jueves, abril 25, 2024

Instrucción para que el cardenal ministro de España informe a su Santidad la justicia de su majestad católica en los artículos y pretensiones siguientes

Instrucción para que el cardenal ministro de España informe a su Santidad la justicia de su majestad católica en los artículos y pretensiones siguientes.

I.

Que no se carguen pensiones sobre curatos, ni otros beneficios, dignidades y prebendas de cualquier calidad que sean, cerrando enteramente la puerta a este abuso.

Las pensiones son parte, y la mas sustancial, de los beneficios; los de España generalmente han venido a una decadencia suma, no están en estado de sufrirlas sin gravísimo daño de los agraciados, y cuantos dependan de estos.

Por derecho deben proveerse los beneficios con la libertad que nacieron; es contra toda razón que unos gocen la utilidad cuando otros llevan la carga; se oponen a la justa conmensuración, que piden el trabajo y el premio, son plaga fea y carcoma de los beneficios, y las resiste toda razón, equidad y justicia.

No se conocieron las pensiones hasta el siglo XIV, precisamente habían de nacer en este tiempo: el exceso con que se cargaban y el conocimiento de que era un velo aparente, la necesidad de la iglesia, con que se protestaban, hizo que todos los principes católicos las reclamasen con tanto empeño que ya en el concilio constanciense se trató de su entera reforma.

No se ha conseguido en España, por más que sus leyes fundamentales lo resisten: muchas son y muy recomendables las pragmáticas y sanciones, pero con la desgracia común de su inobservancia. La ley 5, título 6, libro primero de la Recopilación y otras, prohibieron que los naturales consintiesen pensiones a favor de extranjeros; de aquí vino inmediato el artificio de los testas de fierro: poco importa que se dé una pensión al español, si solo ha de ser arcaduz por donde pase el oro al extraño: menos malo sería que se le confiriese declaradamente, al menos se excusaría el círculo vicioso envuelto en una simulación iniqua y reprobada.

Fraude es propiamente de la ley esta inventiva, y fraude que hace incurrir al pobre español en la torpeza de faltar a la ley, a su patria y a su rey, por no caer en la indignación de la curia, por tener gratos a sus ministros para otros logros, y tal vez por no hallar otro medio a su sustentación, o lo más cierto por que es una clase de comercio que no hay otro que dé mayores lucros.

Celosísimos han sido los reyes de España, desde el emperador Carlos V, en la observancia de las leyes de extranjería; ellas mismas publican la justicia del empeño. En las cortes de Aragón trató ya Felipe IV de remediar el abuso introducido con los testas de fierro: se hizo ley, desnaturalizando a quien consintiese pensiones a favor de estos o de extranjeros; pero luego se introdujeron las fianzas bancarias renovatorias y casaciones con otros arbitrios que fomenta la codicia de los curiales, y acreditan bien la necesidad de cortar de una vez la ocasión de tantos daños; pues por más que ocurran a ellos los medios de justicia que las leyes previenen, tiene acreditado la experiencia que mientras haya pensiones habrá fraudes.

Ocioso es ponderar los daños que traen a estos reinos; por de contado sale de ellos un río de oro que fecunda las provincias extranjeras y esteriliza las nuestras. Las rentas eclesiásticas, que por su naturaleza habían de convertirse en socorrer a los pobres y otros usos piadosos, sirven al fausto y profusión de los curiales de Roma; toda la diligencia de los cánones y concilios, especialmente el de Trento, para que no pasen de unas diócesis a otras los frutos de los beneficios por la igualdad de su distribución y no alterar el derecho que tienen a ellas los contribuyentes, se ha hecho ya ilusoria; y los romanos quieren reducirla a las márgenes de España, y que se entienda de unos a otros obispados, pero no de unos reinos a otros cuando es mayor el motivo.

Cosa dura es y lamentable que los frutos que facilita el sudor del mísero jornalero, para honor y culto de las iglesias y la decencia de ministros que las ilustren haya de extraviarse con tanto exceso a un extraño.

Son debidos los diezmos a la iglesia por todos derechos para sustento de los ministros del altar, vienen desde el Divino en la parte que basta para tan santos fines; nada contribuyen con más gusto los fieles; pero, ¿qué escándalo no ha de causar el conocimiento de que se falte a tan autorizados motivos? Se invierta el fin de su contribución, y cuando ellos perecen al cuchillo de la hambre, faltándoles el sustento natural que pudieran librar en la mano piadosa del párroco, y aun el espiritual por estar entregados a un ignorante, viva y ostente grandezas el extranjero con su propia sustancia.

Ni las declamaciones y ruegos del reino junto en cortes, ni los poderosos oficios que han pasado los reyes, especialmente por medio de los embajadores Fray Don Domingo Pimentel y Don Juan Chumacero en el reinado de Felipe IV han sido bastantes para atajar estos daños; no es otro su origen que la intrusión. En el concordato del año de 1737 se dio regla para que no se cargasen pensiones sobre curatos, excepto en los casos de resigna o concordia entre dos o más litigantes, pero ni aun este pequeño alivio se verifica, porque la curia las concede como antes y habilita las resignas sin las testimoniales del obispo, contra lo capitulado expresamente.

Cuando no faltase en parte tan sustancial a este convenio, no es remedio que alcanza a tanto daño, porque con la despoblación de estos reinos y la falta de cultura en ellos cada día se van disminuyendo más y más las rentas eclesiásticas. A la mayor indigencia de los naturales se junta el menos valor de aquellas, y así es indispensable evitar todo extravío.

Pretensión es esta en que cuando su Majestad católica no se empeñara a esforzarla como padre de sus vasallos y protector de los concilios e iglesias, la necesidad le estrecharía con sobrados vínculos a mantenerla.

Tan reparable es el cargamiento de pensiones en la sustancia como en el modo: lo primero por las razones expuestas y porque las facultades de dispensador y administrador general de los bienes eclesiásticos de que la Tiara está adornada, no dicen con las autoridades de pleno dominio que usa su Santidad en estos actos contra la ley “cuando non venit solvere legem sed adimplere”.

¿Qué causa podrá darse hoy que justifique las pensiones en contrapeso de las que claman por que se excusen? La iglesia universal lejos de necesitar subsidios está sobrante; el Papa dotado de estados muy pingües, su corte poblada de próceres y casas fuertes; la religión en el mayor decoro: supongamos que en su origen pudiera haber motivo honesto en que se apoyasen: faltó la causa, ¿será justo que subsistan los efectos?

Si todos los príncipes cristianos han sacudido este yugo, que es una dura servidumbre, ¿será justo que España le tolere, y que cuando sus naturales están en la mayor indigencia del subsidio de las limosnas, autorice el príncipe su extravío y la inversión a otros fines que los de su preciso destino?

2°. No es menor el exceso en el modo; en primer lugar son inmoderadas las pensiones porque la dataría no admite más justificación que la voluntaria expresión de los pretendientes las más veces abultan los valores de la pieza que dejan para dar fomento al logro de la que solicitan; se gobierna por las tarifas antiguas, no se hace cargo de la decadencia en los valores, y sucede, no pocas veces, que se pensiona un beneficio en dos partes de lo que produce.

Si en España para regular el de los obispados se está siempre al último quinquenio, y aún así no faltan quejas de los prelados, ni es fácil dar regla fija; ¿cómo se podrá estimar por justa la que sigue la dataría teniendo por objeto el más valor para que crezcan a proporción las pensiones?

Los valores se regulan por ducados de vellón y la pensión se impone por escudos de cámara con un tercio de exceso, y el gravamen de ponerlo en Roma al día fijo del plazo, pagando cambios y aumentos de monedas, porque la dataría solo admite el oro. Hay otras mil estafas de los curiales que ofenden a la razón y toda política cristiana.

Para asegurar más la perpetuidad de la pensión, se da suplemento de voluntad en transferirlas a una o más personas, remitiendo su declaración al nombramiento que hiciere su Santidad; quítase así al propietario aun la esperanza remota de verse algún día libre de ella.

Las fianzas bancarias se dan de seis en seis años, de tres en tres los pactos de renovarlas por cuatro o cinco personas, con un cuatro por ciento al año en el banco sin los intereses que llevan los aseguradores; síguese la casación de pensiones y las confidencias para paliarlas, sin detenerse en la reprobación que tienen por derecho divino y positivo y los motus proprios de Pío IV y V.

Las fianzas de renovando, que se capituló en el artículo 15 del último concordato no haberse de pagar, se exigen por otro medio, cuando el beneficio se resigna o permuta, que entonces obligan a pagar las decursas.

Las obligaciones tienen las cláusulas, “habita, vel non habita possesione”, y “licet vacationem sequatur”, con las que siempre el provisto paga aun de lo que no cobra, porque no está en su mano entrar luego en la posesión, si la halla ocupada o hay pleito pendiente o que la muerte le imposibilite.

Es tanto el rigor con que se procede en esta parte, que si apela el infeliz agraciado del decreto de pago de pensión, se le admite con la cláusula “non retardata solutione”.

Hasta los pleitos les obligan a seguir en tres instancias, sean o no justas, y de otra suerte no les exoneran de la pensión: tampoco se admite renuncia del beneficio por justificada que sea. El apremio para el pago es personal sin distinción de personas, ni seguridades. Sobre moneda hay otros muchos abusos intolerables.

No es creíble tal linaje y tropel de sinrazones y crímenes como los que ha fomentado la codicia para cohonestar el cargamiento de pensiones, como si las voces mudaran la esencia de las cosas.

Su Majestad que está bien informado de todos y cree que la pensión es la hidra, cuyas cabezas cuantas más se corten tantas más producen, está resuelto a no convenirlas en poca ni en mucha cantidad, en este ni en aquel caso; y escudado con los indultos apostólicos de Inocencio XII y XIII. En cuanto a curatos; la igualdad de razón que hay en los demás beneficios y prebendas, y lo dispuesto por todos derechos sabrá hacerlos valer con su autoridad y justicia.

Punto es este en que se interesa no solo el bien de los vasallos de su Majestad católica y la disciplina eclesiástica de sus reinos, sino principalmente la religión y el decoro de su Santidad: la religión porque no tomen ansa los herejes para sostener sus errores, viendo en la fuente de la justicia y de la gracia, pervertida la gracia y la justicia, y su Santidad, porque en ningún tiempo se crea que hace sombra su autoridad a un comercio ilícito y reprobado, no solo sobre la materia que recae, pero aun en el modo y términos que se practica.

II. Que todos los beneficios curados de España de cualquier modo que vaquen, se provean en concurso por los ordinarios, conforme a lo dispuesto en el tridentino, sess. 24, cap. 18 de reform.: que hecha la provisión entre a poseer el elegido dándole seis meses de término para traer las bulas, y arreglando su coste al de las provisiones que hacen los cardenales por su indulto.

Pretensión es esta que Su Majestad pudiera no sacar a la tabla, usando de las facultades que le dio el concilio de Trento; por sí misma lograría el remedio de este daño, mandando que se observase literalmente lo que previene sin allanarse a los medios con que se pide.

Cosa racional y justa es que la guarda del rebaño que Dios encomendó a San Pedro, no se fíe ni al rabadán más diligente cuando haya un mayoral fiel que le apaciente y conduzca. No basta que un párroco sea digno, lo recomendable de su ministerio pide que sea el más digno, no un rabadán acrisolado en el juicio comparativo de un concurso. Este es el fundamento de la disposición conciliar, cuya práctica hace que florezca en España la religión y el culto.

Alteraron las reservas en la mayor parte las provisiones, que según la disciplina antigua eclesiástica de España y los cánones de nuestros concilios, solo tenían por objeto la industria y virtudes de los opositores; salió al encuentro de los males que traía su inobservancia el concordato del año 37 en el capítulo 13, previniendo que los ordinarios en los ocho meses reservados hiciesen concurso como en los cuatro, nombrando al que fuese más digno, con la calidad de acudir por bulas a Roma, y que en las otras vacantes que no fuesen per obitum propusiesen tres de los opositores.

La desigualdad de esta regla, cuando es una misma la razón, hace que no sean proporcionadas muchas elecciones, y que contra el derecho que tienen los provistos en curatos menores a optar a los mayores, según su mérito, no sean preferidos por no exponer sus resultas a que se den en Roma a quien no tenga la cualidad del más digno.

De aquí nacen muchos inconvenientes: primero, que no se haga justicia al mérito; segundo, que los opositores antiguos dejan de ejercitarse en los concursos, por no verse en el bochorno de que antepongan a los modernos sin la ciencia práctica de curas; tercero, que por de contado entran estos a gobernar una parroquia grande que pedía sujetos de más edad y experiencia, y finalmente los unos porque ya no tienen a qué aspirar (como que se sentaron en las sillas mayores), y los otros porque desconfían de ser atendidos en ellas, todos desmayan en sus progresos; de doctos se hacen indoctos; de virtuosos pasan muchas veces al extremo opuesto; de limosneros se hacen tiranos, y de mayorales fieles del rebaño de Jesucristo suelen venir a lobos que destrozan interesados en lo que aniquilan.

A bien poca costa puede Su Santidad ocurrir a estos inconvenientes tan de bulto condescendiendo con lo que Su Majestad solicita, según la letra del tridentino, y extendiendo la regla a los curatos de cualquier modo que vaquen.

El particular de entrar luego a la posesión el provisto, sea por administración o en encomienda, trae grandes utilidades a los fieles; ese tiempo menos carecen de propio párroco; ninguno es el perjuicio a la dataría, siempre que hayan de acudir por bulas de aprobación dentro de los seis meses; mejor y más justo sería que se excusasen en todos cuando es acción propia de los ordinarios por su derecho nativo y el que le dan los cánones y concilios, la institución y colación, y en verdad que así lo hacían antes de las reservas y hoy lo practican en sus meses; no será por gracia, sin duda hará la costa por entero su justicia.

El reglamento de coste de bulas, a lo que contribuyen los provistos por cardenales según su indulto, no se trae como regla sino por ejemplo, para que considerada la decadencia general de estos beneficios y las obligaciones a que están afectos con la voluntariedad de hacer los contribuyentes en bulas, se moderen estas a una cuota fija de gastos de expedición, que es lo que pueden soportar únicamente.

III. Que cesen las reservas enteramente, quedando a los ordinarios la libre y absoluta provisión de todas las dignidades, prebendas y beneficios de sus diócesis, como la tenían por derecho propio antes de las reservas, sin perjuicio del jus patronato que los reyes y vasallos particulares justificasen tener por los títulos del derecho y patrimonialidad.

La provisión, institución y collación de todos los beneficios eclesiásticos es privativa de los obispos por derecho canónico: regenda est unaquaeque parrroquia sub provisione episcopi, per sacerdotes, velcateros clericos, quosipse cum Dei timore providerit, dijo San León Papa a los obispos de Inglaterra.

Los concilios generales de los primeros siglos determinaron con justo acuerdo lo mismo y aunque otros posteriores dieron en España a nuestros reyes esta autoridad, dimana de la concesión, por los motivos que ellos mismos refieren.

