viernes, marzo 29, 2024

VAELLO, ORESTES S/ PRIVACIÓN ILEGAL DE LA LIBERTAD AGRAVADA.

Buenos Aires, 25 de julio de 2006.

Autos y Vistos:

Para resolver en el presente incidente de inconstitucionalidad interpuesto por los Dres. Carolina Varsky y Pablo Llonto, correspondiente a la causa nº 2.637/2004 caratulada “Vaello, Orestes s/ privación ilegal de la libertad agravada…” del registro de la Secretaría n° 6 del tribunal,

Y Considerando:

I. Planteo de la cuestión.

Que la presente incidencia reconoce su génesis en la solicitud efectuada por los Dres. Carolina Varsky y Pablo Llonto, en su carácter de letrados patrocinantes de las querellas, tendientes a obtener la declaración de inconstitucionalidad del Decreto 1003/1989, en función del cual fueron indultados José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Manuel Cordero y Hugo Campos Hermida en el marco de la causa 42.335 bis caratulada “Rodríguez Larreta Piera, Enrique s/denuncia”.

Sobre el particular, indicaron que “[m]ás allá de que las conductas que se imputan en esta causa constituyen delitos previstos en el Código Penal, ellas también constituyen delitos de lesa humanidad, previstos en el derecho internacional de los derechos humanos; obligatorio para nuestro país.” (cfr. fs. 1 in fine del incidente).

Seguidamente, señalaron que “[p]or tratarse de crímenes de lesa humanidad existe la obligación jurídica de investigar y sancionar esta clase de crímenes. Esto surge del artículo 118 de la Constitución Nacional y de los distintos tratados y normas de ius cogens […] Por lo tanto, el decreto de indulto N° 1003/89, en cuanto clausura el proceso e impide la sanción penal de los responsables de crímenes de lesa humanidad es contrario a estas obligaciones y, por lo tanto, inconstitucional.” (cfr. fs. 2 ibídem).

Por su parte, expusieron que “[l]a Corte Suprema de Justicia ha elaborado una sólida y bien afirmada doctrina que sostiene que el Poder Judicial, en tanto constituye uno de los tres poderes del Estado, debe velar por el fiel cumplimiento de las obligaciones internacionales que el Estado argentino ha asumido. […] Basta consultar la jurisprudencia de la Corte Suprema para advertir que durante la última década han sido modificados muchos de los criterios que la Corte Suprema venía sosteniendo, alcanzándose así una nueva doctrina que permite a la Corte Suprema, y al Poder Judicial en general, convertirse en garante último del cumplimiento de las obligaciones internacionales que el Estado Argentino ha asumido.” (cfr. fs. 2 y 3, respectivamente).

En definitiva, afirmaron que “…la evolución jurisprudencial sobre la cuestión demuestra que al momento en que se dictaron los indultos –y también al momento en el que se cometieron los hechos que se investigan en esta causa-, los delitos investigados en esta causa no eran susceptibles de de ser amnistiados ni indultados, por lo que el decreto 1003/89 en tanto indulta a José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Manuel Cordero y Hugo Campos Hermida en el marco de la causa N° 42.335 bis caratulada “Rodríguez Larreta Piera, Enrique s/denuncia” es contrario a la Constitución Nacional y al derecho internacional de los derechos humanos.” (cfr. fs. 4 ibídem).

Acto seguido, evacuó la vista conferida el sr. Fiscal, Dr. Federico Delgado quien, a la postre, consideró que asistían razones al plateo realizado por el querellante (cfr. fs. 16 del incidente). Así, manifestó que “[l]a vuelta a este tópico es inevitable tras el dictado de la ley 25.779, que tuvo por objeto remover los obstáculos procesales que atentaban contra le avance de la acción penal pública en procesos como el examinado en el que, precisamente debido a esa ley, se reinició la investigación del terrorismo de Estado y la especial categoría de crímenes que han sido llamado de lesa humanidad.” (cfr. fs. 7 ibídem).

Luego de realizar un meticuloso y pormenorizado análisis de las razones que a nivel jurisprudencial habilitan la petición que motiva el incidente, tanto en el contexto cotidiano por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, como en el contexto internacional por medio de interpretaciones de organismos varios, el representante de la vindicta pública solicitó la declaración de inconstitucionalidad del Decreto 1003/89, en lo que atañe a la causa de referencia respecto de los imputados José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Hugo Campos Hermida y Manuel Cordero (cfr. fs. 16 ibídem).

Razones de índole similar fueron esbozadas por las querellas, representadas por Eduardo Luis Duhalde por la Secretaría de Derechos Humanos, los Dres. Gonzalo Romero y Pablo Enrique Barbuto, el Dr. Marcelo Parrilli por Pablo José Loyola y los Dres. Mónica González Vivero y Rodolfo Yanzón en patrocinio de los particulares damnificados; quienes, a su turno, adhirieron al planteo sub examine, a cuyos argumentos me remito, en honor a la brevedad (cfr. fs. 31/48, 50/52 y 57/62 del incidente, respectivamente).

