarlo ahora que nos ha declarado fríamente no importarle nada nuestros intereses y sí solo la independencia de las colonias; que de las repetidas experiencias anteriores debemos colegir seríamos abandonados en el punto en que a esa corte le conviniese, logrados ya sus objetos, sin embargo de que de común acuerdo nos hallásemos empeñados en alguna empresa o conquista que interesare a España esencialmente; que además de esto, hasta el momento actual no ha declarado su Majestad lo que hará ni lo que dejará de hacer, en cuya virtud no puede argüirse todavía sobre un sistema adoptado; y por último que se promete su Majestad del notorio celo y fidelidad de vuecencia conformará enteramente sus ideas y sus expresiones a los límites señalados en anteriores despachos, a saber: no disgustar al gabinete francés: no ligarse en nada y no aprobar lo que no sea conforme con las fundadas opiniones del rey”.

No obstante este lenguaje, la disensión actual tenía un carácter circunscripto a las dos cortes; era propiamente un disturbio de familia. Prescindiendo de la unión íntima que hubo durante el reinado de Carlos III entre los principes de la casa de Borbón, estaba la España ahora no poco interesada en sostener la alianza del francés para que unidas sus armas pudiesen recuperar un día a Menorca y Gibraltar, si no se conseguía antes este resultado por los medios pacíficos de la negociación. Conveníale para ello que el gobierno inglés no penetrase aquel gérmen de disgusto y llegase a concebir esperanzas de desunir las dos coronas. Así es que el ministro español que con tanta severidad juzgaba al gabinete francés, se expresaba en términos muy distintos en el despacho que escribía el 4 de marzo al encargado de negocios en Londres.

“Su Majestad le decía: no quiere acriminar la conducta de la Francia. Tal vez los rumores esparcidos en el parlamento y en toda la nación inglesa de que convenía reconciliarse a toda costa con las colonias y hacer la guerra a la casa de Borbón habrán puesto a la Francia en la tentación, que habrá creído necesidad de tomar su partido con las colonias; así como nosotros, por aquellos rumores y por la inminente mutación de ese ministerio, nos hemos visto precisados a aumentar nuestros armamentos, por más que el rey haya estado siempre y subsista ahora en la firme resolución de evitar la guerra mientras lo pueda conseguir sin faltar a la dignidad de la corona y a la defensa de sus propios súbditos y derechos”.