Jamás tuvieron parte los papas en estas provisiones; se creó para fines más altos su ministerio; resiste el derecho, no como quiera, toda clase de reservación, sino que la estima por odiosa turbativa del orden de la Iglesia, y perjudicial a los ordinarios; no es otra cosa que confundir los derechos nativos el Sumo Prelado de la Iglesia que debe mantenerlos, proveer de utilidades a la Curia con abandono de los obispos y ruina de las provincias que dijo el Abad Panormitano, y mantener a la sombra de la autoridad de las llaves un público y escandaloso comercio de los frutos y rentas eclesiásticas.

No tienen otro apoyo las reservas que la violencia con que se sostienen; es tan moderna su introducción como del siglo XIV; el Papa Juan XXII fue el primero que las estableció por regla: siguiéronle Benedicto XII, Nicolás V y otros; se cimentaron antes por Clemente V, Othon y Adriano IV, no con tan buena suerte como sus sucesores, porque la turbación en que pusieron a todo el orbe católico, aun con pretender solo dos prebendas en cada iglesia, y contenerse en los términos de pedir, no en los de mandar, les obligó a ceder de su empeño.

Buen ejemplo ofrecen los disgustos de Felipe el Hermoso de Francia con Bonifacio VIII no fue otro el motivo: y en verdad que la justa resistencia de este príncipe preservó a sus reinos del contagio de las reservas, que llegaron a hacerse negociación de estado para atraer a los seculares y aumentar su partido los papas Clemente VII y Bonifacio VIII.

Por esto en el año 1399 se celebró en Francia un concilio y otro en España en Alcalá de Henares; establecióse en él que las provisiones se hiciesen conforme a los cánones antiguos; considérese ahora la antigüedad de las reservas, cuando toca ya en el siglo XV la resistencia de estos concilios.

Cuanto hayan afligido a los príncipes católicos lo ha llorado Roma algunas veces, cediendo por el todo sus pretensiones, y solo porque España no ha salido jamás del cuadro de los ruegos es la que padece esta desgracia, con ser la más acreedora a la Santa Sede, como que se ha distinguido en las conquistas y ha dado a la religión un nuevo mundo, manteniendo la autoridad de la cátedra de San Pedro a toda costa.

A las primeras reservas siguieron las particulares de Alejandro VI, Paulo V y otras, que todas han dado no solo los ocho meses, pero aun en los cuatro de los ordinarios, la mayor parte ratione vacationis, officii et loci: las de los protonotarios, referendarios, prelados de signatura y demás familiares de Su Santidad, aunque sean honorarios, de suerte que hay obispo que en doce años no provee una prebenda.

De aquí viene el ningún respeto que le tienen sus cabildos y los demás eclesiásticos de la diócesis; como que no depende de su mano el premio; de aquí el que hasta sus mismos familiares los abandonan; de aquí la despoblación de España con el extravío de la juventud a países extranjeros; de aquí la corrupción de costumbres y el desprecio con que se miran las cosas de Roma, no sin ofensa de la religión, porque como estos agraciados no entran por la puerta del mérito sino de la negociación, vienen gravados con las bancarías y coste de bulas, se acuerdan de los empleos serviles en que se ejercitaron, aun para lograr por medios tan indignos; sienten la espuela del desembolso y prorrumpen en especies indecorosas.

Esta es la fuente cuyos raudales fecundan de oro y plata la Italia; esta la ruina de las universidades de España, el desconsuelo y retiro de la virtud y de las letras, y por conclusión la raíz de todos nuestros males. ¿De qué sirve conocerlos si no se evitan? ¿Qué importa que los cánones y concilios condenen las reservas y los mismos papas las hayan declarado por odiosas? ¿De qué la frecuente instancia de nuestros monarcas, y de qué el clamor de tantos pobres? Si la Curia solo atenta a sus intereses, ¿tiene un timón oculto con que tuerce las más justas intenciones de los Sumos Pontífices, y un velo con que oscurece la verdad de las quejas indisponiendo el remedio a tanto daño?

Punto es este que merece empeñar la autoridad de Su Majestad Católica por el todo; punto en que no tanto se trata de la utilidad de estas provincias, cuanto de la universal de la Iglesia; punto de cuya resolución pende instaurar en España la disciplina eclesiástica, o llorar antes de mucho su ruina; y finalmente, punto que en conciencia y en justicia obligará a Su Majestad a no desistir de la empresa mientras la Santa Sede no le trate como a los demás príncipes católicos.

Esto aconseja la razón y la justicia de la causa: y para que la necesidad no haga su oficio por el camino seguro de protestar las reservas en la primera vacante de la silla o Su Majestad (usando desde luego de sus autoridades en calidad de protector de los concilios y cánones) trate de su observancia como puede, sin que para ello necesite mendigar ajenas facultades; será bien representarlo con firmeza a Su Santidad para que reconozcamos de su mano este alivio y facilite su justificación el remedio.

IV. Que con ningún pretexto se concedan ni admitan impetras de beneficios, sin que el impe-trante justifique que es probable y verosímil el motivo que tiene para introducirlas. Que no se permita la multiplicidad de beneficios en una misma persona, ni se dispense la residencia sin que concurran las causas que previene el Tridentino. Que no se despachen bulas en perjuicio de la patrimonialidad, y tampoco los breves camerales.

Las impetras de toda clase de beneficios no serían reprobadas ni odiosas, si las regulara la verdad y la justicia. Supuesta la provisión de su Santidad en los ocho meses, ¿quién puede dudar que es medio saludable de preservarla el que haya quien le instruya de las usurpaciones? En la cámara de Castilla se admiten cada día súplicas de muchos vasallos, que o por su propio interés o por amor a las regalías hacen constar que en perjuicio del patronato se han introducido los ordinarios o patronos legos a la presentación propia de la corona, y aun cuando se impetran bulas de estos beneficios.

La diferencia que hay entre estas impetras y las de la curia romana, es muy notable; en la cámara se trata primero de justificar la cualidad del real patronato, no se despacha luego la cédula de presentación al impetrante o espoliente, tiénesele, sí, consideración a su mérito llegado el caso de verificarse: es sumamente fácil y pronta la prueba, el fiscal del rey la solicita y coadyuva sin dispendio de las partes, superando con la autoridad de su oficio los estorbos que de otro modo se encontrarían; y en la dataría sucede todo lo contrario; basta cualquier relación para obtener la impetra, es casi imposible y eterna la prueba, fúndase el provisto en la esperanza de que el que lo es legítimo, abandone su justo derecho por no sujetarse a un litigio; por regla de cancillería se subroga en su lugar el impetrante, tenga o no causa justa para ello; a lo menos camina con el seguro de sacar algún partido; son actos positivos y meritorios para la curia, convida la ociosidad de los abates a suministrar estas especies, y en realidad sacan premio de su delito.

Es tanto más reparable la multiplicidad de beneficios incompatibles, que se obtienen e impetran por una misma persona, a que abren puerta franca las dispensas de non residiendo. Por muy dichoso se tiene en España cualquier profesor excelente, si consigue una prebenda que sea título para ascender al orden sacro; y no viene satisfecho a España un abate con cuatro o más beneficios, no habiendo cursado tal vez otra escuela que la del entretenimiento y cortejo.

El perjuicio de los beneméritos y la infracción de las disposiciones canónicas y conciliares, así en esta parte como en darse muchas bulas a los no naturales de algunas diócesis contra el derecho de patrimonialidad, merecen mucha atención para enmendarse, aunque está, como otros, en mano de su Majestad el remedio; le espera, no obstante, fortificar con los auxilios de la Santa Sede; excusándose a dispensar la residencia, y a la expedición de bulas en perjuicio de los patrimoniales.

Es incidente de este artículo el estilo de la dataría en despachar los breves camerales; receloso el impetrante de hallar ya ocupado el beneficio por el provisto ordinario u otro que lo sea legítimo cuando llegue a España, solicita el breve cameral, tómase con él la posesión a nombre de la cámara apostólica, o se despoja de ella a quien la tiene por causa justa, constitúyese administrador de frutos el impetrante en Roma, y dueño ya de la acción hace guerra con sus propias armas al infeliz obtentor, cede éste a la necesidad y a la fuerza, y por un medio tan inicuo y violento logra inmediatamente la propiedad del beneficio; y si acaso encuentra resistencia se consume el tiempo, la vida y el dinero, de manera que solo la muerte de alguno de los contendores puede poner término al litigio, y aun entonces no falta sucesor al agraciado por Roma.

Al perjuicio en particular que reciben estos, se sigue otro tanto mayor e intolerable cuanto es en perjuicio y fraude de las leyes de la extranjería. ¿Qué privilegios de naturaleza tiene la cámara apostólica para obtener por los breves camerales el beneficio que solo pueden gozarle naturales de estos reinos? Semejantes provisiones son nulas y fraudulentas. Se trata de sujeto non suponente; pero la curia no solo hace que suponga sino que valga. Por tanto debe insistirse en que se excusen semejantes breves.

Hay otro exceso en las impetras, con extremo perjudicial al rey y al reino; consiste en no cometer las bulas a los ordinarios, huyen los interesados de su mano, o porque recelan que el conocimiento de sus cualidades ha de indisponer el logro, o que ha de retardar la exacta ejecución del breve por ser falsa la narrativa, y tratarse de perjuicio del prelado o de otro tercero; por ganar horas en la posesión, y finalmente por otros motivos, que indispondrían el cúmplase de la gracia, vienen éstas cometidas a los prebendados de las iglesias de aquella diócesis, y otras más distantes a devoción de los mismos provistos, y de esta suerte son clandestinos y furtivos los más actos de posesión.

El rey no es quien experimenta los menores perjuicios con este abuso, pues cada día se hacen ilusorias las regias presentaciones de su patronato, da ocasión a que se tomen a mano real las bulas y a la contestación de un reñido litigio: bueno es que el concilio de Trento derogase todas las autoridades de los arcedianos y otros muchos que ejercían jurisdicción, dejando absolutos y únicos a los ordinarios, solo por evitar las turbaciones y dispendios que ocasionaba la multitud de tribunales, y que la dataría haya encontrado este medio para burlar tan sana disposición y tan autorizada, constituyendo jueces a su arbitrio, regularmente a sujetos inexpertos que tienen que asesorarse.

La providencia que pide su Majestad para que no se cometan las bulas de provisión, sino a los ordinarios de su distrito, es conforme a derecho y al concilio: poco reparo podrá ofrecerse en su condescendencia, cuando no se trata de perjuicio de la curia, y solo sí de evitar el de los naturales en tantos litigios y dispendios.

V.
Que no se admitan resignas en cualquier tiempo y modo que se hagan, así en los beneficios curados como en los simples y todas las prebendas de cualquier clase que se consideren.

La resignación de beneficios eclesiásticos fue hija de la simonía, que en el siglo XI (como dijo San Martín Turonense epíst. 22, concil. Clarmontan. ann. 1095, can. 6.) llegó al extremo de rematarse al más dando en pública subasta.

Los padres de los concilios inmediatos, que veían muy duro el empeño de retractar aquellas provisiones, acordaron que se resignasen todas en manos de su Santidad con el seguro de que los agraciaría de nueva.

Este, que fue un medio saludable para ocurrir por entonces a mal tan grave, y borrar el detestable vicio que tenían en sí los compradores, según el concilio romano año 1099, canon 5 et 7, se hizo trascendental a los obispos para todos los beneficios por utilidad de la iglesia, reservando a la silla las dignidades mayores. Casi a alicuius de elect. in 6; de la costumbre en resignar persona, pasó a ley y a contrato, y se guarda hoy tan religiosamente en la curia, después de haberse avocado estas facultades, que se hace con la cláusula non alius, non aliter, non alio modo.

Con esta autoridad, contra toda razón y justicia, contra infinitas disposiciones canónicas y conciliares, y por todas, la tridentina sesión 25 de reform. cap. 7, sin detenerse en el vicio de simonía corren plaza de gracias, y se admiten indistintamente, no solo una sino dos in favorem simul, como sucede en las permutas; estas, las coadjutorías y resignas son hermanas gemelas, hijas del nefario coito de la avaricia.

Pues otro el modo con que se ha oscurecido el patronato real de nuestros monarcas; por medio tan reprobado han perdido los ordinarios y cabildos sus presentaciones, ya por derecho propio, y ya en calidad de donatarios de la corona; en el mismo caso están los patronos particulares y infinitas comunidades y monasterios dotados por los reyes con presentación de gran copia de iglesias y prebendas.

El poseedor de un beneficio que desea hacerle hereditario en su familia, o aspira a otra negociación más escrupulosa, calla en la impetra las cualidades: viene la bula corriente a costa del desembolso que quiere la dataría; no hay quien no sea pródigo a vista del logro de su deseo, y más un deseo delincuente, y cuando despierta el prelado o el patrono, ya tiene ocupada la posesión el resignatario.

En la vacante siguiente, es ya acto que dice inmemorial y ejecutoria, hácele valer como tal, y de libre provisión, la dataría, y cuando no se considera seguro el que posee, dispone otra resigna o permuta, y la repetición de estos actos constituyen la reintegración en la clase de imposible sin que el legítimo petitor logre otro fruto que rendirse después de sacrificar sus intereses, y perder muchas veces la vida en la demanda.

¿Cuántas prebendas de esta clase, las más pingües y de mayor carácter, las vemos hechas patrimonio de algunas familias de doscientos años a esta parte?

Que inhabilitado el poseedor de un curato, como que es de precisa residencia, y no tiene otro que haga las funciones de su ministerio, por consuelo suyo y de sus ovejas, se le exonerare y se proveyese por concurso en el más digno, lo aconseja la necesidad y la justicia; pero que haya de pretender un beneficio de esta clase, un sujeto docto y de prendas, a quien se da en competencia de otros, para que esté en su mano, dentro de uno o de diez años poner un sucesor torpe y escandaloso, y que a trueque de aquel corto tiempo que dura a los fieles el beneficio, hayan de sufrir (quizá una vida larga) a un lobo que destroce las más inocentes ovejas, es cosa por cierto intolerable. ¿Qué importa que su Santidad dispense el vicio de simonía en estos actos, si no pueden precaverse ni compensarse tantos ni tan graves perjuicios? Si es odiosa en el derecho toda imagen de sucesión en el sentir común de los canonistas, ¿qué concepto merecerá esta que lo es verdadera y calificada?

¿Qué importa que en el artículo 13 del último concordato se asegurase la provisión de los curatos en concurso, si quedando las resignas subsistentes no llega el caso de la verdadera vacante?

¿Y qué importará que haya de preceder el examen del resignatario, si reprobado por el ordinario acude a la nunciatura en donde el conato de hacer valer la resigna, da mérito, sabiduría y virtudes a quien suele estar desnudo de todo, revestido de la ignorancia y obcecado en detestables vicios?

Inocencio XII, bien instruido de esta verdad, expidió la constitución de 11 de noviembre de 1692, renovada por Benedicto XIII, en el de 1724, prohibiendo toda resigna con pensión en los curatos. En España corre impresa de orden del consejo, pareció exorbitante a Inocencio XIII, y la revocó el año de 31; pero las diligencias del nuncio Sandedari no alcanzaron a impedir su retención; de forma que está subsistente la constitución de Inocencio XII. No obstante corren como antes las resignas, unas porque los obispos las toleran o creen necesarias para evitar mayores males, las más, porque las ignoran, y todas porque de ninguna tienen noticia su Majestad ni sus ministros.