Por último, cabe resaltar que con fecha 11 de julio del corriente año, el Dr. Marcelo Buigo, también querellante en los autos de referencia solicitó, en los mismos términos a los señalados ut supra, la inconstitucionalidad del Decreto n° 1003/89 (cfr. fs. 65/8 ibídem), oportunidad en la cual mediante providencia de fecha 12 de julio del corriente mes y año, este tribunal acumuló dicho pedido a este incidente a fin de insumir trámite conjunto con el resto de las presentaciones aludidas.

II. Primera aproximación: el contexto anterior y concomitante al dictado del Decreto nº 1003/89.

De manera previa al análisis de la cuestión de fondo que motiva este incidente, considero oportuno realizar una breve referencia a la situación fáctica que motivó el dictado del Decreto n° 1003/89, a resultas del cual posteriormente se resolvió declarar extinguida la acción penal y sobreseer parcial y definitivamente a José Gavazzo, Manuel Cordero, Jorge Silveira, y Hugo Campos Hermida, respecto de los hechos investigados en la causa n° 42.335 bis caratulada “Rodríguez Larreta Piera, Enrique s/denuncia”(cfr. fs. 2166 de la causa n° 42.335 bis).

Veamos; el terrorismo de Estado representa la forma más grave de terrorismo que pueda conocerse, y excede las siempre repudiables acciones de idéntica índole llevadas a cabo por particulares o un conjunto de particulares, justamente por el hecho de presentarse a nivel de acciones del primero, quien posee a su vez el monopolio del poder de castigar.

Este fenómeno implica siempre la amenaza o el uso de la violencia con fines políticos y, en general, en contra de civiles no combatientes, pero cuando el terror es sembrado por el aparato de poder, por el Estado que por principio debería velar por la seguridad de las personas de la Nación, su mayor gravedad ontológica no encuentra retorno, al provenir de parte de quien debe ser ejemplo del cumplimiento del Derecho y de parte de quien tiene la mayor capacidad de provocar daño.

Desde el propio nacimiento del Estado Moderno, los pensadores ilustrados teorizaron y vieron al mismo como una institución fundada en los principios de legalidad, igualdad y libertad. Asimismo, tratándose de una creación humana, una manifestación del contrato social en el que las voluntades de los individuos convergen otorgando parte de sus libertades para la formación del primero, no puede admitirse la actuación de éste fuera del marco legal que rige la vida de todos los individuos.

El Estado, como sujeto de derecho e instrumento para el pleno ejercicio de las libertades de las personas, encuentra su propio accionar limitado en la legalidad.

Sin embargo, en el contexto internacional, esta idea de legalidad prontamente fue perdiendo sus matices esenciales, hasta llegar a convertirse en un aparato cuya premisa central era el terror, alejado de todo estándar de legalidad; cuyo último y paupérrimo corolario resultó ser el advenimiento de los regímenes nazi-fascistas del siglo XX.

Al culminar la Segunda Guerra Mundial, comenzó a afianzarse la idea de que los horrores perpetrados por la inmensa maquinaria del Estado nazi -de los cuales el más repudiable fue el Holocausto- nunca más volverían a repetirse. Toda la Humanidad parecía haber comprendido las lecciones de la última Gran Guerra, más aún cuando un gran número de naciones de todos los continentes, se habían unido bajo la voluntad de fundar los primeros esbozos de la Comunidad Internacional, materializada por primera vez en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas, en el año 1948.

La Humanidad había aprendido con sangre su lección. Se pensó que el Estado -por principio garante de la seguridad de las personas que la conforman-, no volvería a convertirse en una máquina de terror. Sin embargo, tales prácticas volvieron a irrumpir durante la segunda mitad del siglo XX bajo el ala de regímenes militares o militarizados en el seno de democracias formales.

Y justamente América Latina no fue la excepción. Una somera revista permite corroborar que nuestro continente ha tenido durante el siglo pasado el triste privilegio de sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos ocurridas a partir de la instauración de dictaduras militares prácticamente en la totalidad del Cono Sur, las cuales, bajo la ideología de la Doctrina de la Seguridad Nacional, fueron aplicando, en la práctica, diversas formas de terrorismo estatal.

Así, se implementaron modelos que transgredieron los marcos de la represión legal, se valieron del uso sistemático de amenazas, represalias, diversos métodos no convencionales para aniquilar a la oposición política hasta llegar a la desaparición forzada de personas como la expresión más perfecta y siniestra del terrorismo de Estado, constituyendo, a su vez, la violación de Derechos Humanos más flagrante y global que se haya conocido por estos lugares.

a) La usurpación dictatorial y el terrorismo de Estado en la Argentina.