» Pero sea acriminar ni defender a la Francia en su conducta, se cree su Majestad en absoluta libertad de arreglar la suya, una vez que aquella potencia no ha tenido por necesario contar primero con la noticia positiva y aprobación del rey antes de pasar a la ejecución de unos actos de tanta consecuencia. Bien que no por esto entiende su Majestad quejarse, ni faltar a la amistad de la misma Francia. »
El gabinete de Madrid, mostrando este espíritu imparcial entre los beligerantes y fundando una neutralidad de hecho en sus mutuas disensiones aspiraba a constituirse mediador para la paz, con cuyo carácter se lisongeaba adquirir amistosamente del gobierno inglés la restitución de Menorca o Gibraltar. Si pacíficamente no obtenía este resultado, siempre conseguía con la mediación ganar tiempo, durante el cual a medida que organizaba sus fuerzas, se debilitaban las inglesas y quedaban incapaces de resistir, llegado el caso, un golpe fuerte y repentino. Pero las armas eran el último extremo al que pensaba recurrir el gabinete español; y no son justos los historiadores ingleses en suponer que Florida Blanca obraba de mala fe. Este ministro empleó durante un año todos los medios posibles de avenencia para terminar las diferencias pendientes. Opinando como el ministro Carvajal que no es dable una amistad sincera entre España e Inglaterra, mientras la última retenga a Gibraltar, indicó mas de una vez que su restitución seria el vínculo mas sólido de las dos naciones y el medio de prevenir las calamidades de una nueva lucha. Guiado el ministerio inglés de principios políticos que no se conciben y pero que se han renovado en nuestros días y malogró esta ocasión de separar a los dos príncipes de la dinastía de Borbón y prefiriendo una roca estéril a los beneficios de la alianza natural de España.
Fiel a su sistema, el conde de Florida Blanca, luego que se rompieron las hostilidades entre la Inglaterra y Francia, no hallándose bastante representado el rey de España en Londres, trasladó a aquella corte desde Lisboa al marqués de Almodovar don Pedro Francisco Suarez de Góngora. Era el principal encargo del nuevo embajador preparar sagazmente las cosas de modo que el gobierno inglés reclamase la mediación de Carlos III; mediación que el gabinete francés estaba por su parte en aceptar y sobre lo cual se seguía una secretísima correspondencia entre Florida Blanca y el conde de Vergennes, ministro de negocios extranjeros de Luis XVI. Las instrucciones que se dieron a Almodovar el 29 de mayo ponen en claro las ideas de la corte de Madrid y la sagacidad del ministro español. Eran de dos clases, ostensibles las unas, estaba autorizado el embajador para mostrarlas a los ministros franceses a su paso por París; pero las otras eran tan secretas, que hasta del conde de Aranda se le mandaba reservarlas. Los párrafos de la instrucción ostensible que trataban de los actuales negocios hallábanse concebidos en los términos siguientes:
» El rompimiento próximo o actual de las dos cortes de París y Londres exige que os conduzcáis con gran circunspección. Nuestra intención y nuestros deseos se dirigen a mantener por nuestra parte la paz todo el tiempo que pueda lograrse sin ofensa del real decoro ni de nuestros derechos o de los respectivos a nuestros amados vasallos. Vuestra conducta y vuestro lenguaje con los ministros británicos y con las demás personas que puedan allí tener influjo en los negocios, deben contribuir infinito a cumplir las miras que nos hemos propuesto.
» Bien sabéis que no hemos tenido parte directa ni indirecta en el tratado hecho por la Francia con los diputados de las colonias americanas insurgentes, y que tampoco se nos ha comunicado, hasta después de resuelta y ejecutada, la declaración o notificación de aquel tratado por la corte de París a la de Londres. Este es un hecho que prueba convincentemente la indiferencia o sea imparcialidad nuestra en las desavenencias actuales; y por consecuencia os será fácil persuadir la confianza que se debe tener en nuestro modo de pensar, en nuestras explicaciones y hechos, en nuestros consejos o dictámenes. El dar esta idea y confianza en todos los lances y ocasiones que se os presenten sin afectación, debe ser la base de vuestra conducta y negociaciones.
» Es natural que el ministerio y nación británica, aprovechándose de la misma conducta que la Francia ha tenido con nosotros, quieran picaros o inflamaros con el fin de que viérais algunas especies, y para dividirnos o separarnos de la amistad francesa, o a lo menos entibiarnos en ella. Sería una afectación muy irregular la de negar que nos ha sido muy sensible el partido que ha tomado la Francia sin nuestra real noticia o aprobación; pero podréis hacer observar a los que os hablen de esto, que somos heroicamente superiores a los resentimientos de etiqueta con los príncipes de nuestra propia familia, y que por ellos no faltaríamos al amor que les profesamos ni a nuestros empeños, si por otra parte nos viésemos justamente obligados a ellos.
» Sobre este supuesto debereis proceder y expresar, que aunque en el día nos creemos en absoluta libertad de obrar según convenga, mediante la que se ha tomado la Francia; se os ocurren a vos mismo en particular algunas reflexiones que pueden disculpar en mucho la conducta del gabinete francés y que por otra parte son suficientes para templar nuestro ánimo no menos que el del ministerio británico, de forma que se alejen las calamidades de la guerra y se entable alguna negociación.
» Es innegable que después de la rendición del general Burgoyne se habló con descaro en las dos cámaras del parlamento inglés contra la Francia y aún contra toda la casa de Borbón; que dentro y fuera de las mismas cámaras se echó la voz de que convendría reconciliarse con las colonias y aliarse con ellas contra la misma Francia y la España; que sobre el fundamento de estos discursos ofreció el ministro inglés, Lord North, presentar a las cámaras un plan de reconciliación con las colonias: que al mismo tiempo se hacían en los puertos de Inglaterra extraordinarios armamentos marítimos, los cuales no parecían necesarios para la continuación de la guerra con los insurgentes; y finalmente que se insultaba al pabellón español y al francés, haciéndose varias presas sin motivo justificado.
