Mercosur, frente a la dictadura venezolana
El Secretario General de la OEA testificó sobre Venezuela ante el Senado de Estados Unidos. Su presentación fue dura, por los trágicos datos de la represión, y al mismo tiempo esperanzadora, por marcar el camino para resolver la crisis: elecciones libres, sin presos políticos y sin políticos inhabilitados.
El intercambio de Almagro con los senadores Rubio, Menéndez y Kaine fue extenso y vibrante. Incluyó el tema del insuficiente número de votos en la reunión de cancilleres, necesarios para censurar a Maduro con mayor firmeza; aquellos renombrados tres votos que se perdieron en Cancún. Acerca de la razón de ello, la explicación de Almagro fue parsimoniosa.
“Porque los países votan en base a su interés, y no siempre por principios y valores”, dijo Almagro. Agregando: “Tienen fuertes lazos económicos, políticos y sociales con el gobierno de Venezuela y valoran esos lazos de tal manera que prefieren no votar contra ese gobierno”.
Estas dos oraciones sintetizan kilómetros de estantes de bibliotecas. Es la vieja tensión entre la racionalidad de un Estado maximizador (el interés) y la normatividad de un Estado con una identidad definida (los principios).
Como regla general, las palabras de Almagro capturan la posición dominante en el estudio de las relaciones internacionales: el realismo. Es decir, algunos Estados son reconocidos por diseñar su política exterior con arreglo a valores: Noruega y la paz; Suecia y la la intervención humanitaria; Costa Rica y la mediación vienen a la mente. Pero son los menos. La mayoría de los países son pragmáticos. Su política exterior persigue resultados tangibles, más recursos y más poder. Prima entre ellos la racionalidad, o sea, el interés.
Lo anómalo desde el punto de vista lógico, pero no infrecuente desde el empírico, es cuando la política exterior no es ni uno ni lo otro. O sea, no tiene coherencia y está entrampada en sus propias limitaciones intelectuales. Así, los objetivos son difusos, el corto y el largo plazo se contradicen, y las premisas que la organizan terminan neutralizándose mutuamente. Ni principios, ni intereses.
Agréguense errores en la negociación diplomática, y tiene frente a usted al caso de Mercosur en relación a Venezuela. El canciller de Argentina dio el resultado del partido antes de jugarlo. En la cumbre que tuvo lugar en Mendoza, aseguró tener el documento con el ultimátum a Venezuela en la mano: “De no dar marcha atrás con la Asamblea Constituyente, Venezuela será expulsada de Mercosur”, afirmación que recogieron todos los medios.
Lo cual al final no ocurrió. Es que todo gobierno acepta ser presionado y perder una negociación, pero ninguno acepta que esa presión sea telegrafiada de antemano y a través de la prensa. Uruguay, que continúa en inexplicable connivencia con el gobierno de Maduro, se abroqueló y se apoyó en los Estados no miembros. Entre Evo Morales, siempre caja de resonancia de Maduro, y Bachelet, que sigue con la idea de diálogo sin explicar cómo sería posible dialogar desde la cárcel y bajo tortura, le bajaron el tono al problema. Como resultado, no hubo tal ultimátum, y solo se firmó una—otra—anodina declaración.
Mauricio Macri, comprometido con la liberación de los presos políticos, abandonó la cumbre furioso, se reporta desde Buenos Aires. Ello no es para menos, pero menos aún se entiende que los tres votos de la mayoría, Argentina, Brasil y Paraguay, no pudieran torcerle el brazo a Uruguay, especialmente dada la gravedad de la Constituyente, una verdadera espada de Damocles sobre la cabeza de los venezolanos.
Además de todo, Mercosur se suicida cada vez que puede. No es solo que el ultimátum era necesario desde el punto de vista de los principios. Lo era desde el mero interés. Hace años que Venezuela viola los protocolos de Mercosur, los comerciales tanto como los de derechos humanos. Sancionar a quien quebranta las reglas debe hacerse para salvaguardar la propia integridad del arreglo. Dejar al infractor sin castigo es una invitación a que otros lo hagan también, el conocido problema del riesgo moral.
Así, sin principios ni intereses, Mercosur continúa siendo rehén del gobierno de Maduro, con Uruguay sufriendo un monumental y patológico síndrome de Estocolmo que Tabaré Vázquez algún día deberá explicar. Las excusas han llegado demasiado lejos. La tragedia que podría vivir Venezuela de ser aprobada esa ilegítima asamblea constituyente es inimaginable.