MOSCÚ.- Este 19 de enero se celebra el 25º aniversario del intento de golpe de Estado en la Unión Soviética, conocido en Rusia como ‘el putsch de agosto’. La conspiración fue orquestada por ocho altos cargos del gobierno, el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y el KGB contrarios al cariz que había tomado la perestroika y organizados en un autoproclamado Comité Estatal para el Estado de Emergencia (GKChP).

El propósito de los conjurados era forzar al presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, a declarar el estado de emergencia y frenar y revertir las políticas de perestroika. El GKChP estaba seguro de contar con el apoyo de los círculos militares y de seguridad, que rechazaban por encima de todo la política exterior de Gorbachov, desde las concesiones a EEUU en las negociaciones para el desarme hasta la reunificación de Alemania en los términos planteados por Occidente y el apoyo a Washington contra la invasión iraquí de Kuwait.

Mientras Gorbachov veía estas medidas como pasos necesarios para poner fin a la guerra fría y acercar a la URSS a Europa para garantizar así su seguridad, sus adversarios consideraban que no se obtenía nada de ellas, sino que, por el contrario, exponían gravemente al país a sus enemigos tanto en el interior como en el exterior.

La firma de un nuevo tratado de la Unión, prevista para el 20 de agosto de 1991, por el cual nueve de los Estados de la URSS –Rusia, Bielorrusia, las cinco repúblicas de Asia central y Azerbaiyán– aceptaban formar una nueva federación que había de llamarse Unión de Repúblicas Soviéticas Soberanas, aceleró los planes de los golpistas.

Aprovechando las vacaciones de Gorbachov en Crimea, cuatro de ellos –el vicepresidente del Consejo de Defensa Oleg Baklanov, el jefe del secretariado del PCUS Valeri Shenin, el secretario del Comité Central del PCUS Oleg Shenin y el general del ejército Valentin Varenniko– se desplazaron en avión hasta la península para reunirse con él y exigirle que declarase el estado de emergencia o, de negarse, que dimitiese y nombrase jefe de Estado a su vicepresidente, Guennadi Yanaev. Pero el rechazo del líder soviético a asumir el plan original llevó a su detención. Agentes del KGB cortaron las comunicaciones de su dacha en Foros y retuvieron al líder soviético y su familia. El golpe estaba en marcha. De las dimensiones que tenían los golpistas del mismo da una idea la orden del GKChP a una fábrica de Pskov para el envío de 250.000 pares de esposas y 300.000 formularios de detención, así como que se vaciase de presos comunes la prisión de Lefortovo en Moscú.

Tras una breve reunión de urgencia en el Kremlin, el GKChP redactó el decreto de emergencia. Como estaba previsto, el vicepresidente Yanaev firmó el documento, por el cual también pasaba a ser el presidente de la URSS debido, oficialmente, a la incapacidad de Gorbachov para ejercer sus funciones a causa de una “enfermedad”. El GKChP también prohibió la publicación de todos los periódicos en Moscú salvo nueve cabeceras afines e interrumpió las emisiones de las radios independientes. Al día siguiente, desde las estaciones de radio sólo se emitía música clásica, y los canales de televisión mostraban en loop, una y otra vez, el ballet de Chaikovski El lago de los cisnes. Las delicadas bailarinas del Teatro Bolshói, en sus tutús de un blanco virgen y bañadas por una irreal luz azul, se convertirían, junto a la brutal imagen de los tanques en el centro de Moscú, en uno de los símbolos del ‘putsch’.

Yeltsin sobre un tanque

El 19 de agosto, Boris Yeltsin, elegido dos meses antes presidente de la República Socialista Federativa de Rusia (RSFR), llegaba a la Casa Blanca, la sede del Parlamento en aquella época. Tras reunirse con el primer ministro y con el presidente del Soviet supremo, Ruslan Jasbulátov, para evaluar la situación, Yeltsin emitió un comunicado –luego distribuido en octavillas por toda la ciudad– en el que declaraba anticonstitucional el golpe, llamaba a la población a convocar una huelga general para detenerlo y pedía al ejército que no lo secundase.