» En tales circunstancias, así como la España no pudo dejar de prevenirse y armarse, como lo ha hecho y continuará mientras no tenga competentes seguridades que la tranquilizen, es en algún modo disculpable la Francia, que siendo más viva y teniendo a la mano a los agentes o diputados de las colonias, quisiese también asegurarse por este medio para no tenerlas por enemigas cuando la metrópoli las hubiese hecho sus aliadas, según el modo de pensar de muchos miembros del parlamento y de la nación británica.
» Pero sea comoquiera de las disculpas de la Francia en este punto, aunque ellas deben también suavizar el resentimiento inglés, procuraréis persuadir que el tratado y declaración hecha por el ministerio de Versailles, no ha puesto de peor condición a la Inglaterra, ni en mejor estado a las colonias; lo que conviene reflexionar bien a sangre fría para no alucinarse ni dejarse conducir a un precipicio.
» La Inglaterra tenía ya pruebas bien positivas de que las provincias americanas no se reducirían a una reconciliación sin preceder el reconocimiento de su independencia y la libertad del comercio. El hacer otra campaña contra los colonos era sumamente difícil por los errores cometidos en las primeras y por la falta de tropas; y así aún cuando el ministerio inglés hubiese hecho a este fin esfuerzos extraordinarios, no hubiera sacado verosímilmente de ellos otra cosa que aumentar sus excesivos gastos y el descrédito nacional con riesgo de una ruina absoluta. Por estas razones, que son obvias, se deja conocer que el paso dado por la Francia no ha puesto de peor condición a la Inglaterra.
» Tampoco se han puesto las colonias en mejor estado, pues para ellas, como para la Inglaterra, lo peor que puede suceder es que la guerra continúe, emprendiéndose otra nueva con la Francia: porque además de las calamidades internas que causará, se han de debilitar más y más unos y otros, aniquilando su comercio y destruyendo el crédito público por falta de fondos, giro y confianza.
» Siendo todo esto innegable, si se reflexiona sosegadamente y sin pasión, resulta de ello que un ministerio sábio, prudente y de previsión debe dirigir sus miras a buscar el modo de conciliar intereses tan encontrados, como parecen los de la Francia, Inglaterra y colonias; salvar lo que pueda la nación inglesa del naufragio padecido en esta desgraciada insurrección de las mismas colonias y salir con el decoro posible para conservar el crédito nacional.
» Diréis como pensamiento propio, que no sería difícil hallar aquellos medios de conciliación si se buscan de buena fe, y que os lisongeaís de que nos prestaríamos a protegerlos, según lo que habéis podido comprender al tiempo de vuestro paso por esta corte; bien que afirmaréis siempre no tener orden positiva de hacer tales explicaciones, y sí solo la de reduciros a protestar que deseamos sinceramente la conservación de la paz y evitar las funestas consecuencias de la guerra.
» Cuando por estos medios no consigáis otra cosa que ganar todo el tiempo que sea posible, nos haréis un gran servicio; cuidando además de avisar puntualmente y con la mayor celeridad cuanto ocurriere en la corte de Londres y en sus designios políticos y militares, tanto hacia nosotros, cuanto hacia la Francia, colonias americanas y demás potencias.»
Si interesante es la instrucción ostensible que acabamos de ver, porque demuestra la profunda penetración con que halagando a las dos cortes rivales, procuraba el ministro español constituirse juez de sus diferencias, la instrucción reservada es documento mucho más precioso, como que en ella se reflejan con toda claridad los más ocultos pensamientos del gabinete de Madrid. Después de recomendarse a Almodovar que a su paso por París se abstuviera rigurosamente de tocar punto alguno de los que aquí se le indicaban; «porque aunque el amor propio , se le decía, padezca un poco con el recelo de que aquellos que no nos ven entrar en materia crean que es cortedad de talento o falta de instrucción, queda muy compensada esta mortificación con las ventajas que traerá consigo la reserva y el recato, » después, repito, de hacérsele esta advertencia, continuaba la instrucción en los términos siguientes:
« Del contexto de la instrucción ostensible deduciréis que su objeto es endulzar o suavizar cuanto se pueda sin afectación la irritación de la corte de Londres hacia la Francia; hacer ver a la Inglaterra las pocas ventajas y aún los peligros de la guerra que haya emprendido o emprendiere, y buscar oportunidad de que en cualquier acomodo o ajuste intervenga nuestra mediación, según las disposiciones que habéis notado y oído, tanto de nuestra propia boca como de la de nuestros ministros. Este en efecto es el espíritu de la instrucción; pero para su ejecución conviene tengáis presentes reservadamente varias particularidades que os deben servir de gobierno.
» El ministerio inglés os tentará para destruir o debilitar nuestra unión con la Francia; pero además de lo que sobre este punto se os previene en la instrucción ostensible, procuraréis fijaros para con él en dos máximas fundamentales y explicaros conforme a ellas. Primera: que haremos cuanto cupiere en nuestro arbitrio para conservar la amistad de la Inglaterra y aún para aumentarla y estrecharla, con tal que hallemos en aquella corona igual correspondencia y sinceras disposiciones para cimentarla. Segunda: que todo debe ser sin perjuicio de nuestra amistad con la Francia y de los vínculos que nos unen con dicha potencia, en aquella parte en que justa y honestamente estuviéremos obligados.
» Sobre estos dos ejes deben moverse y girar vuestras negociaciones. Para ello será conveniente insinuar al ministerio inglés, directamente o por segunda mano, la gran fortuna que tiene de hallar hoy en nosotros unas disposiciones tan pacíficas, equitativas y amigables: puesto que en el estado de poder marítimo en que nos hallamos, si uniésemos nuestras fuerzas a las de la Francia podría haber llegado el caso de la ruina de la Inglaterra y de recobrar nosotros muchos derechos, deshaciendo también varios agravios que nos ha causado y continúa causando la corte de Londres.