Por tanto, no siendo gracia ni pretensión la de este artículo, sino una sencilla exposición de su estado, conviene instruir a su Santidad en dos cosas: primera, que para los curatos debe prohibir con el mayor rigor, en dataría la admisión de toda resigna, dejando a los ordinarios la providencia, en casos de necesidad y utilidad con el seguro de que no quede indotado el resignante, y que será notoria la pensión que se le asigne al tiempo de hacerse el concurso, para que conste a los opositores, por cuyo medio se asegura cumplir con la disposición más ajustada al derecho y al concilio.

Y la segunda, que en los beneficios simples de España no pueden verificarse las causas de necesidad y utilidad, y lo mismo sucede en las prebendas de residencia, porque estando dotadas las iglesias con crecido número de dignidades, canonicatos, raciones y medias raciones y capellanías, no es regular que se indispongan todos a un tiempo, y la falta de uno puede suplirse por otros; y sobre todo, cuando hubiera alguna que es muy contingente, era menos inconveniente tolerarla que dar ocasión a un daño universal como el de las resignas.

VI.
Que se despachen bulas a los prelados de España para que en conformidad de lo dispuesto por el santo concilio de Trento hagan desmembración de las rentas de curatos pingües para dotar los tenues, y las uniones convenientes de estos, sin apelación ni otro recurso, sean de libre provisión o de patronato; de suerte que los curatos queden con bastante congrua, y se erijan nuevas parroquias o hagan vicarías perpetuas donde les parezca conveniente.

La inobservancia del santo concilio de Trento en la sesión 21, capítulo 4 y 5 y en la sesión 24, capítulo 13 de Reformación, recuerda a Su Majestad el justo empeño de que los obispos en sus diócesis hagan las desmembraciones y uniones de beneficios y rentas convenientes a que las rectorías estén dotadas y bien servidas por sujetos de virtud y letras.

En España es tanto más necesaria esta práctica cuanto es mayor que en otros reinos la desigualdad de rentas de los curatos, especialmente en Galicia, Asturias y León: hay unos que pasan de cuatro o cinco mil ducados, y otros que no llegan a la congrua; los unos recaen en sujetos tan dignos, que por sus cualidades no cumplen el ministerio en la aspereza de aquellas montañas, y la misma abundancia los embriaga y aparta de la carrera de la virtud, al menos para solicitar motivos de no residir e ir a gastar su sobrante a las capitales; y los otros por necesidad se confieren a quien no tiene otro arbitrio para ordenarse, siendo su pobreza tal que en muchas partes los obliga a ejercer artes mecánicas.

La distancia que hay de unos lugares a otros y el preciso encargo de muchos curas en cuidar de dos, tres o más poblaciones, y decirles misa, trae consigo el desconsuelo de que muchos fieles se queden sin oírla los días festivos, no pocos mueran sin sacramentos, los niños sin recibir el bautismo, y finalmente todos carezcan de la debida instrucción en los dogmas de nuestra santa fe.

Estos, que fueron los fundamentos de la disposición conciliar, traen algunos reparos que no deben suspender su fuerte práctica.

¿Qué se interesa la iglesia universal, la disciplina y la religión, en que haya un cura rico que funde mayorazgos para sus parientes con la sangre de sus pobres ovejas? ¿Cuánto mejor será que su sobrante se aplique al socorro de otras parroquias?

Párroco hay en España que con cincuenta o cien feligreses, tiene otros tantos mil reales de renta. Se opone a la justicia distributiva que una pequeña población esté dotada con tres o más sacerdotes, y que uno solo viva obligado a cuidar de tres o cuatro lugares.

Los beneficios a prestameras son de tan corta entidad que sirven solo para dar fomento a inquietudes de si toca su provisión al nuncio o a Su Santidad, por exceder de los 24 ducados de oro de cámara, y a que seguramente estos cortos frutos se extravíen a otros países porque recaen en quien no puede residirlos; ¿cuánto mejor sería aplicarlos para dote de las mismas parroquias?

Estas y otras justas consideraciones movieron el ánimo de los padres del concilio de Trento para hacer dueños de la acción a los obispos.

Los patronos particulares o llevadores de diezmos, que a trueque de vivir con ostentación a costa de los frutos de la misma iglesia, consienten que la regente un indigno, el que menos les pide para mantenerse. ¿Qué resistencia podrán fundar contra mandatos tan arreglados?

Sobre todo, nunca pasarán estos inconvenientes de la esfera de particulares, deben ceder al bien universal de la iglesia, y así desea Su Majestad fortificar las disposiciones del Tridentino con bulas circulares que exciten y precisen a los obispos al cumplimiento de su ministerio en esta parte, con la calidad de dar cuenta a Su Majestad de cuanto vayan obrando, y la de que sean ejecutivos sus mandatos sin otra apelación ni recurso que el regulado arbitrio de los obispos, porque de otra manera se harían interminables, y es menos inconveniente sufrir uno u otro agravio que indisponer tan santos y necesarios fines.

VII.
Que se supriman y secularicen todos los beneficios que no tienen frutos ciertos, en conformidad de la bula de Inocencio XIII, y los tenues que no lleguen a la congrua precisa para orden sacro, aplicando los obispos estas rentas a fines piadosos, redimiendo sus cargas o subrogándolas como sea más conveniente.

Los beneficios eclesiásticos que nacieron en una plena libertad, empezaron a hacerse tributarios de los obispos antes del siglo XII: como las necesidades de sus iglesias eran tantas, solían aplicarlas los frutos de las vacantes por algún tiempo y a otros usos piadosos; el concilio 3° Lateranense ya señaló seis meses para la provisión; no por eso dejaron de continuarse estas aplicaciones justamente consentidas, hasta que cesando el fin hizo sus tiros la codicia de algunos prelados.

Refrenó en mucha parte el abuso en nuestra España el concilio Palentino, año 1322; de la prohibición vino la dispensa apostólica, y de esta la aplicación y reserva establecida por Clemente V; sería justa pena al exceso de los prelados, si se verificase la necesidad y utilidad de la Iglesia sin perjuicio de tercero; pero como media este y aquellas no se verifican, se hace mucho más odiosa.

No se descuidó el Papa Juan XXII en asegurar las anatas y frutos del primer año; publicó su constitución en el de 1319, que es una de las estravagantes comunes; fue por entonces temporal de solos tres años; luego la hizo perpétua Gregorio II, como si los frutos de los beneficios debiesen algo a los cismas y revoluciones de los antipapas.

Por muchos años y en muchos concilios se controvirtió la justa resistencia de los reinos católicos en este punto, y como había ya cesado la necesidad verdadera o aparente con que se pretextaron, trataron de reformarlas los concilios de Nicea, Constancia y Basilea a principios del siglo XV.

Era varia la práctica de la exacción en todos los reinos y provincias, pero el concilio Lateranense, la aquiescencia de la Francia y las ventajas que sacó Francisco I con León X en otros puntos, pudo serenar la tormenta autorizando una introducción tan violenta y perniciosa.

Pagan las anatas generalmente todos los curatos, dignidades, prebendas y beneficios del reino que se proveen en Roma, de cualquier modo que vacan, si exceden los frutos de 24 ducados de cámara; lo mismo sucede por las pensiones, uniones, desmembraciones y supresiones de beneficios, y como las reservas han crecido tanto que apenas hay provisión que no caiga en las reglas de cancillería, es más gravosa a España que a todos los demás reinos.

La Francia, en la patria que llaman Redacta, solo paga una sexta parte; en lo demás hay cierta especie de composición con los beneficios mayores que les grava poco: en Polonia y Germania se observa la alternativa por concordatos de las iglesias catedrales y sillas mayores; está regulada la tasa por el primer año con moderación, y en cuanto a las demás dignidades y beneficios son libres porque se estiman de 24 ducados.

Lo mismo sucedía en España, pero hoy solo se practica en los arzobispados de Sevilla y Toledo, sin duda porque lo han resistido con más esfuerzo, y no es extraño porque son de tal clase estas pretensiones, que solo quien cede puede ser vencido. Las parroquias todas habían conservado indistintamente en el reino su libertad hasta que de poco tiempo a esta parte se ha extendido la reverenda cámara y ha desterrado la costumbre de asignar solo los 24 ducados; gobernándose por los asientos antiguos en que conserva el más valor de los beneficios.

Qué utilidad se siga a la Iglesia universal de estas contribuciones y qué necesidad haya para sostenerlas, lo dice la opulencia de la silla apostólica y la suma indigencia de estas provincias. Si hay razón para eximir a los arzobispos de Toledo y Sevilla, que son los más pingües y más bien dotados de España, ¿por qué no han de gozar este indulto los de las provincias más estériles, y en que apenas componen congrua sus beneficios?

Que Su Santidad para alguna urgencia de su dignidad o de la Iglesia se valiera de algún subsidio, acostumbrada esta España a facilitarlos; pero que teniendo hoy su aplicación a los curiales, ministros de dataría y otras personas de menos cuenta, haya de concurrir el rey católico a darles pábulo a su codicia cuando ve la pobreza de estos reinos, y que por este y otros caminos se imposibilitan los clérigos a socorrer las necesidades de los fieles, no cabe en el paternal amor de Su Majestad, y menos en la justificada piedad de Su Santidad negarse a un medio tan racional y justo como el que se propone, ya que no en el todo al menos en cuanto baste a no tratarlos con menos distinción que a otros reinos católicos, que no son tan acreedores como estos a la benignidad de la Santa Sede.

VIII.
Que se extinga enteramente la contribución de las anatas, y cuando algunas se paguen sea de las primeras sillas, quedando en su libertad las demás dignidades, prebendas y beneficios curados y no curados.

Los beneficios eclesiásticos que nacieron en una plena libertad, empezaron a hacerse tributarios de los obispos antes del siglo XII: como las necesidades de sus iglesias eran tantas, solían aplicarlas los frutos de las vacantes por algún tiempo y a otros usos piadosos; el concilio 3° Lateranense ya señaló seis meses para la provisión; no por eso dejaron de continuarse estas aplicaciones justamente consentidas, hasta que cesando el fin hizo sus tiros la codicia de algunos prelados.

Refrenó en mucha parte el abuso en nuestra España el concilio Palentino, año 1322; de la prohibición vino la dispensa apostólica, y de esta la aplicación y reserva establecida por Clemente V; sería justa pena al exceso de los prelados, si se verificase la necesidad y utilidad de la Iglesia sin perjuicio de tercero; pero como media este y aquellas no se verifican, se hace mucho más odiosa.

No se descuidó el Papa Juan XXII en asegurar las anatas y frutos del primer año; publicó su constitución en el de 1319, que es una de las estravagantes comunes; fue por entonces temporal de solos tres años; luego la hizo perpétua Gregorio II, como si los frutos de los beneficios debiesen algo a los cismas y revoluciones de los antipapas.

Por muchos años y en muchos concilios se controvirtió la justa resistencia de los reinos católicos en este punto, y como había ya cesado la necesidad verdadera o aparente con que se pretextaron, trataron de reformarlas los concilios de Nicea, Constancia y Basilea a principios del siglo XV.

Era varia la práctica de la exacción en todos los reinos y provincias, pero el concilio Lateranense, la aquiescencia de la Francia y las ventajas que sacó Francisco I con León X en otros puntos, pudo serenar la tormenta autorizando una introducción tan violenta y perniciosa.

Pagan las anatas generalmente todos los curatos, dignidades, prebendas y beneficios del reino que se proveen en Roma, de cualquier modo que vacan, si exceden los frutos de 24 ducados de cámara; lo mismo sucede por las pensiones, uniones, desmembraciones y supresiones de beneficios, y como las reservas han crecido tanto que apenas hay provisión que no caiga en las reglas de cancillería, es más gravosa a España que a todos los demás reinos.

La Francia, en la patria que llaman Redacta, solo paga una sexta parte; en lo demás hay cierta especie de composición con los beneficios mayores que les grava poco: en Polonia y Germania se observa la alternativa por concordatos de las iglesias catedrales y sillas mayores; está regulada la tasa por el primer año con moderación, y en cuanto a las demás dignidades y beneficios son libres porque se estiman de 24 ducados.

Lo mismo sucedía en España, pero hoy solo se practica en los arzobispados de Sevilla y Toledo, sin duda porque lo han resistido con más esfuerzo, y no es extraño porque son de tal clase estas pretensiones, que solo quien cede puede ser vencido. Las parroquias todas habían conservado indistintamente en el reino su libertad hasta que de poco tiempo a esta parte se ha extendido la reverenda cámara y ha desterrado la costumbre de asignar solo los 24 ducados; gobernándose por los asientos antiguos en que conserva el más valor de los beneficios.

Qué utilidad se siga a la Iglesia universal de estas contribuciones y qué necesidad haya para sostenerlas, lo dice la opulencia de la silla apostólica y la suma indigencia de estas provincias. Si hay razón para eximir a los arzobispos de Toledo y Sevilla, que son los más pingües y más bien dotados de España, ¿por qué no han de gozar este indulto los de las provincias más estériles, y en que apenas componen congrua sus beneficios?

Que Su Santidad para alguna urgencia de su dignidad o de la Iglesia se valiera de algún subsidio, acostumbrada esta España a facilitarlos; pero que teniendo hoy su aplicación a los curiales, ministros de dataría y otras personas de menos cuenta, haya de concurrir el rey católico a darles pábulo a su codicia cuando ve la pobreza de estos reinos, y que por este y otros caminos se imposibilitan los clérigos a socorrer las necesidades de los fieles, no cabe en el paternal amor de Su Majestad, y menos en la justificada piedad de Su Santidad negarse a un medio tan racional y justo como el que se propone, ya que no en el todo al menos en cuanto baste a no tratarlos con menos distinción que a otros reinos católicos, que no son tan acreedores como estos a la benignidad de la Santa Sede.

IX.

Que no se paguen quindenios por las uniones de beneficios mayores ó menores.

Los quindenios son efecto de las anatas; y la exacción de uno y otro es hija del errado concepto en que está la curia de ser el Papa señor de todos los beneficios y no administrador y dispensador, como dijo san Bernardo, lib. 3, cap. 1 de considcr. ad Evg. Dispensatio tibi credita est, non data possesio: possesionem et dominium cede huic, tu curam illius habe, pars tua haec, ultra, ne extendas manum.

Por derecho feudal han conceptuado los romanos el de los quinquenios y anatas, como si fuera uno con el de los príncipes temporales; y si le trataran así, ya sería de menos monta el agravio.

Cesará el de los quindenios el día que no haya anatas: es mas moderno su uso; introdújole Paulo II año de 1469. Si los príncipes no hubieran consentido las anatas, cierto es que no estarían hoy gravados con los quindenios.

Vió la cámara que era precisa la unión perpetua de muchos beneficios cuando lo aconsejaba la utilidad de la Iglesia, y que por consiguiente cesaba la contribución de anatas en las vacantes; y luego preparó el antídoto con los quindenios como si tuviera por título irretractable y oneroso las anatas, que era lo que únicamente podía cohonestarlas.

No se contentó con regular por quince años cada vida, cuando el concepto del derecho común se extiende a 20 y en los derechos feudales es práctica inconcusa, sino que por la regla XXII de la cancillería dispuso que pagaran quindenios los beneficios que no pagan anatas, por no llegar a los 24 ducados de cámara.