Desde el 24 de marzo de 1976 y hasta el 10 de diciembre de 1983, se instaló en nuestro país un gobierno de facto a cargo de las Fuerzas Armadas que se atribuyó la suma del poder público, se arrogó facultades extraordinarias y, en el ejercicio de estos poderes ilegales e ilegítimos, llevó a cabo un terrorismo de Estado sin antecedentes que se manifestó en la práctica sistemática consistente en graves violaciones a los Derechos Humanos.

La forma más sumaria de caracterizar lo que fueron los abusos del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” consiste en recurrir a la cita de un fragmento de “La Sentencia” dictada por la Excma. Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, en el marco de la histórica causa n° 13/84 (cfr. C.S.J.N. Fallos: 309:33) las cuales volveré a replantear en el marco de la cuestión traída a colación.

En dicha oportunidad, la Alzada expuso que: “Así, se pudo establecer, que co-existieron dos sistemas jurídicos: a) un de orden normativo, amparado por las leyes, ordenes y directivas antes consignados, que reglaban formalmente la actuación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el terrorismo, y b) un orden predominantemente verbal, secreto, y en el que sólo se observaba parcialmente el orden formal -v.g. jurisdicciones, acción psicológica, informes que se debían suministrar a los mandos, etc.-, en que todo lo referente al tratamiento de personas sospechosas respondían a directivas que sustancialmente consistían en: detener y mantener oculta esa persona, torturar para obtener información y eventualmente matar haciendo desaparecer el cadáver o bien fraguar enfrentamientos armados como modo de justificar dichas muertes.”

“Pese a contar las Fuerzas Armadas con facultades legales para el dictado de bandos y la aplicación de la pena de muerte mediante juicio sumario militar en la Argentina en todo el periodo de 1976 a 1983, no se dictó un sólo bando ni se aplicó una sola pena de muerte como consecuencia de una sentencia.”

“De este modo los ex comandantes aprobaron un plan criminal por el cual en forma secreta y predominantemente verbal ordenaron a sus subordinados que: a) privaran de su libertad en forma ilegal a las personas que considerasen sospechosas de tener relación con organizaciones terroristas. b) que las condujeran a lugares de detención clandestinos. c) que ocultaran todos estos hechos a los familiares de las víctimas timas y negaran haber efectuado la detención a los jueces que tramitaran hábeas corpus. d) que aplicaran torturas a las personas capturadas para extraer la información que consideren necesaria. e) que, de acuerdo a la información obtenida, dispusieran la libertad, la legalización de la detención o la muerte de la víctima.” (cfr. Considerando 2, capítulo XX, punto 2, de “la Sentencia”).

AXIII- Que, como consecuencia de esas órdenes en la República Argentina personal subordinado a los ex Comandantes privó de su libertad, torturó y mató a gran cantidad de personas entre los años 1976 a 1979.”

“Se desconoce el número exacto de homicidios, aunque se estima que resultaron víctimas de ese delito alrededor de 8000 personas, según estimación oficial de la Comisión Nacional sobre desaparición de Personas.”

“Es de hacer notar que la falta de precisión en tal sentido, proviene de la circunstancia de que el método utilizado consistía en hacer desaparecer el cuerpo de la víctima como modo de ocultar el crimen.”

Por su parte, también se sostuvo que “…puede afirmarse que los comandantes establecieron secretamente un modo criminal de lucha contra el terrorismo. Se otorgó a los cuadros inferiores de las fuerzas armadas una gran discrecionalidad para privar de libertad a quienes aparecieran, según la información de inteligencia, como vinculados a la subversión; se dispuso que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio; se concedió, por fin, una gran libertad para apreciar el destino final de cada víctima, el ingreso al sistema legal (Poder Ejecutivo Nacional o Justicia), la libertad o, simplemente la eliminación física…” (cfr. C.C.C.Fed., causa n°13/84, Cap. XX).

Una vez recuperada la democracia, el Poder Ejecutivo Nacional, mediante la sanción del Decreto n° 187/83, dispuso la creación de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP), cuyo objetivo principal fue esclarecer los hechos relacionados con las desapariciones de personas ocurridas en el país durante el período aludido. En su informe final, la Comisión señaló que: “De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio.¿Cómo no atribuirlo a una metodología de terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Inter Americana de Defensa por el Jefe de la Delegación Argentina, Gral. Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las ordenes escritas de los Comandos Superiores». Así cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraron los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia», revelan una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.

Los operativos de secuestros manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comando armadas rodeaban la manzana y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de los comandos casi siempre destruía y robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entráis».

De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y hasta fantasmal: la de los desaparecidos. Palabra – ( triste privilegio argentino! – que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.A (cfr. Nunca Más, Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, 3ª edición, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1983, p. 8 y sgtes.).

Esta manera de proceder, llevada a la práctica sistemáticamente con posterioridad al 24 de marzo de 1976, supuso la derogación fáctica y secreta de las normas legales que daban un marco de derecho -aunque de excepción- a la lucha antisubversiva. Es con el quiebre de las instituciones donde fluye el procedimiento de ocultamiento de prueba, la omisión de denuncias y la falsedad y reticencia en las informaciones que se brindaran a los jueces.