» Estas especies se fortificarán mucho si procuráis esparcir la del estado floreciente de nuestra marina y la buena economía y régimen, tanto de este ramo como de los demás de nuestra administración; a cuyo fin tendréis presente que actualmente están armados cerca de cincuenta navíos de línea, mucho mayor número de fragatas y otros buques de guerra, pudiendo hacerse todavía un considerable aumento de los primeros y no pequeño de los segundos.

» A vista de tales fuerzas mostraréis la maravilla que os causa haber sabido que el ministerio británico ha hecho por segunda mano grandes ofertas de adquisiciones y restituciones a la Francia, en el tiempo mismo en que la daba agrias quejas por el favor y auxilios que suministraba a las colonias, y que hasta ahora no haya pensado en asegurarse de la España por un medio sólido y de recíproco interés. Añadiréis que aunque la rectitud natural de nuestro carácter y nuestra notoria honradez hayan podido dar causa a esta negligencia de la corte de Londres hacia la de Madrid, hay muchos accidentes que pueden variar de un instante a otro el aspecto de las cosas por cualquier mutación sustancial que sobrevenga en una o en otra corte o en ambas; y entonces puede resucitarse la idea de los agravios que sufre la España y de la posibilidad y aun facilidad de repararlos.

» Estos discursos pueden daros proporción para hablar alguna vez de la conducta irregular que se ha tenido con nosotros en varios puntos, y actualmente en el apoyo que aquella corte da a los establecimientos de la bahía de Honduras, país de Mosquitos y otros de aquella parte de la América. Asimismo podéis sondear y descubrir por este camino qué es lo que la Inglaterra haría por nosotros y con qué firmeza y seguridad sería, a trueque de asegurarse de nuestra indiferencia y aun de conseguir que ayudásemos a sacarla con decoro por medio de una vigorosa mediación de su inminente y peligrosa guerra con la Francia y sus colonias.

A este fin conviene deciros, que uno de los diputados americanos residentes en París, llamado Arthur Lee, ha solicitado y desea con ansia venir a Madrid para tratar sus negocios, lo que hasta ahora hemos resistido por nuestra honradez y delicadeza de sentimientos, no hallando este paso conforme con las protestas amigables hechas a la Inglaterra. Si la corte de Londres hallase útil nuestra mediación, aun para las colonias, podríamos con su acuerdo reservado hacer venir a dicho diputado y por su canal se hallaría tal vez algún medio de conciliar los intereses de todos en las actuales críticas circunstancias.