Es el caso que como por lo regular, cuando son de corta entidad los beneficios suelen unirse muchos, los consideran unidos no con la separación que deben mirarse, convirtiendo así en sustancia el accidente de que la unión recaiga en uno solo de mil ducados de renta por ejemplo, ó en muchos que asciendan a esta suma: de suerte que sin mudar de naturaleza ni esencia los tales beneficios, hace la curia que lo parezca y que lo sea.

¡Qué derecho tenga la cámara apostólica para adquirir por este medio un lucro tan exorbitante se esconde a la penetración mas lince! Las anatas ya tal cual se cohonestan con el conato de persuadir que están subrogadas en la décima que pagaban los levitas al Sumo Sacerdote por reconocimiento de la suprema potestad y dominio; pero cuando esto fuese así (que no es, porque tocaba a lo ceremonial y cesó este precepto en la ley de Gracia) no habiendo mas dominio que la voluntad del Pontífice, que debe ser regulada y hasta ahora no ha habido quien diga que pueden fundarse en ella los derechos feudales que supone la ejecución de quindenias y veintenas, ¿por qué exigir los quindenios cuando no tienen otro apoyo que el de hacer supuesto de una dificultad invencible?

En verdad que la han superado los reinos de Germanía, Polonia y Francia y el de Portugal en este siglo, no han usado otras armas que las de una templada resistencia, y aunque su Majestad católica pudiera valerse de la misma, desea no obstante dar a sus reinos este alivio y que les venga de la mano piadosa de su Santidad reinante, no solo en las uniones de beneficios, que según la costumbre se regulaban por de 24 ducados, sino aun en los mayores y primeras dignidades, que es de las que se pagan anatas rigurosamente.

X.

Que ni Santidad dé a la dataría y cancillería las órdenes mas rigurosas para que se cierre la puerta a la facilidad que hay en conceder todo género de dispensas: y que solo se den cuando haya causa justificada de necesidad y utilidad de la iglesia conforme a los cánones antiguos y concilios.

Así como es útil la dispensa en cuanto modera y templa el rigor de la ley, es perjudicial y dañosa si la relaja; empeño bien árduo es el acierto en las dispensaciones, pende de acomodar el mérito, la necesidad, utilidad, el estado y circunstancias, sin perder de vista los límites de lo justo.

Mal podrá la dataría asegurar el acierto, cuando procede sin la debida instrucción, por sola una simple narrativa, sin conocimiento del estado, calidad y circunstancias de los sujetos.

Quien vió detenerse al papa Gregorio VII en la dispensa que le pidió el rey don Sancho de Aragón para que un obispo renunciase a León V en confirmar el matrimonio del emperador León, porque en la iglesia griega eran prohibidas las cuartas nupcias, con depender no menos que la legitimidad de Constantino, y otros ejemplares de esta clase, y ve hoy que se pide todo y se dispensa todo porque no se regatea nada, ¿qué violencia encontrará en la pretensión de este artículo?

¿Qué diría San Bernardo ahora, cuando en su tiempo, y en la epistol. 42, ya se lamentaba de este abuso ?

Las dispensas conocidas en los doce primeros siglos fueron muy singulares, solo las reguló la necesidad y utilidad de la iglesia universal, no se concedían, no, por particulares contemplaciones como ahora: recaían sobre lo pasado, pocas veces se estendian a lo futuro, como que de otra suerte vendría a ser disipación no dispensación: nada ha puesto en mayor turbación la disciplina eclesiástica que las dispensas.

El concilio romano del año de 1096 arregló las causas que son: 1.a necesidad; 2.a utilidad de la iglesia; 3.a por tiempo limitado de la necesidad y utilidad, y 4.a recaer sobre culpas ó errores pasados.

No se conocía en aquellos siglos la distinción de personas que en estos; no era mas fácil al príncipe que al vasallo obtener las dispensaciones; pero, ó témpora! ó mores! Quam rempublicam habemus ? etc.

Las dispensas matrimoniales son mucho mas modernas: apenas se conocían en el pontificado de Alejandro II; el primer ejemplar le hizo Martino V, para que Fugio, conde de Navarra, casase con hermana de su mujer, fue necesaria una causa tan justa como la de asegurar la sucesión del reino, y que la aprobasen los teólogos y canonistas mayores de aquel siglo; y hoy sin mas consulta que la de cuatro ó seis mil pesos , logra esta satisfacción cualquiera que los tiene, y no se detienen en sacrificarlos a su gusto, ó a su torpeza.

Ponderar el abuso que hay en esto no es posible , se necesitaban muchos volúmenes, baste decir que a los infinitos cánones, concilios, bulas, decretos apostólicos generales y particulares, en todo lo que mira al gobierno interior y exterior de la iglesia, se abre la puerta con causa ó sin ella por la negociación y el dinero: la irregularidad, pluralidad de beneficios, los oratorios, residencia, rezo, votos, término de profesiones , conmutaciones de últimas voluntades, minoración de misas y cargas, incestos y toda clase de crímenes, se dispensan indistintamente.

Los votos de los regulares, sus constituciones y leyes solo los observa el observante verdadero y el que no tiene con qué solicitar su desvío; turbado está todo el órden secular y regular, solo el coste de las dispensas de monjas y frailes de España es un manantial de oro y plata capaz de empobrecer al reino.

Los daños que esto trae consigo son infinitos y graves, no hay obediencia a los superiores; ascienden al sacerdocio los indignos; falta la justicia distributiva en los premios, las familias se empobrecen, no sin perjuicio de la población; el escándalo crece y la seguridad de las dispensas convida a los delitos mas enormes. Su Majestad no se opone a la potestad de la Santa Sede, solo pretende que se arreglen a la disposición del concilio Tridentino, ses. 24, cap. 5 de reformat. en cuanto a matrimonios, y en los demás particulares a los cánones y concilios que las coartan y declaran los casos y términos en que se han de conceder.

XI.

Que se escusen en adelante todas las componendas en cualquier clase de dispensaciones.

La componenda es abuso harto mas perjudicial y de grave entidad que las dispensas: el nombre mismo publica su reprobación y malicia; reduce a contrato, mejor se dirá, a cuasi delito la gracia de la dispensa; dificúltase esta por la dataría, se encarece la cura y sube a proporción la componenda; si resiste la dispensación un capítulo canónico se paga una componenda , si dos, tres ó cuatro capítulos y concilios, otras tantas; no sirven hoy de otra cosa las leyes y constituciones que resisten la dispensación, que de aumentar los intereses de la curia; queda a su arbitrio la regulación, no hay otra regla que la modere y limite.

En lo matrimonial se logra la dispensación en cualquier grado y clase de personas como suba la componenda, y aunque haya causa se omiten a costa de cien ducados; en la materia beneficial, cuando se reserva pensión ducado por ducado, sea en prebenda, beneficio simple ó curado; lo mismo sucede en las supresiones; en las uniones ducado y medio; y las reservas a favor de freile ó caballeros es doblada; si se casa paga tres componendas, y si se casa con viuda cuatro.

Por mas que quiera disimularse este exceso, ¿cómo ha de esconderse a los hereges que están en acecho del nivel con que regulamos nuestras operaciones? ¿ni qué príncipe cristiano ha de consentir esta tiranía en sus reinos?

Muchas y bien sentidas quejas han llegado a la silla apostólica, mas el remedio tarda; por no haberle logrado de su mano el santo rey don Luis de Francia le facilitó con su propia autoridad , publicó el edicto que refiere su abogado Juan Severino año de 1278, para que semejantes exacciones se desterrasen de sus reinos; no por eso dejamos de venerarle por santo: ¿ qué virtud en grado mas heroico que apartar, que el brillante espejo de la fé, representado en el Sumo Pontífice todas las nieblas que le empañan y ofuscan?

No ha sido España menos diligente en sus ruegos, pero sí mas desgraciada en sus resoluciones , por no tenerlas ó por no observarlas.

En el concordato de París del año de 1714 llegó a tratarse este punto, y para subvenir al erario de la cámara apostólica, no hubiera repugnado su Majestad católica dar graciosamente diez mil escudos por razón de pensiones, anatas, componendas, derechos de cancillería y menudos servicios, con tal que quedasen desterrados los abusos espuestos: en el de 737 se suscitó de nuevo esta especie, es la que mas resiste la dataría y en la que se ha de insistir con mayor firmeza, porque su Majestad que en conciencia y en justicia conoce no ser soportable esta carga, sacudirá un yugo tan pesado por los medios de su autoridad, conforme en todo a los cánones y concilios, de que es tan religioso observador como primogénito de la Iglesia católica.

XII.

Que no se dupliquen breves y su coste por via de corrige, y se pongan todas las cláusulas preservativos como en lo antiguo para evitar segundas ó terceras súplicas, de modo que sin mas dispendios y embarazos se logre el fin a que se dirigen las gracias.

El insaciable conato de los curiales en aumentar sus intereses a costa de nuestra sustancia, ha hecho que los breves que se despachan y suelen equivocar ellos mismos se despachen por via de corrige, pagando casi lo mismo por el correctorio que por el primero, cuando en lo antiguo solo se daba lo muy preciso para derechos de escritorio.

En las dispensas de consanguinidad se ponían cláusulas preservativas para el caso en que fuese de afinidad el parentesco ó sobreviniese alguna otra causa; hoy se omiten con artificio para poner este lazo mas a que se aumenten las expediciones; lo mismo sucedía en los breves de compaternidad y parentesco espiritual entre padrinos ó bautizados; contenía en lo antiguo la cláusula prolem ex sacro fonte levavit, y después se pone la de filium, aut filias, que es particular , y si se ha de poner prolem, que es genérica , se paga doble; a este tenor sucede en las demás expediciones; y siendo estos abusos efecto de la malicia de los curiales, convendrá que su Santidad mande advertirlos y que se dé regla fija, para que por semejantes medios no se retarden ni cuesten mas las gracias.

XIII.
Que se modere el coste de bulas de obispados, reduciéndolo por punto general a la décima parte del valor cierto del producto anual de los diezmos, que percibe el obispo por el quinquenio mismo que remiten los cabildos, y es el que sirve al rey de regla para deducir la tercera parte de pensiones; sin que se cargue cosa alguna por las dignidades temporales, que están anejas a algunos obispados por concesiones de los reyes.

Hasta el pontificado de Gregorio VII reinando don Alonso VI, que vino en calidad de legado Ricardo Abad de Marsella, no conoció España otra voz que la de los arzobispos y obispos con la elección del pueblo, clero o de los reyes para la consagración y posesión de los prelados; reservó así este pontífice la autoridad de aprobar a los arzobispos electos que habían de recibir el palio de su mano.

No dejó el reino de sentir que al primado de Toledo se le suprimiesen estas facultades, según Mariana; pasó a Roma el arzobispo don Bernardo, logró las preeminencias de primado y que se revocasen a Ricardo las facultades de legado, y con recibir el palio de manos de su Santidad, dio principio a un general despojo.

De aquí fue extendiéndose la reservación en los demás reinos en cuanto a confirmar a los arzobispos; luego descendió a los obispos, y aunque el caso particular y allanamiento de don Bernardo a recibir el palio de manos de su Santidad no debía hacer consecuencia, fue el cimiento para que los demás no se resistiesen y aun en España se aquietasen.

No se penetró la idea, la descubrió sí el tiempo y no se descuidaron los romanos en avocar hasta la provisión de las sillas episcopales, negándoles la facultad a nuestros reyes.

Es cierto que el emperador Carlos V pudo serenar esta tormenta, pero fue a costa de ceder y sujetarse a bulas; este es el medio con que la política de la corte de Roma ha afianzado siempre sus intereses, ponerlo en cuestión todo para quedar con prenda y siempre la más útil; no nos regatea los honores; está bien instruida del carácter de nuestra nación; así lo estuviéramos nosotros del suyo.

No sería tanto el daño si el coste de las bulas se hubiese regulado; pero se trata esta materia con tanto exceso que pasa de escandalosa; obispado hay que paga la renta de un año largamente; júntase a esto los gastos de consagración, viaje y aparato, con que no hay obispo que por tres o más años no vaya sujeto a tratarse con indecencia y a no dar una limosna, si ha de salir de la esclavitud de sus acreedores y de los intereses que paga por el adelantamiento.

Este desconsuelo los oprime y aflige de manera, que mueren sin desempeñarse ahogados en su desgracia; los que le prestaron su dinero quedan perdidos; nómbrase otro obispo al que le sucede lo mismo, porque regularmente en España se eligen de edad avanzada; los accidentes habituales son muy propios en sujetos de carrera, y así hay diócesis en que cinco obispos no han tenido arbitrio para socorrer la necesidad más limitada. A este estado se hallan hoy reducidas las mitras de España.

Que para la expedición de bulas se tuviera consideración al valor de los frutos decimales ya era tolerable, pero que el accidente de haber los reyes autorizado la mitra de Palencia, por ejemplo con el condado de Pernía, la de Oviedo con el de Noreña, y así de otras dotándolas con señoríos y derechos temporales, haya de remontar el coste de las bulas a tres tantos más que lo que corresponde a sus valores, es especie tan extraña y ajena de razón que pide entera reforma.

Es tan desigual el reglamento con que se gobierna la curia en esta parte, que acredita la falta de noticias e instrucción; obispados hay bien pingües como el de Coria, que es muy moderado el coste de sus bulas, y otros de cortísimas rentas pagan con exceso a este.

Por tanto, dejando a parte las consideraciones y la autoridad con que se han hecho estas reservas, y como lo que recibió la silla de mano de Cristo graciosamente, se ha de distribuir con tantos lucros, desea su Majestad que se ponga término a los clamores de los obispos y fieles; y siendo medio tan útil y proporcionado el de pagar por todo el coste de bulas la décima parte de los valores líquidos que quedan por un quinquenio al obispo, bajadas todas las cargas, se deberá proponer a su Beatitud con todo esfuerzo, bien entendido que deberá ser la décima de lo que percibiese el prelado, que son las dos partes íntegras de frutos, porque la tercera toca a su Majestad para agraciar a los pensionistas, y no siendo de la inspección del prelado sería irregular gravarle con ella.

Por el propuesto medio está tan lejos de perjudicarse la Santa Sede, que antes bien aumentará sus intereses, pues lo que bajen unos obispados, que son los de rentas infelices, suben incomparablemente otros de rentas gruesas; se trata con igualdad a los prelados; no será tanto su empeño; cesa la murmuración y el clamor de los pobres acreedores de justicia al sobrante; su Santidad da este testimonio más de su benignidad a su Majestad católica y se pone de una vez término a este punto, que ha dado causa a muchas interdicciones con la curia. Por conclusión, teniendo la Iglesia universal el mayor interés en que las mitras estén dotadas con señoríos y dignidades temporales, asegura su conservación; de otra suerte su Majestad está resuelto en el día a incorporarlas en su corona por puro efecto de su soberanía.

XIV.
Que la reverenda cámara no se mezcle en adelante con pretexto alguno a percibir el producto de espolios y vacantes de obispados y demás prelaturas, dejando su uso a quien corresponde por derecho, concilios, bulas y constituciones apostólicas.

Rara fortuna es la de todas nuestras pretensiones; ninguna hay que no se dirija a que se observe lo dispuesto por derecho por los concilios y decisiones particulares pontificias; en los espolios y vacantes recopiló don Juan Chumacero muchas y muy terminantes que dejan poco arbitrio a la impugnación y a la duda.