Una demostración cabal que muestra la implantación del sistema generalizado de desaparición forzada de personas a partir del mes de marzo de 1976, surge de que “…parece indudable si se tiene en cuenta que una decisión de esa naturaleza implicaba, por sus características, el control absoluto de los resortes del gobierno como condición indispensable para garantizar la impunidad […] Así lo demuestra palmariamente la circunstancia de que no se registren constancias sobre la existencia de los principales centros de detención con anterioridad a esa fecha […] La situación preexistente al 24 de marzo de 1976 presentaba una República asolada por el fenómeno delictivo de la subversión que, de hecho, generó un marco legal de excepción que intentó hacer frente a los cruentos métodos de los grupos insurgentes pero, en absoluto, justificaban ni autorizaban la ideación del plan sistemático y criminal que tuvo lugar en la República desde la ruptura del orden constitucional el 24 de marzo de 1976.” (cfr. La Sentencia).

b) El juicio a las Juntas militares.

Reinstaurado el orden democrático el 10 de diciembre de 1983, el por entonces Presidente, Dr. Raúl Ricardo Alfonsín decidió a modo de estrategia, poner la investigación acerca de las violaciones a los Derechos Humanos ocurridas durante la vigencia de la dictadura militar en manos de la jurisdicción militar.

Esta política, denominada auto depuración, perseguía el objetivo último de que fueran los propios militares los que investigaran y condenaran a aquellos integrantes de las Fuerzas Armadas responsables de las violaciones a los Derechos Humanos.

Bajo este temperamento, el Poder Ejecutivo Nacional remitió al Congreso el proyecto de la que luego sería la Ley n° 23.049, el cual establecía la jurisdicción militar e intentaba establecer cierta restricción a la responsabilidad, plasmando la teoría de la existencia de tres niveles distintos de responsabilidad. Dicho proyecto también establecía la posibilidad de una instancia de apelación ante la justicia civil.

Sucedáneamente, se dictó el Decreto n° 158/83, mediante el cual se sometió a proceso ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a los integrantes de las tres primeras juntas militares.

Ahora bien, el proceso que culminó con el avocamiento por parte de los tribunales civiles al conocimiento de las causas instruidas por los hechos ocurridos durante el gobierno dictatorial, comenzó con la resistencia demostrada por los tribunales militares en avanzar en las investigaciones.

Así las cosas, por aplicación de lo establecido por el art. 10 de la Ley 23.049 (incorporado a solicitud de los partidos de la oposición) que otorgaba a las Cámaras Federales correspondientes al lugar del hecho la facultad de avocarse al conocimiento de las causas y sustraerla de la jurisdicción militar en el caso que se adviertan demoras injustificadas en la tramitación de los expedientes; la Excma. Cámara Federal de la Ciudad de Buenos Aires sustrajo del conocimiento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas las actuaciones seguidas contra los ex-Comandantes.

Este proceder fue seguido posteriormente por otras Cámaras Federales del interior del país.

Finalmente, el 9 de diciembre de 1985, la Excma. Cámara Federal de la Ciudad de Buenos Aires, dictó sentencia en la causa 13/84 (causa originariamente instruida ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas) condenando a cinco de los nueve imputados en las mismas.

El considerando 30° de la parte resolutiva de la sentencia, abrió la puerta para la realización de nuevos juicios contra quienes tuvieron intervención en los hechos represivos ocurridos durante el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, más allá de la estrategia elegida por el Poder Ejecutivo, en cuanto dispuso poner en conocimiento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas el contenido de la sentencia, a los efectos del enjuiciamiento de los oficiales superiores que ocuparon los Comandos de zona y subzona de defensa, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en tales acciones.

c) La gestación de una política de impunidad.

1) La Ley de Punto Final como la neutralización de la actividad del Poder Judicial.

El 23 de diciembre de 1986 fue sancionada la ley 23.492, conocida como “Ley de Punto Final”, la cual en su artículo 1ro establecía un mecanismo mediante el cual quedaba extinguida la acción penal respecto de toda persona que por su presunta participación en cualquier grado, en los delitos del artículo 10 de la ley 23.049, de la cual no se haya ordenado su citación, si se encontrare prófuga, antes de los sesenta días corridos a partir de la promulgación de la ley (ocurrida el 24 de diciembre de 1986).

En una acertada cronología de aquellos días, Marcelo Fabián Saín dice: “…En la medida en que no se pudo impedir que el poder judicial desarrollara una revisión un tanto más amplia de la proyectada por el gobierno, éste decidió poner por otra vía, un punto final a los procesos, acorde con los lineamientos formulados ante los uniformados: la idea era neutralizar, por todos los medios, la generalización hacia abajo de los juicios. Fue en ese contexto que se promulgó la ley 23.492 de Punto Final, la que fue rápidamente neutralizada por labor de la justicia, las Cámaras levantaron las ferias judiciales de enero y se llegaron a enviar más de 400 citaciones dentro del plazo de los 60 días establecidos para tal fin, entre las que se incluían las citaciones de más de 50 Generales, Brigadieres y Almirantes de la elite que había asaltado el Estado el 24 de marzo de 1976… (ver Los Levantamientos Carapintada. 1987-1991, tomo I, en: Biblioteca Política Argentina, Centro Editor de América Latina, n 462; Buenos Aires, 1994, pp. 80/81).