Después de que numerosos ciudadanos de Moscú acudieran a la llamada de Yeltsin y comenzasen a erigir improvisadas barricadas en torno a la Casa Blanca, Guennadi Yanaev declaró a las 16:00 el estado de emergencia para Moscú y a las 17:00 ofreció una rueda de prensa donde aseguró que Gorbachov, “después de todos estos años se ha cansado y necesita tiempo para recuperar su salud”, por lo que se encontraba “descansando” en Crimea. El golpe, sin embargo, comenzaba a hacer aguas. Los blindados de la división Tamánskaia frente al Parlamento declararon ese mismo día su fidelidad a la RSFR. Sobre uno de ellos, Yeltsin se dirigió a la multitud en una imagen captada por numerosos medios.

El primer presidente de Rusia, Boris Yeltsin, reunido con el antigo Consejo de Ministros sobre un tanque el día del golpe de Estado. REUTERS

El primer presidente de Rusia, Boris Yeltsin, reunido con el antigo Consejo de Ministros sobre un tanque el día del golpe de Estado. REUTERS

Los conspiradores habían considerado detener a Borís Yeltsin el 17 de agosto tras su llegada a Moscú procedente de una visita de Kazajistán, o en su dacha en alguno de los días posteriores, pero por algún motivo no lo hicieron. Este hecho ha sido considerado por varios historiadores como clave en el fracaso del golpe de Estado. Las imágenes de Yeltsin sobre un blindado, con sus inevitables reminiscencias revolucionarias (el discurso de Lenin sobre una tanqueta en la estación Finlandia de Petrogrado) y que aún hoy es motivo de discusión –¿fue casual o intencionada?–, contribuyeron a aumentar posteriormente su popularidad. Sin embargo, esta imagen no sólo ha sido cuestionada, retrospectivamente, por el paso de Yeltsin por el Kremlin, sino por varios relatos contemporáneos.

El corresponsal de La Vanguardia Rafael Poch-de-Feliu, que fue testimonio de excepción de aquel golpe de Estado, escribió en su necrológica de Yeltsin que “su irresponsable política durante el año 1990 y 1991 fue uno de los principales desencadenantes de aquel golpe”. Según el periodista, la “Rusia de Yeltsin pactaba con todos los enemigos del ‘centro’, su línea política era disolver la URSS, pero no por principios, sino por una mera ambición de poder. Para ser el ‘numero uno’ en el Kremlin, Yeltsin y la burocracia de la Federación Rusa tenían que disolver la URSS. Y lo hicieron.”

Borís Kagarlitsky también desafía la interpretación común de este episodio y enmarca la actuación de Yeltsin dentro de su habitual vacilación a la hora de tomar decisiones. “Durante las primeras fases de los acontecimientos de agosto de 1991, [Yeltsin] mantuvo su silencio. Pasaron varias horas antes de que apareciera con una condena de los putschistas”, escribe Kagarlitsky en Russia under Yeltsin and Putin (Pluto Press, 2003). “Sólo cuándo la situación era completamente clara –añade el conocido historiador y sociólogo ruso– y era obvio que nada le amenazaba, Yeltsin apareció ante la población y, de una manera pintoresca, sobre un vehículo blindado, comenzó a dar órdenes a la jubilosa muchedumbre.”