Son propios del sucesor en la silla los bienes del predecesor, y los de la vacante para disponer de ellos en usos piadosos, a que por su naturaleza están destinados.

Alguna variedad hubo en España en la administración de expolios y vacantes; en los primeros siglos corría al cargo de los ecónomos presbíteros y diáconos, daban cuentas al sucesor y no resolvía sin consejo del metropolitano. Alteró este gobierno la codicia; fióse al obispo inmediato por disposición de varios concilios, luego a los metropolitanos y visitadores no alcanzaban sus fuerzas; hasta los seculares poderosos pretendían tener derecho a invadir los expolios y vacantes.

Solo la mano real, por medio de los ecónomos regios, fue bastante a preservarlos para que efectivamente se convirtiese en usos de piedad; lo dijo así el sabio rey don Alonso en la ley 18, tit. 5. de la Partida 1a ya la graduaba por costumbre antigua, y escribía el año de 1251: de aquí viene, según Gregorio López, la práctica de despacharse en el consejo las provisiones de expolios.

En un privilegio de don Alonso VIII a la iglesia de Palencia, la asegura defender, que los príncipes, obispos y poderosos ocupen estos frutos: “sed omnes res (dice) et possessiones defuncti reservantur salvas, illaesas et illibatas pro praelato succedendo”.

Lo mismo se advierte en otro privilegio del emperador don Alonso el VII, año de 1127, a la iglesia de Santiago. El obispo de Pamplona don Fr. Prudencio Sandoval en la crónica de este príncipe dice, que eran de los reyes los bienes que dejaban los obispos; trae un privilegio de la iglesia de Astorga y otro de la de Oviedo, de que se hizo cargo el dictamen de Fr. Melchor Cano a la Majestad de Felipe II.

El concilio de Lérida celebrado en la era 584, de que se formó el cap. 34, caus. 12, q. 2. y el lateranense año de 1139, que hoy es el cap. Illud, 47, caus. 12, q. 2. acordaron la reserva para el sucesor: lo mismo dijo Bonifacio VIII, de las vacantes en favor de la iglesia, y el sobrante para el sucesor, ex cap. Quia saepe, 40, de elect. et elect. potest. in 6. y en el cap. Statutum, 7 eod. tit. derogó Martín V la costumbre en contrario.

En España fortalecieron nuestros concilios estas disposiciones y era la práctica universal: llegó en este estado la reservación de Clemente VII a la sombra de la necesidad urgente de la Silla, que se hallaba en Aviñón: no solo alcanzó la calamidad a los prelados, sino a los clérigos privándolos de la libertad de testar secundum jus, que hasta entonces habían tenido.

Se alteraron todos los reinos y provincias; los reyes Carlos VI y VIII y Luis XII de Francia, publicaron edictos, que surtieron su debido efecto, de que es buen testigo Thomasino y los clamores de todos obligaron a Alejandro V en el concilio de Pisa, sess. 2. a renunciar el derecho a los expolios, que las reservas de sus antecesores pudieran atribuirle; y para mayor firmeza declaró el concilio Constanciense sub Martín V. sess. 39. que no debían llevar los pontífices estos expolios entonces, ni en tiempo alguno: y antes de entrar a la elección de Eugenio IV, se obligaron formalmente los cardenales bajo de juramento, a que el electo no había de permitirlos a la cámara apostólica.

Todo el conato de nuestros reyes en mantener con firmeza la disposición de derecho en esta parte le superó Alejandro VI con un ejemplar solo: pidió a la reina católica el año de 1496, la tercera parte del expolio al cardenal Mendoza arzobispo de Toledo, para subvenir a los gastos de la guerra; otra súplica igual se hizo al emperador Carlos V para la mitad del expolio del cardenal Talavera: la extendió después a otros prelados: y no hubo menester más la cámara apostólica para asegurar con un ruego, lo que en tantos siglos no había logrado la malicia, y una gracia, que fue puramente temporal, determinada a ciertos prelados, y por la causa justa, que se supuso, quiere hacerla perpetua y de justicia, habiendo cesado la concesión el día que faltó el impulso.

A la injusticia de la exacción, se aumenta la de los términos con que se practica; llena está España de colectores y exentos; ejercen por sí jurisdicción con independencia: no suelen dar lugar a que fallezca el obispo para ocupar la casa de la dignidad con embargos y ministros; estos son regularmente los herederos, a lo menos los más inmediatos. Las vacantes se rematan en pública subasta: y con ser de poca entidad lo que producen especialmente los expolios, son infinitas las ruinas y escándalos que ocasionan.

Solo España es el blanco al que se enderezan estos tiros: Francia, Polonia, Milán, Portugal y Cerdeña están libres de semejantes gravámenes; la razón es una misma: si alguna hubo para introducirlas, es bien notorio, que ha cesado; ¿pues qué razón puede haber para sostenerlos, cuando directamente se oponen a todos derechos, a tantos concilios y constituciones, y en particular a muchas bulas, y las vacantes al concilio Constanciense sess., de que se hizo cargo Chumacero en sus memoriales?

¿Qué culpa tienen los pobres feligreses de que les falte el pastor y el prelado? ¿No es bastante dolor el desamparo en que su muerte los constituye, sin que se aumente el de ver segar las mieses de su sustento, para que al abrigo de una corruptela les destrocen y enajenen?

Si su Majestad pretendiera para sí las vacantes, a que pudiera fundar derecho como lo tiene en Indias, y lo autorizan los ejemplares de Francia y otras provincias, ya pudiera oponérsele la cualidad de interesado; pero si solo pretende, que no se estravíen los frutos y que se conviertan en lo que el mismo prelado debiera distribuirlos, ¿con qué razón se le podrá negar tan justo intento cuando lo mismo se observa en Polonia, Portugal, Alemania Milán y Saboya?

No tiene otro principio la perniciosa introducción de vacantes, que la aquiescencia a los expolios; fundamentos son muy débiles para contrastar tantas y tan santas leyes: ¿qué causa habrá hoy, que supere el invencible escollo de quedar despojados los pobres feligreses de los frutos, a que el terreno y su sudor los hacen acreedores de justicia?

No puede esperarse de la que resplandece en su Santidad que los deje en tan lamentable desamparo, porque su Majestad siempre atento a la conservación de sus reinos, celoso siempre de la observancia de los cánones, protector y ejecutor de los concilios sagrados, cumple con representar la necesidad de su observancia para tratar de ella inviolablemente por los medios de su autoridad y su decoro: mayormente cuando reconoce el ningún fruto, que se ha sacado de lo concordado el año de 37 en el art. 22, para que dejase su Santidad a los pobres la tercera parte de las vacantes.

XV.
Que el ducado de cámara antiguo, que hoy vale diez y siete reales y medio, se reduzca a su antiguo valor de once reales y medio, tanto en las pensiones, cuanto en el coste de bulas y otros dispendios en dataría y cancillería, haciéndose el pago en moneda usual y corriente sin precisar a las partes, a que sea en oro como se practica.

Hecho ya imaginario el valor del ducado de cámara, vive sujeto a la ley que le impone la codicia; no subía más que a quince reales en el reinado de Felipe IV, y hoy corre por diez y siete y medio: bueno es que pase plaza de cien ducados de vellón la pensión de un beneficio que vale trescientos, y que lo haga ascender la dataría a cien ducados de diez y siete reales y medio, cuando son sesenta y tres únicamente.

Igual perjuicio se causa en la expedición de los despachos: cierto es que suenan ducados según la tarifa antigua, pero con un tercio y más de aumento: conocen la injusticia, pero es perezoso el remedio, contentándose con ocultarlo, y así por setenta y ocho ducados que exigen, suenan cincuenta y cuatro en las bulas, que equivalen a los mil reales que componen los setenta y ocho.

En composiciones y medias anatas tiene mayor crecimiento esta moneda: cobran por cada cien ducados nuestros ochenta y seis ducados de cámara que valen mil quinientos diez reales, en que hay cuatrocientos diez de exceso.

Sube aún a más en cancillería: hacen pagar noventa y un ducados de cámara y dos tercios por ciento de vellón con cuatrocientos ochenta y cuatro reales de agravio; ¡feliz moneda por cierto que vincula sus quilates en la cualidad de los asuntos a que se aplica!

Este solo abuso y el de los pagos en oro, moneda tan dificultosa que sin un cambio muy crecido no se encuentra porque la tiene estancada la dataría, sube a muchos millones cada un año.

Todas las potencias han cuidado de reducirla a lo justo y si la nuestra hasta aquí no lo ha logrado, por más que haya hecho ver que ninguna otra se halla tan perjudicada, insta en el día el arreglo en que se interesa la justicia distributiva; y su Majestad no puede ni debe aquietarse mientras la corte de Roma trate a sus vasallos con la equidad que debe ser común a todos, tanto en reducir las monedas cuanto en que el pago se haga en la corriente, apartando de la dataría la nota de tener estancado el oro para que la imposibilidad de la paga haga crecer incomparablemente sus utilidades con tan subidas reducciones.

XVI.
1. Que el tribunal de la nunciatura arregle sus derechos a lo concordado con monseñor Fachineti.

2. Que en lo gracioso se moderen a cierta cuota las propinas.

3. Que el nuncio no conozca antes de tiempo de las causas de los inferiores.

4. Que se arregle a su breve en las provisiones de gracia.

5. Que se finalicen en España todas las causas, sin que vayan otras a Roma que las criminales contra la persona del obispo.

6. Que se erija un tribunal compuesto de tres o cuatro eclesiásticos constituidos en dignidad a presentación de su Majestad, presidiéndole el nuncio, de suerte que la primera instancia sea del ordinario, segunda del metropolitano, tercera del nuncio con su auditor español o al nuevo tribunal, y última a éste en que pueda revisarse si lo pidiese la causa.

Seis partes tiene este artículo igualmente principales. La primera, sobre que se arreglen los derechos del tribunal de la nunciatura a los aranceles reales, conforme a lo concordado con el nuncio Fachineti, se funda en tres seguros principios: primero, ser privativo del príncipe dar la ley a todos los tribunales de sus reinos, sean seculares o eclesiásticos, porque toca a la potestad temporal la administración de justicia y el reglamento de los intereses con la igualdad y proporción que asegura la estabilidad del gobierno, de que hay tantas experiencias cuantos son los obispados de España, según lo dicen las leyes y autos acordados del consejo; segundo en que el tribunal de la nunciatura se fundó bajo este supuesto, que es al que debe estarse; y tercero, porque conocido ya el exceso el año de 1639, se hizo concordia particular con el nuncio don César Fachineti, arreglando los aranceles a moneda de vellón, de que es buen testigo el mismo auto acordado, y si esto no basta para acreditar de justa una pretensión en que su Majestad solo trata de la igualdad de derechos en todos los tribunales dentro de sus reinos, midiendo a los subalternos de la nunciatura con la misma vara que a los de sus tribunales superiores; parece que siendo súbditos nadie podrá impedirle el uso de su autoridad para hacer valer sus leyes y resoluciones. Ya que el artículo 21 del concordato del año de 1737 no bastó a remediar este daño, que a no ser cierto ya hubiera hecho la nunciatura alguna demostración que la indemnizase, si es que puede haber alguna que baste a cohonestar los derechos de diez y nueve pesos y medio; por una sentencia cuatro y medio; los de un auto interlocutorio quince ducados de plata; los de manutención seis ducados; una comisión a juez in curia catorce pesos, las que vienen de Roma, y a este tenor otros muchos de igual o mayor gravamen; con el de derechos de memoriales, introducido de pocos años a esta parte, que sube a una media compulsa, siendo así que vienen incluidos en los de sentencia.

La segunda, sobre que en lo gracioso se moderen a cierta cuota los derechos, es igualmente justificada que la primera: las dispensas que se despachan en la nunciatura son en número infinito, solo los regulares de uno y otro sexo dejan cada año un tesoro; todas las que tocan a rezo, votos, facultad de tener criadas y otras de esta clase, ninguna baja de trece pesos: hasta las de servir de padrinos los religiosos en los bautismos se regulan en siete ducados: peca este abuso en dos cosas: la principal en la facilidad con que se prohibe todo para dispensarlo todo, y la segunda en la exorbitancia de los derechos; no se distinguen personas ni clases; tiene su Majestad sus tribunales reales de gracia y de justicia, acude a ellos cualquier religioso mendicante por sí o sus comunidades, logra el más pronto, favorable y franco despacho porque es pobre; dénsele cédulas de las gracias por considerables que sean, no paga derechos por lo mismo; pero la nunciatura, sea por gracia o por justicia, nunca les hace esta gracia: quien lo paga es el vasallo secular, a quien acude el religioso con sus urgencias, como que no tiene otro patrimonio.

La frecuente avocación de causas sin estado legítimo es la tercera parte de este artículo: se conforma con la disposición del derecho canónico, con la del tridentino, con la Constitución de Inocencio VIII, la bula Apostólici Ministerio y otra de Su Santidad reinante: todas conocieron el daño en las avocaciones, hacen inmortales los pleitos, privan a los ordinarios de sus derechos nativos, extraen a los naturales de sus países a litigar con crecidos dispendios.

Mueren en la demanda los litigantes, o de aflicción, o de necesidad o de todo; los tribunales superiores se fatigan con recursos impertinentes, aun los reales no se excusan de los de fuerza: antes que llegue un auto de prueba, suelen ya haberse resuelto tres o más artículos, con otras tantas fuerzas: son hechos que acredita la experiencia cada día más por más que el nuncio pretenda oscurecerlos; llenos están los tribunales ordinarios de ejemplares; el causídico menos versado tiene muchos y algunos de apelaciones a futuro gravamen; al consejo llegan varios cada día: no es fácil remediar este daño con una providencia paliada, y así espera su Majestad el más eficaz encargo para que celen los nuncios la observancia de tantas y tan autorizadas decisiones, previniendo a los ordinarios no ejecuten las Letras contrarias a ellas, y que den cuenta a su Majestad para acordar la providencia más efectiva.

4.° De no arreglarse el nuncio a los términos y facultades del Breve, mezclándose a proveer indistintamente los beneficios, excedan o no la cuota de veinte y cuatro ducados de oro de cámara, se siguen muchos perjuicios y litigios; en el artículo 19 del concordato del año de 1737 se previno la ordenación de una tasa que había de servir de regla; no se ha ejecutado hasta ahora, y cada día es más considerable el daño: el remedio que pide es ejecutivo, y si Su Santidad y el nuncio no le proporcionan, acordando entre sí las provisiones que a cada uno correspondan, sin dejar al pobre agraciado en el empeño de un pleito que le consume más en un año que pueda valer en una vida legal el beneficio; usará su Majestad de su autoridad por los medios más conformes a su soberanía, que tiene ya acordados a consulta de su consejo de Castilla.

5.° La pretensión de que se ejecutoríen en España todas las causas, y solo vayan a Roma las criminales contra la persona del obispo, es conforme a todo derecho.

6.° La erección del tribunal en los términos que se solicita, es tan precisa en España que sin ella será imposible poner término a estas quejas.