2) Antecedentes de la Ley de Obediencia Debida.

El fracaso de la estrategia del Punto final, dio pie a la rebelión militar de Semana Santa, que alumbró a otra decisión gubernamental: la Obediencia Debida. Saín recuerda esos días: “…El miércoles 15 de abril de 1987 era el día en que la Cámara Federal de Apelaciones de Córdoba había citado a prestar declaración indagatoria al Mayor Ernesto Barreiro, sobre el que pesaban acusaciones de violaciones a los derechos humanos ocurridas en el campo de detención clandestino La Perla, situado en esa provincia. En las últimas horas del martes 14 de abril, éste se había presentado en el Regimiento de Infantería Aerotransportada 14 de Córdoba ante su titular, el Teniente Coronel Luis Polo, con quien había acordado que no se presentaría a declarar ante la Justicia y que resistiría cualquier orden de detención. Toda la unidad se había solidarizado con el Mayor Barreiro y ese mismo día el Teniente Coronel Polo le comunicaba la situación al General Antonio Fichera, Jefe del III Cuerpo de Ejército y al Subjefe del Estado Mayor General del Ejército, General Mario Sánchez […] Cuando el General Fichera dio la orden a otras unidades de su cuerpo para apresarlo, éstas no la cumplieron. Entonces Fichera comunicó al Ministerio de Defensa que el III Cuerpo de Ejército obedecía a las autoridades nacionales y a la conducción del arma, salvo si se le ordenaba atacar el Regimiento de Infantería 14, donde se hallaba refugiado Barreiro, lo que significaba un apoyo general a la actitud de este último …” (cfr. Saín, ob. cit., p. 88).

Debe recordarse que finalmente, la ley 23.521 o “Ley de Obediencia debida” estableció la presunción según la cual quienes a la fecha de la comisión del hecho revistaban como jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no eran punibles por los delitos establecidos en el artículo 10, punto 1 de la ley 23.049, por haber obrado en virtud de obediencia debida.

3) La sanción del Decreto n° 1003/1989.

Dentro de la sistemática tendiente al intento de descriminalización de los delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de la última dictadura militar en la Argentina, por resultar de trascendencia fundamental para el trámite de la presente, no puede dejar de resaltarse que con en fecha 6 de octubre de 1989, se dictó el Decreto n° 1003/89, mediante el cual el Poder Ejecutivo Nacional indultó a José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Hugo Campos Hermida y Manuel Cordero en relación a los hechos investigados en el marco de la causa n° 42.335 bis.

Los fundamentos esgrimidos para sustentar tal potestad fueron: la supuesta necesidad de adoptar medidas que generaran las condiciones propicias para alcanzar la concordia, el mutuo perdón, la reconciliación, la pacificación y la unión nacional, superando los pasados hechos luctuosos, los enfrentamientos, los desencuentros y los factores de perturbación social.

Repárese en el hecho de que con fecha 12 de septiembre de 1986, se había decretado la prisión preventiva de José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Manuel Cordero y Hugo Campos Hermida en orden al delito previsto y penado por el art. 142 del Código Penal, reiterado en veintitrés oportunidades (cfr. fs. 1728/31 de la causa n° 42.335 bis).

En este sentido, de la lectura de los considerandos del Decreto surge que “…con respecto al marco jurídico en el cual se dicta el presente, ante la generalidad en los términos empleados en el artículo 86 inciso 6 [hoy art. 99 inc. 5°] de la Constitución Nacional, debe atenderse a la regla de interpretación según la cual, cuando un poder es conferido expresamente en términos generales no puede ser restringido, a menos que esa interpretación resulte del texto, expresamente o por implicancia necesaria (C.S.J.N., Fallos, 136:258).”

Por su parte, se indicó que “…en razón de ello, se comparte la doctrina de la Corte Suprema de Justicia en la causa “Ibáñez, J.” (Fallos, 136:258), según la cual, para la procedencia del ejercicio de la facultad de indultar, la Constitución exige que exista causa abierta contra el destinatario de la medida, pero no que dicha causa haya alcanzado necesariamente hasta determinada etapa procesal, o sea la sentencia ejecutoriada.”

Por ende, se entendió que la facultad de indultar subsiste igualmente para quienes se encuentran en calidad de procesados, tal como sucedía en el caso de los nombrados Gavazzo, Silveira, Campos Hermida y Cordero.