Por su parte, el historiador estadounidense Stephen Cohen recuerda en Soviet Fates and Lost Alternatives (Columbia University, 2011) que “no hubo ninguna ‘resistencia nacional’ al putsch”: “Aunque los manifestantes actuaron con determinación y heroísmo, apenas un 1 por ciento de los ciudadanos soviéticos se opuso activamente a la ocupación de los tanques durante tres días incluso en el Moscú favorable a Yeltsin, y considerablemente menos resistieron en las capitales de provincia, en el campo y fuera de la República de Rusia. El otro 99 por ciento restante, […] como informó el embajador británico, estaba esperando a ver ‘de qué lado caía tostada’. Fuesen cuáles fuesen los porcentajes, incluso quienes se opusieron al golpe sabían ‘cuánta poca gente’ había salido a las calles para oponerse a él. Por ejemplo, apenas hubo respuestas, si alguna, a la llamada de Yeltsin a convocar una huelga general contra el putsch.”

Personas de pie sobre una barricada levantada frente a la Casa Blanca Rusa. AFP

Personas de pie sobre una barricada levantada frente a la Casa Blanca Rusa. AFP

El fracaso del golpe

El 20 de agosto la tensión aumentó. La noche anterior el comandante del distrito militar de Moscú había anunciado un toque de queda para la capital, lo que fue interpretado por los defensores de la Casa Blanca como una señal de que el asalto era inminente. Efectivamente, el GKChP había diseñado una operación, cuyo nombre clave era “Trueno”, en la que habían de participar varios cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, algunos de los cuales se habían trasladado ya a las inmediaciones del Parlamento.

¿Por qué fracasó el golpe? En un libro publicado en 2013 en Rusia con entrevistas a varios testimonios, “traición” es una de las palabras más repetidas: traición de Mijaíl Gorbachov, traición de Borís Yeltsin, traición de Pavel Grachev, el general de las tropas aerotransportadas que puso sus soldados a disposición de Yeltsin… Sin embargo, en una interpretación mucho más plausible, a los golpistas les faltó “valor para escenificar un Tiannamen en Moscú; ahogar en sangre la protesta”, escribe Poch-de-Feliu. El ministro de Defensa, Dmitri Yazov, también miembro del GKChP, ordenaba a las 08.00 la retirada de tropas. Seis miembros del Comité Estatal para el Estado de Emergencia viajaban a Crimea para intentar dialogar con Gorbachov, pero éste se negó en redondo a reunirse con ellos.

Las decisiones tomadas por el GKChP, mientras tanto, comenzaban a volverse en su contra. El 20 de agosto el Consejo Supremo de Estonia declaraba la soberanía y la independencia de la República de Estonia (al día siguiente lo haría Letonia). Restablecidas las comunicaciones en su dacha, el presidente de la URSS declaraba nulo el decreto de emergencia. A su regreso a Moscú, el 21 de agosto, todos los golpistas –que pasaron a la posteridad como “la banda de los ocho”– fueron detenidos, salvo el ministro del Interior, Borís Pugo, que se suicidió junto a su esposa.

El golpe de Estado no solamente había fracasado, sino que aceleró precisamente aquello que los golpistas querían evitar: la desintegración de la URSS. Aprovechándose de la situación, el Soviet Supremo de la RSFR, controlado por los “demócratas radicales” de Yeltsin, aprobó que éste pudiese nombrar a los presidentes de las administraciones regionales, aunque la Constitución de la URSS se lo impedía, y declaraba la enseña tricolor como la bandera nacional rusa. El PCUS, seriamente debilitado, tampoco sobrevivió al golpe.

Boris Yeltsin y Mijail Gorbachov durante una reunión extraordinaria en el Soviet Supremo el 23 de agosto de 1991.REUTERS/Alexander Natruskin/Files

Boris Yeltsin y Mijail Gorbachov durante una reunión extraordinaria en el Soviet Supremo el 23 de agosto de 1991.REUTERS/Alexander Natruskin/Files

Motivado por la desconfianza hacia sus antiguos camaradas, Gorbachov dimitió de su cargo como secretario general del partido el 24 de agosto. Ese mismo día la Rada Suprema de Ucrania declaraba la independencia del país y, por la noche, un grupo de manifestantes derribaba la estatua del fundador de los servicios secretos soviéticos, Félix Dzerzhinski, frente a la Lubianka, la sede del KGB. Yeltsin ejecutó poco después su ansiada venganza contra el Partido Comunista prohibiendo sus actividades y nacionalizando sus bienes y activos en Rusia, que más tarde serían vendidos a precios muy inferiores a su valor real a inversores extranjeros y la nueva clase emergente de oligarcas. “Hasta el fracasado golpe”, escribe Cohen, “[Yeltsin] alternó el apoyo y la oposición a Gorbachov.