Pidió el reino en las Cortes de Valladolid del año de 1518, que se estableciese la nunciatura, facilitando los ruegos del Emperador Carlos V: había de componerse de protonotarios españoles jueces in curia; era el fin que no fuese negocio alguno a Roma; el tribunal se erigió, pero los fines no se consiguieron. El nuncio empezó a asesorarse con un auditor extranjero; hacía traer las comisiones de Roma, no dejaban de ir a aquella corte muchas causas, y con tan perjudiciales abusos, inmediatos a la creación, el mismo reino, que la fomentó fue parte formal para que se extinguiese.

Las utilidades que trae consigo un tribunal colegiado compuesto de ministros naturales en competencia de la nunciatura, como hoy se ejerce, son notorias: se asegura el acierto por el mayor número de votos: concurren sujetos de letras y virtud instruidos en nuestros derechos patrios y costumbres; será un tribunal dotado, que no dependa de los derechos de sentencia, y espóstulas del juicio; se acomoda más al carácter de nuestra nación venerada de las extranjeras, por sus célebres consejos y tribunales: el nuncio queda más autorizado presidiendo un tribunal de esta clase, es conforme a la práctica de los tribunales de Roma, fuente de donde se comunica la jurisdicción eclesiástica, y a la disposición del capítulo 21 de Officio et Potestate Judicum Delegatorum; y finalmente será una renovación de la creación de la nunciatura, según lo pidió el reino, y se estableció por la Silla Apostólica.

A esta satisfacción se junta la de no ser juzgados los españoles por un extranjero, tendrán como por premio este alivio, viendo cumplido el capítulo 18 del Deuteronomio: Profetam de gente tua, et fratibus tuis suscitavit tibi Dominus Deus tuus, ipsum audies. Y a la verdad no hay otro medio más seguro y ventajoso de conciliar Su Santidad y Su Majestad Católica los precisos respectos de su paternal amor a estos reinos, que darles un tribunal autorizado en que tengan término sus pleitos.

El orden gradual de las instancias es muy regular y conforme a que se consigan tan justas intenciones; y en el supuesto de que acudiendo Su Santidad a este deseo de Su Majestad Católica se tratarán y acomodarán los medios para su mayor consistencia, debería insistirse con toda distinción en este punto, que es de la mayor importancia, y nada grava a la nunciatura: antes bien la aumenta sus autoridades e intereses.

XVII.
Que el nuncio no conozca de las causas de los regulares, a excepción de aquellas en que por su orden hayan conocido sus ordinarios superiores, conforme al Tridentino y la Constitución de San Pío.

Nada tiene perdido el estado regular de España, sino la inmediación del recurso a la nunciatura, y la facilidad con que ésta oye y admite cualquier queja: no se conoce ya el precepto de obediencia a los prelados; de aquí es que por evitar el escándalo de un recurso obran sin libertad en el castigo de los excesos de sus súbditos, quedan las más veces consentidos, y si alguna procuran estrecharlos pierden el súbdito, la causa y el dinero con la avocación a la nunciatura, y la comunidad está obligada a costear un pleito a todas luces injusto y voluntario. Sacan breves para ausentarse, elegir celdas y aun mudar convento y provincia: ¡oh cuántos ejemplares hay de éstos cada día! y otros harto más sensibles de los recursos a Roma, porque estando en mano del nuncio, que ya no comete las causas a los jueces in curia prout in prima instantia loco ordinarii, como se practicó antiguamente; todas pasan a Roma y con ellas millones de millones. Díganlo las religiones de San Benito y San Bernardo; publíquelo hoy la de Carmelitas Descalzos y aun los Mínimos, y si esto se dudase se dará ejemplar reciente del monasterio de Poblet, que en un pleito con el de Santas Cruces sobre precedencia de asiento en las Cortes, pasan de cien mil escudos los que llevan gastados en la Curia Romana, y empieza ahora el litigio.

El Concilio Calcedonense (de que se hizo cargo el Cardenal de Luca de Regularibus, Discurso 1.°) previno cuerdamente que en las cosas externas, viviesen los monjes sujetos al obispo, y en las que miran al gobierno de la regla y disciplina religiosa a su abad: ¡ojalá hoy se practicase, que no fuera, no, tan grave el daño y tan dificultoso el remedio!

El capítulo Abbatem de Electionibus en el Sexto constituye a los abades verdaderos y nativos ordinarios; el Concilio de Trento lo previene y la constitución de San Pío V declaró los casos y términos de esta jurisdicción, y el capítulo Quanto de Officio Ordinarii, la supone más cualificada que la ordinaria eclesiástica: Hoc autem bene credimus, quod abbas in iis semper, quae regularia sunt emmenda praecedet episcopum, quia etiam in eis magis debeat obedire abbati quam episcopo.

Con la exención de los regulares nació el empeño de los obispos en atraerlos a su fuero, diéronse por los concilios las reglas expuestas fortalecidas con otra declaración de Gregorio XIII, y establecido en España el nuncio con jurisdicción ordinaria, y el esfuerzo con que quiere mantener la delegada, se mezcla indistintamente en las causas de regulares contra tan modernas y terminables declaraciones.

Cuando no se dudara de las facultades solo tendrían lugar en el último recurso evacuados por su orden los del superior ordinario, provincial y general: vemos, que omisso medio, se mezcla en todos y no es justo tolerarlo.

Viene este abuso tan de antiguo, que el Consejo de Castilla lo representó a Felipe III en consulta de 29 de octubre de 1639, de que se formó el auto acordado, que es el 4.°, título 1.o libro 4 de la Recopilación: no bastan a contenerle las repetidas declaraciones de fuerza del Consejo; porque el nuncio, tengan o no estado las causas, sean del gobierno externo o interno, las admite, no sin escándalo del público, que queda informado de las interioridades de las religiones, y lo peor es, que son sobre asuntos harto nimios, que no debieran ponerse en cuestión, ni salir a la tabla de la censura: menos inconveniente sería, que un superior indiscreto atropellase a su súbdito, que dar ocasión a tantos inconvenientes, como trae la frecuencia de estos recursos, la divagación de los religiosos, la falta de respeto y obediencia, dispendio crecido en los pleitos y otros males.

A la sombra de esto pone el nuncio la mano en punto de elecciones, empieza el conocimiento por donde debía acabarse, los capítulos no se hacen con libertad, y todo cuesta el dinero.

Su Majestad no pide otra cosa, que la observancia del derecho canónico, disposición tridentina y constituciones de San Pío V y Gregorio XIII; esto, por sí mismo pudiera mandarlo; pero desea que Su Santidad le coadyuve, para que sea más cualificado el logro de un empeño tan justo, en que se interesa la quietud de las religiones y su mejor disciplina.

XVIII.
Que no se use de censuras con pretexto alguno en causas civiles por los ordinarios, o delegados, por privilegiados que sean: que en las criminales solo se despachen in subsidium, cuando se haya ya evacuado por su orden los remedios legales; que los conservadores ni en las criminales, ni en las civiles.

El abuso de las censuras en España ha llegado a tal extremo, que fuit datum in adjutorium, et conversum in iniquitatem; no hay cosa más saludable que la censura, si se usa de ella con templanza y con justicia, pero tampoco se dará otra más perjudicial, si se abusa como se abusa. No se contentan los ordinarios y demás jueces colectores de subsidios; de escuelas, conservadores y demás exentos con empezar por donde debían acabar, en sus propios negocios, sino que abrazan todos los ajenos de seculares; puede más una censura, que muchas ejecuciones y apremios: a la sombra de su jurisdicción sujetan los seculares infinitas cesiones de créditos y derechos, unos injustos, otros muy dudosos, y los más de dificultosa cobranza.

Después de haber corrido los conductos ordinarios sin utilidad (quizá porque es poco recomendable) se proyecta una cesión al escolar, al religioso, al exento, y finalmente al subsidio o Cruzada: la regla de derecho que anula la cesión hecha in potentiorem se ha desconocido; si llega a advertirse es cuando se va a juzgar el pleito, no escusa los dispendios y apremios escandalosos; rara vez se verifica, porque el deudor a trueque de no sonar escomulgado se sujeta ciegamente a destrozar su hacienda, y no pocas veces abandona su vecindad y domicilio.

¿Qué importa que en uno ú otro caso el adicto a los tribunales reales por vía de fuerza enmiende algún agravio? Hay pocos que tengan inteligencia y dinero para estas defensas; mejor es que no haya excesos, que no el corregirlos después de ejecutados.

La censura es el más fuerte cuchillo de la Iglesia; introdújose para castigo de los pecados cuando la corrección fraterna no alcanzase; ¿qué le quedará que hacer a un juez eclesiástico si por un celemin de trigo o de la más despreciable semilla que se debe al diezmo empieza por una excomunión, sin que preceda otro aviso?

Ya se conoció este daño en el Concilio de Trento, y renovando las disposiciones de otros más antiguos, previno que no se impusiesen censuras sin motivo grave después de evacuados los términos del derecho y las demás penas que constituyen contumacia verdadera: solo en Cataluña se observa rigorosamente este estilo.

De los entredichos se usa con mucha frecuencia; al más pequeño desaire, hecho por la jurisdicción real, toca desde luego el eclesiástico a entredicho; de las tres clases que son personales, locales y generales se ejercitan las dos primeras con tanta facilidad en España, que en nuestros tiempos han puesto en consternación a muchos pueblos, y alguna vez las provincias.

La censura in bulla coenae Domini se cree tan familiar a cualquier pretexto de jurisdicción , que es por donde suelen empezarse; ponderar las ruinas espirituales y temporales que causan, y los alientos que da a los eclesiásticos y regulares este imperio, es excusado cuando se ve deprimida la jurisdicción real y que se halla sin ejercicio por no tener el presidio de estas armas.

No basta que las leyes reales prohíban a los jueces eclesiásticos y conservadores el uso de ellas por deudas particulares, aunque dimanen de bulas y composiciones; tampoco que la Extravagante provide entre las comunes lo resista; la común opinión de que la excomunión injusta no es sentencia, como funda Santo Tomás, la ignoran muchos y no es esta teología que explican los eclesiásticos; la contraria procuran siempre imprimir, es más natural en los corazones sencillos.

Ello es preciso arrancar la raíz de una enfermedad, que es incurable si se deja la aplicación del remedio en nuestras manos; no hay otro medio que los propuestos; seguros son y conformes a equidad y justicia; los sagrados concilios y cánones los tienen aprobados, las leyes de nuestro reino las confirman; trátase solo de su observancia, y así espera Su Majestad que contribuya Su Santidad a ella con su condescendencia.

Buen ejemplar es el de Portugal; solo en un caso raro puede imponerse censura al juez secular, y entonces el capellán mayor del rey le absuelve según el indulto de León X, confirmado por Julio III.

No es de peor condición el de Francia; la concordia de Francisco I puso término a las excomuniones particulares; solo España es excepción de la regla, y con decir cualquier vicario que la excomunión es reservada a Su Santidad se rinden los derechos más gigantes, y no se halla medio de sacar de estas prisiones meses y años a un pobre juez que no ha cometido otro delito que encontrarse tal vez con un provisor indiscreto.

XIX.
Que se revoquen desde luego todas las exenciones de la jurisdicción ordinaria, y no se concedan en lo sucesivo especialmente a los jueces de confidencias, colectores y demás oficios de la curia romana y nunciatura; que en lo de adjuntos se tome un buen temperamento, de modo que los cabildos reconozcan la mano de su prelado y que los conservadores se contengan en los límites de sus facultades.
Toda exención es odiosa, turba la ley e impide la debida obediencia a los superiores; tanto, cuanto se disminuye la autoridad episcopal, crece la libertad de los exentos; altera la buena armonía del gobierno; el pueblo se escandaliza y no pocas veces, dividido en parcialidades hace propios los empeños de los jueces y los dirimen las armas con asonadas y tumultos.
Nada importa tanto a las repúblicas como sujetar a una mano sus dependencias, y que una misma sangre circule a la cabeza que a los demás miembros; monstruos produce su separación, y así se ha visto en España que solo reinó la disciplina eclesiástica con equidad mientras no se conocieron las exenciones.
Con dificultad se hallará alguna en que para su expedición se verifiquen las cualidades que señala la estravagante Salvator del Papa Juan XXII, y se reducen a la amplitud de la diócesi, población numerosa, autoridad, y corto ó ningún perjuicio de la dignidad a quien tocaba.
Los males que vienen con esta multitud de jueces dentro de una ciudad ó diócesi, son muy graves por lo regular; se encuentran a cada paso las jurisdicciones; gastan en competencias el tiempo que pedía la precisa atención de la administración de justicia ; los colectores, protonotarios, ministros de Cruzada y demás gracias son en número infinito, y mucho mayor los exentos que estos hacen; no hay otros límites que los de su arbitrio ni causa que no se empeñen en atraerla.
Por el contrario, de suprimirse estos juzga* dos y otros resplandecerá la potestad de los obispos restituida a su antiguo trono, y los va* salios de su Majestad serán juzgados sin el atro* pello que experimentan.
Los privilegios de adjuntos en el modo y con la extensión que se han tomado traen un daño muy grave; no bastan las declaraciones conciliares; ha puesto a su Majestad en el conflicto de que su consejo trate seriamente los medios más conformes a la autoridad real para aquietarlos; el remedio está indicado, renovando las gracias que obtuvo Cárlos V de Clemente VII y Paulo III para decidir por sí las controversias entre prelados y cabildos; la misma concesión ha debido su Majestad católica a su Santidad reinante; pero si se reflexiona bien la disposición del Tridentino en el cap. 4, ses. 6, y en el cap. 6, ses. 25 de reformat. que declara las causas criminales de gravedad aque se extiende el privilegio, se acordará con facilidad la providencia, dejándola siempre sujeta a la mano de su Majestad y sus sucesores en consecuencia de los mismos indultos.
Aunque el cap. 5 de la ses. 14 de reformat. procuró ocurrir al exceso con que los jueces conservadores ejercían su jurisdicción y el título 8, lib. 1 de la Recop. no tuvo otro objeto que reducirlos al cuadro de sus facultades y fines de su institución, la inobservancia de estas disposiciones trae al público muchos agravios; y estando en manos de su Majestad el remedio será bien que su Santidad le corrobore, mandando guardar los cánones y concilios con derogación formal de toda costumbre por inmemorial que se considere.