Es natural que los americanos insistan en no reconciliarse con la metrópoli sin obtener la independencia y la libertad de su navegación y comercio. Si antes de conseguir las ventajas que han logrado desde la derrota del general Burgoyne no quisieron jamás oír proposición sin aquellas dos circunstancias, no es posible que ahora, teniendo además el apoyo de la Francia, quieran escuchar pacto alguno contra la independencia y libertad.

No habiendo por otra parte fuerzas suficientes para reducir a las colonias, sería preciso recurrir a algún otro medio. Por ejemplo, como pensamiento propio podríais proponer, en defecto de otro recurso, que las provincias americanas formasen otras tantas repúblicas bajo la soberanía feudal o la protección de la misma Inglaterra, a imitación del jefe del imperio germánico; arreglándose y concertándose los derechos de esta protección o soberanía de modo que apartasen el temor y aun la sospecha de toda violencia y opresión. Estos pactos podrían ser garantidos por la España y aun por la Francia, y resultaría de aquí que todos quedasen en cuanto permite el estado de las cosas con la posible satisfacción y seguridad, a saber: la Inglaterra conservaría el honroso título de protectora de sus colonias, con las prerrogativas anexas a él, que se pudiesen obtener; las mismas colonias lograrían su independencia y libertad en todo lo sustancial, asegurándola con la garantía de dos potencias respetables, y la España y la Francia evitarían una guerra y consolidarían la duración de la paz.

Sea como quiera de este pensamiento, que solo se propone por un ejemplo sin esclusión de otros que puedan parecer mejores, no os valdréis de él hasta que se os avise de aquí que tenga una proporción muy probable de buen efecto y de que no se haya de divulgar. Para comunicar estas y otras especies, procuraréis primero ganar la confianza de los ministros británicos y especialmente de aquellos que tengan el mayor crédito. El encargado de negocios, don Francisco Escarano y el ministro de Nápoles, conde de Pignateli, son dos conductos que pueden servir mucho, así para instruiros, como para recoger y hacer pasar las especies. Escarano con particularidad debe tener vuestra confianza, y como se ha de retirar después que haya pasado un cierto tiempo, podría ser conductor de cualquier negociación útil que se entablase y llegase a estado de poderse madurar y concluir.

Los ministros ingleses saben ya que lleváis instrucciones amplias, y este antecedente os facilitará mayor franqueza y abertura de parte de ellos. Debéis tratarlos con todo el aire posible de cordialidad, pero sin fiaros mucho, especialmente si hubieren entrado o entraren otros nuevos del partido que llaman de la oposición. Escarano os enterará de las diferentes reclamaciones y oficios que tenemos hechos sobre varios agravios recibidos de la nación inglesa y procuraréis no hacer uso de ello para agriar, sino solo para ponderar nuestra excesiva tolerancia, manifestar el riesgo de abusar demasiado de esta y para sacar todo el partido que se pudiere por vía de negociación, de amistad y de confianza.

El marqués de Almodóvar llegó a Londres en julio de este año. Siguiendo el espíritu de sus instrucciones pudo sin gran trabajo alcanzar del gabinete británico que aceptase la mediación de la corte de Madrid, como lo había hecho ya el de Versalles. Sin embargo, como cada uno de los gobiernos contendientes rehusaba abrir el primero la negociación, respetando Florida Blanca este sentimiento de delicadeza los invitó a remitir a Madrid sus respectivas pretensiones para que discutidas aquí con latitud y ánimo imparcial, pudiese redactarse después un tratado definitivo de paz. Presentó el gobierno inglés, como medio de restablecer su amistad con la Francia, la única demanda de que esta potencia se abstuviese de dar auxilios a los insurgentes americanos, y considerándolos como individuos de una misma familia, se permitiese a la metrópoli entenderse directamente con ellos sin intervención extraña. Pero precisamente el gobierno francés exigió como preliminar, que el británico declarase desde luego la independencia de las colonias y retirase de ellas sus fuerzas de tierra y mar; hecho lo cual, se reservaba entrar en discusión de otros puntos peculiares a las coronas de Inglaterra y Francia.