Pero inmediatamente después de aquel suceso, Yeltsin comenzó, en una suerte de golpe propio, a devaluar a su ya debilitado rival desmantelando sistemáticamente las instituciones del centro de la Unión y arrogar para su República rusa virtualmente todos los poderes políticos y activos económicos del gobierno de la Unión de Gorbachov”. El 27 de agosto Moldavia declaraba su independencia, el 30 lo hacía Azerbaiyán y el 31, Kirziguistán. En poco más de una semana la Unión Soviética se había resquebrajado y su desaparición formal parecía sólo cuestión de tiempo.

Los políticos y la sociedad ante el golpe de Estado, 25 años después

¿Dónde se encontraban los actuales líderes políticos de Rusia durante aquellos días? El hoy presidente ruso, Vladímir Putin, trabajaba por aquel entonces en la oficina del alcalde de Leningrado, Anatoli Sobchak. “Tan pronto como comenzó el golpe inmediatamente decidí con quién estaba. Sabía exactamente que el golpe no iría a ninguna parte y no estaría de su lado”, explicó en el libro En primera persona: conversaciones con Vladímir Putin.

Por su parte, el primer ministro ruso, Dmitri Medvédev, entonces asesor de Sobchak, se perdió los acontecimientos por encontrarse en el hospital tras haberse roto una pierna. El nacionalista Vladímir Zhirinovski, entonces presidente del Partido Liberal-Demócrata de la Unión Soviética (LPPSS), respaldó en cambio el golpe. “Sin ser partidario del comunismo y el sistema soviético, el LDPSS apoyó a los miembros del Comité de Emergencia para salvar al país de las traiciones del entonces presidente soviético, Gorbachev, y del golpe de Yeltsin”, escribió Zhirinovski en 2011 en la página web de su partido, el LDPR.

Pero es el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR), como heredero formal del PCUS, hacia donde lógicamente se dirigen todas las miradas. Su secretario general, Guennadi Ziugánov, que también fue autor de Una palabra al pueblo –un manifiesto contra las políticas de la perestroika firmado entre otros por dos de los instigadores del golpe–, se encontraba aquellos días en un sanatorio en Kislovodsk, en Stávropol, y, como Medvedev, no participó en los hechos.

En 2014, el secretario general del PCFR publicó un comunicado en la página web del partido donde al mismo tiempo se distanciaba de los golpistas, criticándolos, y denunciaba a Mijaíl Gorbachov por sus políticas y su respuesta al ‘putsch’. “No hubo ningún golpe. Se destruyeron a sí mismos y al país. Es necesario llevar a Gorbachov a los tribunales del país que él destruyó […] La cabeza visible del gobierno responde ante todo de la integridad territorial del país y la seguridad de la sociedad. Él escupió sobre todo eso y se marchó”, dijo Ziugánov.

La última encuesta del Centro Levada (independiente) sobre el ‘putsch’, realizada el pasado 15 de agosto, refleja los cambios en la opinión pública sobre los sucesos. Un 50% de los encuestados sigue recordando qué ocurrió aquel agosto de 1991, pero un 48% es incapaz ya de acordarse. Un 35% de los rusos lo calificó de “simplemente un episodio de la lucha por el poder entre los dirigentes del país”, mientras que para un 30% de los encuestados fue “un acontecimiento trágico con consecuencias catastróficas para el país y la población” y un 27% contestó que “le resultaba difícil de decir”. Únicamente un 8% lo describió como “una victoria de la revolución democrática que puso fin al poder del PCUS”.