XX.
Que no se admita a órdenes menores a quien no tenga capellanía, prebenda ó beneficio dotado con congrua competente; que no se admitan patrimonios por considerables que sean sus rentas, ni los obispos puedan ordenar a título de ellos con protesto alguno; que los cabildos en sede vacante no despachen dimisorias, ni la nunciatura los breves de providendo; que para admitir las oposiciones d capellanías y beneficios, baste la aprobación de suficiencia por el ordinario sin necesidad de iniciar d los opositores de primera tonsura aunque lo prevengan las fundaciones ó estatutos de la Iglesia; y en lo que no fuere contrario a esto que se observe en España el capítulo 4.* del concordato de Nápoles celebrado el año de 1741.
Los inconvenientes que el reino experimenta con la facilidad de crear exentos y ordenar de prima y grados con el más ligero motivo se remediarán en mucha parte con la supresión y unión de beneficios y capellanías tenues proyectada en el artículo 7.° de esta instrucción.
Pero como el conato en la exención del fuero contra la utilidad pública y lo dispuesto por el concilio Niceno, canon 62, puede prevalecer coadyuvado de la malicia y fraude con que procuran hacerse ilusorias las más acertadas resoluciones , será bien salir al encuentro al todo.
Siempre que en España se deje puerta abierta al arbitrio regulado y prudente de los ordinarios y cabildos, no se lograrán los justos deseos de su Majestad; ¿qué providencias más sólidas que las acordadas en la L. 23, tít. 4.°, L. 13, tít. 3, lib. del ordenamiento y la 1.a tít. 4. lib. l.° de la Recopilación ? ningunas tan oportunas como las prevenidas en el cap. 2, ses. 21, y el cap. 6, ses. 23 de reformat confirmadas por nuestra ley 1, tít. 4.°, lib. 1 de la Recopilación , y ni estas ni diferentes autos acordados para su observancia, ni la bula apostolici ministerii, han bastado a contener los abusos; crecen cada día y se hacen insoportables.
Ya lo reconoció el artículo 5.° del último concordato ; aunque en su consecuencia se despacharon breves circulares a los obispos para que se arreglasen al Tridentino, fue un lenitivo muy suave que no saca la raíz ni aun preserva el daño ; se necesita otro mayor estímulo que con el tiempo no se corrompa.
No hay otro más activo que el de la congrua necesaria para ascender a órden sacro. Dos dificultades se ofrecen desde luego, pero es indispensable superarlas; una en cuanto las fundaciones particulares que pidan que los opositores estén a lo menos iniciados de menores, con cuyo incitativo se ven los prelados en el mayor conflicto si se las niegan, porque los exponen a abandonar un derecho conocido; y otra porque los estatutos de todas las iglesias apetecen lo mismo, así para las oposiciones de prebendas mayores y menores como para los curatos.
Al primero es fácil ocurrir por el medio insinuado de dispensar su Majestad generalmente esta cualidad de tonsurados, subrogando en su lugar la aprobación del ordinario en cuanto a suficiencia y costumbres, que fue lo que apetecieron los fundadores y el motivo porque desearon que estuviesen iniciados los opositores; y el segundo se repara con que solo se ordenen los graduados de grado mayor por las universidades del reino, en cualquiera de las facultades de leyes, cánones ó teología, y que a los que no lo estuviesen (que regularmente serán algunos opositores a curatos) supla la aprobación referida el defecto de la tonsura, sin que les obste para ser admitidos, y lo mismo en los beneficios patrimoniales.
Los patrimonios en más ó menos capital ó renta, nada quiere decir para que sean admitidos; es cualidad extrínseca que no altera el concepto en la sustancia; esta consiste en que no los haya; de permitirlos, por más limitaciones que se les ponga queda la entrada al fraude; no hay cosa más fácil que acrecentar los valores de una hacienda imaginaria a costa de un juramento que el moralista, que menos, dice, es disculpable porque hace la piedad su oficio en la materia sobre que recae; cuando en España no hubiera tantos curatos, capellanías y beneficios, supliría su falta el crecido número de comunidades regulares; apenas se darán dos leguas de territorio en que no haya un convento, santuario ú hospicio.
Siendo esto así y que para crear un patrimonio ha de haber causa de necesidad y utilidad y el conflicto de falta de sacerdotes ¿con qué causales se podrá justificar un patrimonio y la creación de un exento?
Las vacantes de los obispados suelen durar poco tiempo, rara ó ninguna pasa de un año; no será considerable el perjuicio que se siga al ordenando en esperar el ingreso de prelado, y cuando sea alguno, menos inconveniente es tolerarlo que el que lo padezca la causa común. Enseña la experiencia a cada paso que todos los díscolos é indignos, que con el conocimiento práctico de sus prelados ni han conseguido, ni conseguirían ordenarse, esperan la ocasión de una vacante; todo pasa en ellas.
Los breves de providendo que despacha la nunciatura, aunque sin facultades para ello, remueven los inconvenientes que detienen a los cabildos por el Tridentino, y entre unos y otros cuando los obispos entran a ocupar su silla hallan un seminario de gente poco aparente para mantener la disciplina en su esplendor nativo.
Ahora ocupa su lugar el concordato de Nápoles que su Majestad desea se observe en España con las limitaciones expuestas. Son muy saludables los diez capítulos con que se afianza: 1.° que ninguno sea ordenado sin beneficio que llegue a la mitad de la congrua; 2.° que sea equivalente alguna pensión eclesiástica competente; 3.° diez años de edad y tres con residencia de seminario ó congregación eclesiástica, hábito clerical con licencia y asignación del obispo; 4.° que supla el tiempo de los estudios a completar el trienio con licencia del ordinario y certificación de vita et moribus del obispo, en cuyo distrito residiere; 5.-que solo estén exentos de estas cualidades los llamados a capellanía, ó beneficio eclesiástico con congrua competente: 6.° que para la oposición baste el examen y aprobación del ordinario sin la precisión de iniciarse en la tonsura: 7.° que los ordenados de prima se apliquen después al estudio y cosas de piedad en seminario, comunidad eclesiástica ó la Iglesia que le destinare el obispo, a menos que asista a las universidades: 8.° que justifiquen cada año su destino por certificaciones de los rectores ó superiores y de otro modo no gocen del fuero, para lo cual ha de haber una tabla pública en la sacristía de las parroquias donde estén registrados: 9.° que los vicarios de cabildos, sede vacante, no den dimisorias sin el voto de la mayor parte de individuos cuando son llamados a capellanías los pretendientes ó teniendo ya la primera tonsura, son presentados a beneficio que actu requiere cierto órden, debiendo hacer constar que no fue desaprobado del obispo; y que las demás dimisorias no se den aun post annum luctus Ecclesia, sin licencia de la sagrada congregación: y 10.° que señala las penas a los contraventores.

XXI.

Que solo gocen inmunidad personal los contenidos en el capítulo antecedente, y no sea promovido el que no posea beneficio. capellanía ó pensión competente, y que el clérigo de menores que al año no esté ordenado de mayores pierda el fuero.
Los particulares de esta pretensión son preciso efecto de lo que se expone en la antecedente, y de la disposición tridentina al cap. 6.° ses. 23. de reformación, para que únicamente gocen del fuero los verdaderos sacerdotes y clérigos, que están dotados de las cualidades apetecidas en los concilios, en la ley 1.a tit. 4. de la Recopilación, y en la bula apostolici ministerii.
Por tanto, nada importa más que su religiosa observancia: en ella se vincula la mejor disciplina eclesiástica, y a la verdad, que la privación del fuero del ordenado de menores que dentro de un año no ascienda a mayores es la llave maestra, que cierra la puerta a todo fraude: de suerte, que si a este se aumentan las precauciones referidas en el artículo 20, logrará España la serenidad, que poseen otras naciones, y nunca estará el estado eclesiástico en mayor respeto ni el culto divino más bien servido.

XXII.

Que se estienda a estos reinos y se establezca en ellos el juzgado del Breve de Cataluña en los términos que se practica actualmente, para que los delitos enormes de los clérigos no queden sin castigo.
No es mucho que corra precipitado el delincuente, si lleva consigo mismo el indulto de sus excesos; nada detiene tanto como el temor del castigo. Nada bastó a contener el orgullo de los clérigos seculares de Cataluña, hasta que la formación del tribunal del Breve les hizo creer que eran mortales.
El emperador Cárlos V tiró las primeras líneas con el Breve temporal, que obtuvo de Clemente VII, cometido al obispo de Sigüenza, para que castigase a los clérigos de menores, que incurriesen en delitos enormes; con la experiencia de las utilidades que trajo esta gracia, se siguieron otras de Paulo y Julio III, Pío V, Gregorio X y XIII, Sixto y Paulo V, que refiere Cordada en la deciss. 34. tom. 1.
Conforme a ellas conoce el obispo de Gerona de los delitos graves de los clérigos seculares y regulares, aunque estén ordenados de órden sacro, ó constituidos en dignidad: puede subdelegarse la jurisdicción. Tiene la de declarar cuáles sean los crímenes atroces sujetos al tribunal del Breve, y para ello son asesores necesarios dos ministros de la audiencia real de aquel reino.
De las apelaciones conoce el obispo de Vich con otros dos ministros de la misma audiencia, cuya sentencia sella formalmente el juicio.
Aunque Castilla y León obtuvo algunos Breves particulares para castigo de los clérigos delincuentes, que el primero fue del mismo Clemente VII al emperador, para que los tribunales reales juzgasen y castigasen a los comuneros, ninguno ha habido general y perpétuo, y si bien, no es tanta la necesidad como en Cataluña, por la moderación y templanza que se ha observado por lo común en el clero, sin embargo será muy conveniente establecer el juzgado, para que conozca de las causas que se ofrecieren, y a la sombra de su autoridad se eviten muchos crímenes.
Por ser de tanta extensión los reinos de Castilla y León no bastará un solo tribunal: la subdelegación tiene muchos reparos; conviene que la bula sea absoluta, para que su Majestad establezca los que pareciese convenientes; este es el medio de proporcionar con maduro acuerdo las distancias por los distritos de las chancillerías y audiencias, asegurando el otro extremo de las apelaciones por medio de los metropolitanos, ó los prelados más inmediatos a los tribunales del Breve.

XXIII.
Que la inmunidad local se reduzca a número determinado de templos, según se practica en Valencia y Nápoles por el último concordato: que la restitución comprenda los casos y delitos que se expresarán.
La asignación de aquellas seis ciudades que por mandato de Dios hizo Josué para asilo de los delincuentes, se trasladó en la ley de gracia a los templos, a las imágenes sagradas y a otros lugares piadosos.
El justo objeto de esta exención, que abraza a los pecadores arrepentidos y destierra a los que obstinados en su perfidia, o pecan con la seguridad del asilo, o le buscan para pecar, ya nos lo dio a entender el mejor maestro, arrojando con ímpetu del templo a los mercaderes, que le profanaban.
Nada fomenta tanto los crímenes como la seguridad de los reos, en que piadosa la iglesia los libra del suplicio.
De la extensión general que se conoció en todo el orbe cristiano a favor de la inmunidad local, vino su restricción a tanto extremo, que en Francia, Venecia y Alemania apenas han quedado vestigios: no por esto ha decaído la religión ni el culto; harto dolor sería que estuviese vinculado uno y otro en el abrigo de los delincuentes, y que una malicia interesada hubiese de promover tan alto asunto.
Dentro de nuestros reinos tenemos el ejemplo: no necesitamos recurrir a la práctica de otras provincias. En Valencia, lugar muy populoso y del mayor comercio, no hay más iglesia exenta que la catedral dentro de los muros de la ciudad; y fuera de ellos la de San Vicente mártir, que es monasterio cisterciense; en las demás ciudades, villas y lugares del reino la iglesia parroquial primaria, según la letra del fuero 4°, establecido como los demás por el rey Don Jaime el Conquistador, con acuerdo de los prelados de la corona de Aragón e intervención del nuncio apostólico ().
Muy importante sería que se extendiese por regla a toda España, cometiendo la asignación al arzobispo de Toledo, con cuya providencia cesarían sin duda los encuentros de jurisdicción y la mayor parte de los delitos; porque en España son estos tan frecuentes como cercanos a los lugares exentos, pues no hay apenas calle en las ciudades ni población pequeña en que no haya tres o cuatro iglesias.
Muchas son las súplicas que se han dirigido a Su Santidad en varios tiempos y otras tantas las resoluciones benignas que se han acordado para ocurrir a estos daños, coadyuvadas de diferentes leyes del reino, pragmáticas y autos acordados (Véase todo el título 2, lib. 1, Recop. y autos concordantes; las bulas de Pío II, Paulo II, Sixto IV, Julio II, León X, Julio III, Pío IV y V, Gregorio XIII, Sixto V, Inocencio XI y XII, la de Gregorio XIV, cum alias del año de 1591, suplicada la de Benedicto XIII de 1725 exqua divina y la última de Clemente XII, año de 1734, in supramo justitia solio, que ha dado tanto en que entender a los tribunales.
En el último concordato y los artículos 2°, 3° y 4° se declaró no habían de gozar inmunidad los salteadores o asesinos de caminos, si se sigue muerte o mutilación de miembro; ni los que maquinaren conspiraciones para privar al soberano del trono en todo o en parte, extendiendo con letras circulares la bula in supremo justicia solio, para evitar la frecuencia de homicidios. Que las iglesias frías no valgan, y que las ermitas rurales no sirvan de asilo, sino en aquellas en que se conserve el Santísimo Sacramento o haya un capellán de continua asistencia.
Lejos de ser útil la disposición de la referida bula in supremo justitia solio, perjudica y retarda el castigo, porque sujeta al eclesiástico la declaración de su competencia como tribunal mas digno: admite prueba y contestaciones; nunca falta quien haga casuales, y en defensa propia los homicidios; se declara al fin juez, con el pretexto mas ligero; se admite la apelación en ambos efectos; es eterno el negocio hasta las tres conformes, y si solo la admite en el devolutivo (que sucede pocas veces) entra el recurso de fuerza, y no se logra el fin de que la vindicta pública se satisfaga con la celeridad que suelen pedir algunos crímenes; que en tanto sirve de escarmiento la pena en cuanto es mas inmediata y ejecutiva.
No fue esta la intención de Su Santidad, por tanto debe recurrirse a la fuente para que tenga a bien que en España se observe la bula referida con las extensiones y declaraciones siguientes:

1a Que no gocen inmunidad los homicidas simples voluntarios ni los que dan ayuda, favor o consejo, excepto los casuales y de propia defensa; juzgándose esto por nuestras leyes y pragmáticas.

2a Que lo mismo se entienda con los asesinos, salteadores de caminos y calles, aunque sea el primer insulto y no se siga muerte, mutilación ni efusión de sangre.

3a Todos los reos de lesa Majestad en primero y segundo capítulo, y aun cuando haya ofensa personal a los ministros nombrados por Su Majestad inmediatamente.

4a Los incendiarios de iglesias, poblaciones, comunidades y casas habitables dentro y fuera del poblado y quien los coadyuve.

5a Los violadores y raptores de mujeres y hombres, aunque sea con el fin de rescate.

6a Los que amenazan de muerte por escrito o palabra si no se les da el dinero o alhajas que piden.

7a Los que dan veneno o lo saben y no dan cuenta: aunque no se siga la muerte por cualquier motivo.

8a Los asesinos o los que solicitan a estos, ayudan o aconsejan siempre que se intentó el homicidio, aunque no se consiguiese.

9a Los que de noche usan de llaves maestras u otros instrumentos para abrir puertas de casas, tiendas, almacenes y graneros, o entran por tejados, ventanas u otras partes a robar, y roban tanta cantidad que por nuestras leyes merezcan pena grave que irrogue infamia.

10a Los que a nombre de justicia o tropa hacen abrir las casas para el robo de doncellas o mujeres honestas.

11a Los gitanos que no vivan según leyes y la última pragmática del año 1749.

12a Los que falsifican créditos, obligaciones, letras, vales o escrituras, órdenes y otros instrumentos.

13a Los hombres de comercio, que con una quiebra fingida, se acogen a la iglesia y alzan los caudales.

14a Los tesoreros o cajeros del rey o de particulares que se alzan con todo o parte del caudal.

15a Los que extraen a los reos de la iglesia o lugar inmune por autoridad propia.

16a Los delincuentes en lugar sagrado o que salen de la iglesia a cometer crímenes por los que merezcan pena corporal.