“Cerrar etapas cruentas y dolorosas de la vida argentina”; “proscribir para siempre la ley del odio y de la violencia absurda” contribuyendo con ello “a una verdadera reconciliación y pacificación nacional”, fueron enunciados como motivantes del dictado del acto aludido, sin perjuicio de la remisión a los fundamentos expuestos en el Decreto n° 1003/89.

De esta manera, en aquel entonces, el Estado Argentino pretendió extinguir los enjuiciamientos pendientes por graves violaciones a Derechos Humanos, renunciando a la búsqueda de la verdad, a la comprobación de los hechos, identificación de sus autores y frustraba el derecho a una investigación judicial imparcial y exhaustiva.

En definitiva, los partidarios del terrorismo de Estado procuraron (no sólo durante los últimos años de poder dictatorial, sino también hasta bien avanzada la restauración democrática que le sobrevino), cancelar toda posibilidad de revisar judicialmente los crímenes cometidos desde el Estado: a la destrucción de documentos, pactos de silencio, declaraciones negacionistas oficiales y auto amnistías (durante el régimen militar) se sumaron actos abiertamente golpistas, de rebeldía contra el orden constitucional y levantamiento armado frente a la Justicia y al poder político de la democracia que condujeron -directamente- al dictado de las leyes de obediencia debida y punto final e -indirectamente- a los indultos firmados los años siguientes.

Ello, no debería sorprender en demasía, puesto que constituye una práctica sistemática verificable en todo terrorismo de Estado, tendiente a asegurar por todos los medios y recursos disponibles, el objetivo de consagrar la mayor impunidad posible en los tiempos futuros.

Tan corriente y universal ha sido esta estrategia impulsada por los perpetradores y sus cómplices, que ha sido uno de los principales argumentos que llevó a acuñar el delito de lesa humanidad y entre ellos, particularmente, el de genocidio, a nivel supraestatal.

En particular, la nota de imprescriptibilidad de este tipo de crímenes se explica en gran medida desde esta realidad, de la que la Argentina no ha sido la excepción, al contrario, a nivel local hemos asistido a un repertorio muy variado de estrategias, desplegadas sucesivamente a lo largo de las últimas décadas, que han frustrado sistemáticamente todo intento de avance en la búsqueda de verdad y justicia frente al terror de Estado.

En definitiva, el caso argentino es una confirmación histórica más del acierto jurídico de la Comunidad Internacional al reconocer que estos crímenes deben perseguirse penalmente más allá de objeciones temporales y territoriales, siendo obligación de las naciones adherentes a esa Comunidad Internacional, el remover todo obstáculo formal o material que impida el avance de los procesos judiciales hacia la sentencia, consigna que viene especialmente indicada frente a una clase de acto administrativo estatal especialmente funcional para frustrar tan alto cometido: el indulto.

III. El indulto como acto de la administración.

El inciso 5° del art. 99 constitucional –art. 86 inc. 6° según la redacción anterior a 1994-, hace referencia a la facultad en cabeza del Presidente de la Nación de indultar o conmutar penas. En particular, prescribe que el Presidente puede indultar o conmutar penas por delitos sujetos a la jurisdicción federal, previo informe del tribunal correspondiente, excepto en los casos de acusación por la Cámara de Diputados.

Sobre el particular, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sostenido que “…no puede considerarse como la sacralización de una reliquia histórica, propia de las monarquías, sin otro fundamento que la clemencia, sino un instrumento de la ley, en correspondencia con la norma de fines de organización jurídico-política y en particular con la justicia, la paz interior y el bienestar general. En otros términos, no consiste en un acto de gracia privado, sino en una potestad de carácter público, instituida por la Constitución Nacional, que expresa una determinación de la autoridad final en beneficio de la comunidad.” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 316:507).

Pues bien, es necesario aclarar que la facultad de indultar que subyace en cabeza del Poder Ejecutivo carece de carácter jurisdiccional, por lo que constituye un acto que, por ser encuadrable dentro del ámbito de la función administrativa, merece el catálogo de acto administrativo. Tal temperamento no parte de una concepción orgánica y rectora -y mucho menos antojadiza- del concepto, tendiente a englobar todos los actos realizados por el Ejecutivo dentro de la actividad administrativa propiamente dicha; sino que, por el contrario, el carácter administrativo del acto encuentra correlato en la función administrativa que, en el caso particular de un decreto que dispone un indulto, es llevada a cabo por el órgano. Piénsese, por ejemplo, en la actividad llevada a cabo por el Poder Judicial en una actividad cotidiana, como puede ser la contratación de un empleado. A nadie se le ocurriría suponer que también en este caso el juez ejerce un acto jurisdiccional, por lo que la asimilación de la función administrativa en relación con el órgano emisor debe ser dejada de lado.

En consecuencia, puede concluirse primigeniamente que “…la raíz del acto administrativo no se halla subjetivamente en los órganos administrativos, sino objetivamente en la función administrativa. […] el acto administrativo es el dictado en ejercicio de la función administrativa, sin interesar qué órgano la ejerce.” (cfr. Gordillo, Agustín: Tratado de Derecho Administrativo, Tomo III, 4° ed., Ed. Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 1999, p. 10 in fine).