En tan opuestas pretensiones difícil era de encontrar medio de satisfacer a los dos gobiernos. Se esforzó en vano el de Madrid durante algunos meses por conseguirlo. Al fin presentó a la corte de Londres como ultimátum un proyecto de pacificación que reposaba sobre tres bases:

1. Una tregua de veinticinco años entre la Inglaterra y sus colonias, en cuyo tiempo se negociaría la paz definitiva y concordarían las pretensiones de los gobiernos británico y francés.

2. Una tregua con la Francia, comprendiendo en ella a las colonias; y

3. Una tregua indefinida con las colonias y la Francia. En este último caso, se reuniría en Madrid un congreso de plenipotenciarios de las tres potencias, entrando además España como mediadora. Hasta tanto que se ajustase en él la paz definitiva, la Inglaterra reconocería como independientes de hecho a los Estados Unidos de América y retiraría de aquel territorio todas o una gran parte de sus fuerzas.

Durante el tiempo empleado en estas negociaciones, convencido el ministerio español de que la Inglaterra rehusaría entrar en las transacciones que se la proponían, continuaba aprestándose para la guerra, decidido como se hallaba ya a unir sus armas a las de Francia para abatir el poder británico. Sin embargo, Carlos III conservó hasta el último momento el deseo y la esperanza de evitar a sus pueblos esta calamidad. Toda la correspondencia oficial de fines de 1778, y aun la particular y sumamente reservada entre Florida Blanca y el conde de Vergennes, prueban que el gobierno español anhelaba que el británico se aviniese a términos conciliatorios; y este deseo tuvo un influjo nada provechoso a la España en la guerra que se declaró en el siguiente año; pues queriendo todavía Carlos III dilatar el rompimiento se opuso a que, según el dictamen de aquel ministro, se abriesen las hostilidades en el mes de abril: con lo cual no hubiera tenido éxito tan desgraciado la expedición galohispana que mas tarde se intentó contra la Inglaterra.

Pero este deseo de paz no impedía, como queda dicho, que la España activase eficazmente sus aprestos militares, y tomase juntamente con la Francia las medidas necesarias para el caso eventual de la guerra. Determinaron en los meses de octubre y noviembre que esta diese principio por medio de un golpe decisivo contra Portsmouth, Wight, radas de Spithead y Santa Helena; porque, según decía Florida Blanca a Vergennes en carta de 13 de enero de 1779, «La Inglaterra, como Cartago, debe ser castigada en su propia casa, si se ha de conseguir o sacar algún fruto de un rompimiento»; y entonces fue cuando se negoció también con el mayor secreto, sin que participasen de él mas que aquellos dos ministros y el conde de Montmorin la convención de alianza ofensiva contra la Inglaterra, que se firmó en Aranjuez el 12 de abril de 1779, y que da márgen a la presente nota.

Aunque con templadas razones se negó el gobierno inglés a convenir en el proyecto de arreglo que como ultimátum le había dirigido la corte de Madrid, irritada ésta tanto con la negativa como con las noticias que recibió de que aquel gobierno, mientras aquí se empleaban oficios amistosos para la paz, había dispuesto una invasión en las islas Filipinas y otra por el río San Juan hasta el gran lago de Nicaragua, con el fin de arruinar los establecimientos españoles; le anunció que retiraba su mediación, y el 28 de mayo se dio orden al marqués de Almodóvar para pedir sus pasaportes, entregando antes al ministro de estado lord Weymouth una declaración concebida en los términos siguientes:

“Todo el mundo ha visto la generosa imparcialidad del rey en las discordias de la corte de Londres con sus colonias americanas y con la Francia. Además, enterado su Majestad de que se deseaba su poderosa mediación la ofreció liberalmente y le fue aceptada por las potencias beligerantes, habiendo pasado a los puertos de España con solo este fin una embarcación de guerra de parte de su Majestad británica. Ha empleado el rey los más vigorosos y eficaces oficios para reducirlas a un acomodamiento recíprocamente honroso en las actuales desavenencias, proponiendo temperamentos prudentes que allanasen las dificultades y evitasen las calamidades de la guerra. Por más que las proposiciones de su Majestad, y particularmente las de su ultimátum, hayan sido análogas y tan templadas como las que en otro tiempo dio a entender la misma corte de Londres juzgaba proporcionadas para un ajuste, han sido ahora rechazadas de un modo que prueba bien el poco deseo que hay en el gabinete británico de dar a Europa la paz y de conservar la amistad del rey. En efecto, la conducta que ha experimentado su Majestad de parte de aquel gabinete en todo el curso de la negociación ha sido dilatarla con pretextos y respuestas nada concluyentes por más de ocho meses de tiempo; continuándose en estos intervalos los insultos contra el pabellón o bandera española y la violación de los territorios del rey hasta unos términos increíbles; de modo que se han hecho presas; se han reconocido y robado bajeles; se ha hecho fuego sobre muchos que tuvieron la precisión de defenderse; se han abierto y despedazado los registros y pliegos de la corte en los mismos paquebotes correos de su Majestad; se ha amenazado a los dominios de su corona en América, llegando hasta el horror de conspirar a las naciones de Indias llamadas Chatcas, Cheraquies y Chicachas contra los inocentes vecinos de la Luisiana, los cuales habrían sido víctimas del furor de aquellos bárbaros, si los mismos Chatcas no se hubiesen arrepentido y descubierto toda la trama de la seducción inglesa; se ha usurpado la soberanía de su Majestad en la provincia de Darien y costa de San Blas, concediendo el gobernador de la Jamaica la patente de capitán general de aquellos parajes a un indio rebelde; y finalmente se ha violado, con actos de hostilidad y otros excesos contra españoles, aprisionándolos y apoderándose de sus casas en el territorio de la bahía de Honduras, después de no haber cumplido hasta ahora la corte de Londres en aquellos sitios el artículo 16 del último tratado de París.

Se han dado a nombre del rey quejas repetidas por tantos, tan graves y tan recientes agravios, pasándose a los ministros británicos, así en Londres mismo como desde Madrid, memorias circunstanciadas; y aunque las respuestas han sido amistosas, no ha logrado hasta ahora su Majestad otra satisfacción que la de ver repetirse los insultos, los cuales se acercan ya a ciento en estos últimos tiempos.

Procediendo el rey con la franqueza y sinceridad de corazón que distinguen su real carácter, declaró formalmente a la corte de Londres, desde sus desavenencias con la Francia, que la conducta de la Inglaterra sería la regla de la que hubiese de tener la España.

Igualmente declaró su Majestad a la citada corte que al propio tiempo de ajustarse las diferencias con la de París sería absolutamente necesario concordar las que se habían movido o podrían moverse con la España. Y en el plan de mediación dirigido al infrascrito embajador en 28 de setiembre del año próximo pasado, y entregado por él a principios de octubre al ministro británico, (como desde luego se hizo en Madrid dando copia al lord Grantham), anunció su Majestad en términos positivos a las potencias beligerantes la necesidad en que se veía de tomar su partido en el caso de no seguirse ni efectuarse con sinceridad la negociación a vista de los insultos que experimentaban sus vasallos, dominios y derechos.

No habiendo pues cesado los agravios de parte de la corte de Londres, ni viéndose propensión alguna en ella de repararlos; ha resuelto el rey y mandado a su embajador declarar, que la dignidad de su corona, la protección que debe a sus vasallos, y su personal decoro no permiten ya que por más tiempo se continúen los insultos, ni dejen de satisfacerse los recibidos; y que en este concepto, a pesar de las disposiciones pacíficas de su Majestad, y aun de la particular propensión que ha tenido y mostrado de cultivar su amistad, se ve en la sensible necesidad de emplear todos los medios que le ha confiado el Omnipotente para hacerse la justicia que no ha obtenido, aunque por tantos caminos la ha solicitado. Confiado su Majestad en la misma justicia de su causa, espera que no le serán imputadas delante de Dios ni de los hombres las consecuencias de esta resolución; y que las demás naciones formarán de ella el debido concepto, comparándola con la conducta que ha experimentado la misma de parte del ministerio británico. Londres…

Hecha esta declaración, la España unió sus armas a las francesas contra la Gran Bretaña, siguiéndose inmediatamente la guerra de que se habla en la nota final de los preliminares de 20 de enero de 1763.

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Nicolas Boeglin, Profesor de Derecho Internacional Público, Facultad de Derecho,Universidad de Costa Rica (UCR). Contacto …