Finalmente, siempre que el juez real exhorte al eclesiástico para que al refugiado le quite las armas, deba hacerlo y entregarlas; y de lo contrario pueda el secular hacerlo sin incurrir en censura constando de requerimiento; y pidiendo la venia pueden entrar a registrar la cosa robada o de contrabando sin designar lugar cierto, pues bastará la sospecha de que esté escondida dentro del inmune.

Siendo las declaraciones y capítulos expuestos conformes en todo a lo concordado últimamente con la corte de Nápoles, podrá ofrecerse menos reparo a Su Santidad en asentir a ellos.

XXIV.

Que se despachen bulas con las mismas facultades que se expidieron las del cardenal Don Francisco Cisneros, y otras de Pío V, para la visita y reforma del estado regular de España, en el número de conventos y individuos, con facultad de suprimir unos y agregar otros. Que en lo sucesivo ninguno pueda ser admitido a religión sin licencia del obispo. Que tenga dieciocho años cumplidos en la entrada, y veinte cumplidos para la profesión, sin que pueda dispensarse; y que Su Santidad mande observar la disposición del Tridentino, que declara los casos en que los religiosos están sujetos al diocesano.

Si la necesidad y utilidad de esta reforma no fuese tan notoria, sería fácil hacer demostración práctica de ella. No se dará reino en que desde los primeros siglos de la iglesia haya habido tanta facilidad en admitir religiones y aumentar el número de conventos; son hoy tantos que admira solo considerar adonde hay fondos para mantenerse. Los monacales, es cierto, que desde la reforma general en el reinado de Felipe II no se han aumentado, pero tampoco se han disminuido. Lo mismo sucede en las cuatro órdenes mendicantes de mercenarios, carmelitas, dominicos y agustinos; pero las descalceses de estas órdenes (excepto la de Santo Domingo), han crecido de manera, en número de conventos, individuos y rentas, que raya la esfera de lo sumo, y apenas habrá pueblo considerable en que no hayan ya fundado todas: poseen hoy más bienes que todas; piden limosna como todas, y no son de tanta utilidad a la iglesia sus institutos.

La religión de San Francisco en su observancia no ha excedido en el número de casas, si en el de individuos en grado superlativo. Los reformados o descalzos han hecho tantas fundaciones, especialmente en las poblaciones reducidas y desiertas, que ejecuta su necesidad al misero vasallo, llegando el abuso a tanto extremo, que en doce leguas de distrito tienen una provincia entera.

Con haber logrado estos reinos en la religión de la Compañía de Jesús todo lo que necesitaban para la buena crianza de la juventud desde las primeras letras, se han introducido ya los escolapios a enseñarlas, y crece el número de sus fundaciones, de forma que llegaban a treinta cuando tuvo el Consejo de Castilla la primera noticia.

Los hospicios establecidos y dotados (que es la puerta por donde se entra al seguro de una fundación) son tantos como las comunidades.

Qué ruina traiga a la nación un estado tan lastimable pediría muchas prensas para imprimirlo: si los conventos están dotados de bienes, efectos y derechos viven exentos de tributos; si no lo están es preciso que se mantengan de limosna, y en uno y otro caso solo el vasallo lo paga por entero.

Los medios de pedir unos y de adquirir otros son para el silencio; baste decir que en la frecuente y necesaria obligación de demandantes se altera todo el orden monástico y religioso, no sin escándalo del público de todo el reino.

Apenas se dará lugar de veinte casas en que no haya un religioso o establecido por teniente de cura, o entretenido a costa del hermano para solicitar las utilidades y limosnas de su convento, y a trueque de echar el superior la costa fuera, y de las misas o arbitrios con que le acude se ve precisado a tolerarlo, aunque sean notorios los motivos para recogerlo.

Si San Bernardo se lamentaba ya en sus tiempos ¿qué haría si alcanzase nuestro siglo?

Por ser tan natural la inclinación al estado regular en unos casos como efecto de la virtud, y en no pocos del ocio, establecieron leyes los emperadores para que ningún vasallo entrase en la religión sin su licencia. “Algunos por pereza, abandonando las tareas de las ciudades, buscan la soledad de los desiertos y se reúnen con los monjes”, dijo la ley Quídam de decurionib.

Reprobó el Concilio Lateranense III las religiones que cada día se inventaban: “no sea que una diversidad excesiva de religiones introduzca confusión en la Iglesia de Dios”.

En otros muchos se trató eficazmente del remedio; últimamente el de Trento sess. 25 de regular. cap. 1, 2, 3, 22 y siguientes; pero nada alcanza ni sirve más que de aumentar preceptos que hagan la inobediencia reprensible.

A las disposiciones conciliares se aumentaron las bulas de San Pío V, Gregorio XIII, Clemente VIII, Paulo V, Gregorio XV y Urbano VIII, para la reforma verdadera: en Italia las de Alejandro VII y Clemente X.

En España ha habido varias, especialmente en los monacales, antes de los claustrales de San Francisco, que hizo el cardenal Cisneros con breve de Alejandro VI, y se continuó en los reinados de Carlos V y Felipe II, a quienes los papas Pío IV y V nombraron por jueces conservadores y protectores de las bulas que surtieron su efecto.

Corrieron igual fortuna las súplicas de Felipe III y IV a estímulos de las Cortes y congregaciones que se celebraron los años de 628, 34 y 50, pero tampoco se ejecutaron las bulas; con el mismo motivo obtuvieron Carlos II de Inocencio XII y Felipe V, para estos reinos y los de América.

Tampoco nos adelanta la de Inocencio XIII, que es la Bellugina, menos el artículo XI del último concordato, en que Su Santidad ofreció cometer a los metropolitanos la reforma, reservándose la aprobación.

La causa no solo subsiste, sino que in dies crescit; las constituciones y bulas están subsistentes; solo se trata hoy de su renovación en los términos de la reforma del cardenal Cisneros; las declaraciones y extensiones con que se pide son de derecho, consiguientes a ellas y conformes a las de otros reinos; no hay otro modo de asegurar el efecto de esta providencia; es tan necesaria en el día que de otra suerte la monarquía padece, y llegará el estrecho de que lo que hoy puede enmendar una resolución templada y justa, no pueda superarlo en adelante un estrago lastimoso.

XXV.
Que en conformidad del artículo VIII del concordato de 1737 contribuyan los eclesiásticos del mismo modo que los seculares y de todos los bienes que hubiesen adquirido, excepto los de su primitiva dotación.
La infeliz constitución del reino, con la despoblación y enajenación a manos muertas de las haciendas y efectos más pingües en perjuicio de los pobres vasallos contribuyentes hace acordar a su Majestad aquel antiguo derecho que le atribuyen las leyes fundamentales de sus reinos.
La prohibición de adquirir las iglesias y comunidades nació sin duda con la misma franqueza de concedérselos, a que los fieles están siempre propensos; no tardó más en conocerse el daño que en aplicarse el remedio; en los primeros siglos poseía la Iglesia las oblaciones; hacían los clérigos vida común; gozaban la inmunidad en sus personas “ne qui apud sacro- sanctas ecclesias, vel monasterio debent vagare cogantur, et non sint circa divina monasterio desides”, que dijo Pedr. Greg. lib. 13, cap. 20 de repúb.
Con la permisión de Constantino a principios del siglo IV empezaron a adquirir las iglesias de tal suerte, que los emperadores hicieron leyes para reprimirlas; no se lamentaron San Jerónimo, San Agustín y San Bernardo de estas leyes, sino de que hubiese dado la codicia de los sacerdotes motivo a su establecimiento. “¿Cauterium bonum est, sed quo mihi vulnus, ut indigeam cauterio? Nec de lege conquaeror” (dice San Jerónimo ad Nepotiam), “sed doleo cur meruimus hanc legem”.
Para contener todos los reinos católicos estas adquisiciones han promulgado sus leyes. Francia tiene la amortización; sin licencia del rey no pueden entrar bienes en manos muertas; pagan una cuarta parte; en Inglaterra ni aun las personas eclesiásticas podían adquirir; sucede lo mismo en Venecia, Flandes, Sicilia, Saboya, Plasencia, Milán y Prusia.

Portugal observa la ley de amortización, y en nuestros reinos de Valencia y Mallorca la estableció el rey Don Jaime. Su Majestad Católica nombra jueces que recaudan este ramo, que es uno de los de la Real Hacienda; caen en comiso los bienes que adquieren las religiones e iglesias, si dentro del año no los transfieren o enajenan a manos vivas, a menos que saquen privilegio para adquirirlos, que entonces contribuyen al rey con cierta suma.

Que en los reinos de Castilla y León hubo prohibiciones de ley, lo justifican infinitos privilegios de los reyes desde la conquista para que pudiesen adquirir algunas iglesias; el fuero de Baeza que hizo el emperador Don Alonso prohíbe dar ni vender a monjas ni hombres de orden raíz alguna. La iglesia de Toledo tiene un privilegio de Don Alonso IX, era 1240, en que la hace excepción de la regla suponiendo la prohibición que sin duda trae su formal establecimiento de Don Alonso I de Castilla y VI de León, renovada por el Santo Rey Don Fernando, según el auto acordado del consejo y después en las leyes 55 y 56, tít. 6, part. 1a, la 11 tít. 3, lib. 1o, y la 7a tít. 9, lib. 5 del ordenamiento, y por todas la 17, tít. 15, lib. 9 Recop. Ibi: “con tanto, que no lo puedan renunciar ni traspasar en iglesia ni monasterio, ni en persona de orden ni religión”.

De la inobservancia de estas leyes y otras viene la decadencia general de España. Trátase ya en el artículo 8o del concordato, y se previno que contribuyesen desde aquel año los bienes que adquiriesen las iglesias y comunidades; no se ha practicado ni es fácil, puesta la ejecución en nuestras manos; tampoco es remedio que satisface porque solo lo enajenado hasta entonces absorbe la sustancia de todo el reino.

La amortización es freno para adquirir, pero no impide la adquisición. ¿Qué importa que por la licencia que el rey da adquiera alguna parte, y que rediman las comunidades los comisos a trueque de diez o veinte mil pesos cuando llega una visita, si los bienes no salen de su mano? Quedan exentos para siempre y el vasallo sufre aquella carga; poco le sufraga que el rey dé a su erario un subsidio momentáneo, si él no puede sacudir el yugo.

De este principio vienen todos los males: que las primeras dotaciones de iglesias y lugares píos sean inmunes es muy justo, pero que alcance a todo lo que adquieran a costa del brazo secular, siendo el que defiende el estado, es asunto muy descubierto, en que la justicia y equidad están de parte del público.

Y puesto que la visita y reforma de regulares proyectada ha de dar luces seguras del exceso que haya en esta parte, y que por los mismos visitadores será fácil justificar el ramo de las iglesias seculares y lugares píos, será muy propio de la benignidad de Su Santidad extender sus comisiones, teniendo a bien que queden contribuyentes todos los bienes, derechos y efectos que no sean de la primitiva dotación o estén subrogados por necesaria equivalencia en lugar de aquellos, a menos que de la nueva regla general que desea establecer Su Majestad en la única contribución pareciese conveniente proponer a Su Santidad otros medios que sin perjuicio de la justicia y recomendación de la causa se consideren más ventajosos al bienestar de todos los estados del reino.

XXVI.
Que se concedan los breves de oratorios para todas las diócesis de España, y no con la separación que se observa ahora, reduciendo las propinas y coste de su expedición a la práctica antigua.

No hay novedad por pequeña que sea, que no se haga reparable: las dos propuestas en este artículo traen sobrada consecuencia porque son muchos los breves de oratorio que se piden en España, aunque por lo común sirven solo para una diócesis. Hay muchos que tienen dos o más casas en diferentes obispados; siendo una la concesión de oratorio, no debe acrecentarla este, que es un accidente, para multiplicar tantas propinas cuantas son las diócesis en que están situadas las habitaciones. Esto y el aumento que se reconoce de derechos en la expedición, pide la atención particular de Su Santidad para que mande advertir a la Dataría que se arregle en todo a la práctica antigua y no dé ocasión a nuevos gravámenes en perjuicio de estos reinos, acreedores de rigurosa justicia a toda gracia.

CONCLUSIÓN.

Estos que son los artículos más principales, que merecen la atención de su Majestad dan bien a entender, cuánto interesa la disciplina eclesiástica, secular y regular en su más rigurosa observancia: poco servirá su reglamento, si no se tratase en el día el modo y término de ajustarse. El progreso histórico de los concilios, bulas, leyes fundamentales del reino y concordatos entre las dos cortes enseña, que todo el estudio de la nuestra, ha consistido en hacer y pedir establecimientos, como si estos bastasen por sí mismos a enmendar los abusos, no habiendo mano activa y segura, que los ejecute: no sirve de otra cosa multiplicar leyes acerca de un mismo asunto, que hacer más delincuente al ministerio que ha de celar su observancia.

Este conocimiento práctico, a vista de que los cortos alivios que facilitó a la nación el concordato del año de 1737 no han tenido efecto, hace parar la consideración en dos cosas; primera, que cuando fuese en sí válido y no trajese los perjuicios intolerables que a las más escasas luces se reconocen, no ha producido su efecto aún en la parte más mínima de las que comprende: la corte de Roma no le ha observado y menos ha tratado en catorce años de evacuar los artículos que quedaron pendientes, sin embargo de las frecuentes interpelaciones de la nuestra.

Y segunda, que el medio de establecer un vínculo estrecho y más estable, consiste en no dejar cabos sueltos a los artículos, como se advierte en otros concordatos, y asegurar la ejecución del todo, para que ni los curiales de Roma y nunciatura sean árbitros en dar las leyes, ni los ministros y prelados de España en convertir los fraudes que las quebrantan.

El ejemplar del concilio de Trento y muchos de los indultos apostólicos, que constituyen al rey católico por su protector y ejecutor con delegación apostólica de una parte, y de otra el derecho que tiene como soberano para celar su observancia y la de los cánones y leyes, ofrecen desde luego un medio muy seguro.

Su Santidad en consecuencia de todo será bien que amplíe estas facultades y las conceda de nuevo, para que su Majestad Católica por su autoridad propia y la delegada en los casos que conviniere usar de ella, disponga el modo de que ahora y en lo sucesivo se guarden y ejecuten los artículos de este apuntamiento, valiéndose de cuantos medios conduzcan al logro de esta importancia; ya sea sujetando a una mano en la corte de Roma todas las impetras y bulas, y en España su revisión a los ministros que se nombrase, ya por medio de alguna junta que se estableciere, o por cualquiera otro que sea propio de la soberanía, y asegure el justo objeto de estos tratados.

Con lo cual, y que su Santidad dé las más estrechas órdenes a los ministros de aquella curia, sujetándolos a la letra de la convención, se lograrán los deseos de su Santidad y de su Majestad Católica: cesarán en mucha parte las quejas de estos naturales: resplandecerá en España la disciplina eclesiástica: calmarán de una vez los resentimientos que ocasionan estas interdicciones; y finalmente sabrá el mundo que estos dos luminares de la iglesia contribuyen eficazmente a que resplandezca la disciplina eclesiástica, facilitando a los naturales de estos reinos las satisfacciones que de muchos siglos a esta parte solicitan y a que los hace acreedores lo justo y recomendable de su causa.

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