Hecha esta primera caracterización, corresponde ahora adentrarnos en una segunda cuestión que merece ser analizada. Me refiero a la circunstancia de que por influjo de antiguas concepciones doctrinarias, jurisprudenciales y de la mano de la caracterización del indulto como una categoría dentro de los actos administrativos, llegó a concebirse al primero dentro de la categoría de actos discrecionales –en contraposición a la actividad reglada- de la Administración Pública; por lo que, al tratar cuestiones de oportunidad, mérito y conveniencia, quedaban fuera de toda posibilidad de control jurisdiccional, por influjo de la concepción de actos políticos no justiciables.

Sin embargo, una inteligencia en estos términos no puede ser sostenida hoy en día, máxime teniendo en cuenta la existencia de precedentes jurisprudenciales provenientes de nuestro Máximo Tribunal que han venido a cristalizar la postura que desde antaño se venía alzando en contra de la división tajante entre la actividad estatal reglada y discrecional, sobre la cual hice una breve referencia en el párrafo anterior.

En efecto, la Corte Suprema de Justicia de la Nación entiende hoy que “…frente al reconocimiento de que no existen actos reglados ni discrecionales cualitativamente diferenciales, sino únicamente actos en los que la discrecionalidad se encuentra cuantitativamente más acentuada que la regulación y a la inversa (Tribunal Supremo español, sentencia del 24 de octubre de 1962) al no poder hablarse hoy en día de dos categorías contradictorias y absolutas como si se tratara de dos sectores autónomos y opuestos sino más bien de una cuestión de grados, no cabe duda que el control judicial de los actos denominados tradicionalmente discrecionales o de pura administración encuentra su ámbito de actuación en los elementos reglados de la decisión, entre los que cabe encuadrar, esencialmente la competencia, la forma, la causa y la finalidad del acto. La revisión judicial de aquellos aspectos normativamente reglados se traduce así en un típico control de legitimidad –imperativo para los órganos judiciales en sistemas judicialistas como el argentino- ajeno a los motivos de oportunidad, mérito o conveniencia tenidos en mira a fin de dictar el acto.” (cfr. C.S.J.N in re “Consejo de Presidencia de la Delegación Bahía Blanca de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos”, publicado en La Ley, 1992-E, p. 101).

Bajo esta línea jurisprudencial se vislumbra la incoherencia de seguir sosteniendo la prohibición absoluta de control jurisdiccional de la actividad discrecional llevada adelante por el Estado, a la luz del principio republicano de gobierno y el sistema de frenos y contrapesos -que, por cierto, constituye una manifestación del mismo- que habilita dicho control prácticamente sobre la totalidad de la actividad administrativa –en este caso particular, en los indultos- por parte de los jueces, siempre y cuando el contralor se restrinja al análisis de los elementos reglados de todo acto administrativo, enumerados en el art. 7 de la Ley de Procedimientos Administrativos n° 19.549; quedando vedado, en los mismos términos señalados anteriormente, el juicio atinente a cuestiones de oportunidad, mérito y conveniencia del acto.

En definitiva, el carácter discrecional del decreto de indulto no impide la evaluación en sede judicial de su correspondencia con los requisitos de competencia, causa, objeto, procedimiento, motivación y finalidad del acto; por lo que en el sub examine deberán respetarse los parámetros que constitucionalmente se han erigido con tal grado de relevancia que se han cristalizado, por un lado, en deberes internacionales asumidos por el Estado y, por el otro, en instrumentos de Derechos Humanos incorporados al plexo normativo con antelación al dictado del primero. Pero esta cuestión será tratada más adelante.

a) La facultad judicial de declarar la inconstitucionalidad de los indultos.

A modo introductorio, es dable destacar que en casos como el que aquí se presenta, se encuentran en juego no sólo la supremacía constitucional, sino también la armonía jerárquica de las disposiciones legales con la primera; circunstancias que implican per se un orden de prelación con planos de distinta relevancia, donde las normas de mayor envergadura predominan respecto de las inferiores por el influjo de los principios generales del derecho, subordinándose en definitiva todo el sistema normativo a las prescripciones estatuidas en la Constitución Nacional.

Se plantea en este incidente la posibilidad de someter a control de constitucionalidad una facultad discrecional del Poder Ejecutivo, como lo es la de indultar. No debe olvidarse que la eventual declaración de inconstitucionalidad constituye un supuesto grave y de excepción que requiere un pormenorizado apoyo argumental siendo que la misma, por sus propios efectos, no puede conllevar la arrogación de facultades legislativas por parte del Poder Judicial.

En este sentido, la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación ha puesto de resalto que “…no puede verse en la admisión de esa facultad la creación de un desequilibrio de poderes en favor del judicial y en mengua de los otros dos […] Tampoco se opone a la declaración de inconstitucionalidad de oficio la presunción de validez de los actos administrativos, o de los actos estatales en general, ya que dicha presunción cede cuando contrarían una norma de jerarquía superior, lo que ocurre en las leyes que se oponen a la Constitución.” (cfr. C.S.J.N Fallos: 306:303, votos de los Dres. Fayt y Belluscio, cons. 5°).

Por su parte, es necesario recordar que “…la declaración de inconstitucionalidad es –según conocida doctrina de este tribunal- una de las más delicadas funciones que puede encomendarse a un tribunal de justicia; es un acto de suma gravedad, al que sólo puede recurrirse cuando una estricta necesidad lo requiera, en situaciones en las que la repugnancia con la cláusula constitucional sea manifiesta e indubitable y la incompatibilidad inconciliable (Fallos: 247:121 y citas). Es por ello que con más rigor en este caso, la declaración de inconstitucionalidad sólo será procedente cuando no exista la posibilidad de una solución adecuada del juicio por otras razones que las constitucionales comprendidas en la causa (Fallos: 260:153, cons. 3 y sus citas).” (Cfr. C.S.J.N in re “Mill de Pereyra, Rita A. y otros v. Provincia de Corrientes”, rta. el 27/09/01, publ. en J.A., 2002-I-737).

Cuando se pone en funcionamiento el mecanismo de control judicial, mediante el cual se torna factible la declaración de inconstitucionalidad de una ley o decreto del Poder Ejecutivo como manifestación del equilibrio de los poderes del Estado, dicha tarea sólo quedará justificada cuando exista un agravio concreto, grave e insanable a la Ley Fundamental. Habilitar el control de constitucionalidad para todo tipo de actos llevados a cabo por los demás organismos estatales podría traer aparejada la dictadura de los jueces, en palabras de Monstequieu.

Téngase en cuenta que “[l]a declaración de inconstitucionalidad de una disposición legal es un acto de suma gravedad institucional que impone a la Corte la mayor mesura al ejercer el elevado control de constitucionalidad de las leyes, mostrándose tan celosa en el uso de sus facultades, cuanto en el respeto que la Ley Fundamental, asigna, con carácter privativo, a los otros poderes.” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 310:1162, voto de los Dres. José Severo Cavallero y Augusto César Belluscio).

Es este temperamento el que me obliga, como ya expusiera más arriba, a realizar un pormenorizado análisis de las aristas comprometidas en este caso.

b) Los indultos en la doctrina y la jurisprudencia.

Previo a adentrarnos en el análisis de las cuestiones que motivan este acápite, considero oportuno sintetizar algunas circunstancias que merecen al menos una breve mención.

Debe destacarse que la doctrina constitucional se ha expresado de manera mayoritaria en favor de conceder el indulto sólo a las personas condenadas con sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada. Explica Bidart Campos que “[i]nterpretamos que es menester no sólo la existencia de un proceso, sino la sentencia firme imponiendo una pena, porque la pena que se indulta no es la que con carácter general atribuye la norma penal o un hecho tipificado como delito, sino la que un juez ha individualizado en una sentencia aplicándola a un reo.” (cfr. Bidart Campos, Germán: Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino, Tomo II, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1995, p. 337). Se ha entendido que el indulto anticipado viola el derecho de defensa en juicio de una persona –aún procesada- y la presunción de su inocencia hasta el dictado de sentencia firme de juez competente.

Asimismo, se entiende que: “Ésta es la interpretación exegética y lógica del inciso, ya que no hay delito sin delincuente hasta que no haya una sentencia firme que así lo determine. Además un indulto a la sentencia perjudica al propio indultado a quien le impide probar su inocencia ya que al extinguirse el proceso no tendrá posibilidad de obtener una sentencia absolutoria y quedará pesando sobre él la duda permanente. A ello se agrega la intromisión del Poder Ejecutivo en las funciones judiciales, prohibidas por el artículo 109.” (cfr. Ekmedjian, Miguel Ángel: Tratado de Derecho Constitucional, Tomo V, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1999, p. 114).

En la jurisprudencia, la postura analizada es la que goza de preponderancia, aunque la tesis amplia que habilita la posibilidad de indultar en cualquier etapa del proceso se encuentra registrada en el precedente “Ibáñez”, del año 1922 (C.S.J.N. Fallos: 136:258).

Sin embargo, las circunstancias históricas no han permitido mantener una inteligencia pacífica en referencia a esta cuestión. Tal vez ello sea un esbozo de respuesta que permita en cierto modo encontrar una causa al criterio oscilante que ha sido característico en esta materia.

En efecto, in re “Riveros, Santiago Omar y otros s/privación ilegal de la libertad, tormentos, homicidios…, ocasión en la cual la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo que intervenir con motivo de la sanción del decreto 1002/89 -causa originada en la Cámara Federal de San Martín que había aplicado el indulto y sobreseído en consecuencia a los imputados en autos (cfr. C.S.J.N, Fallos: 313:1392)-, se conformó la mayoría del tribunal, que resolvió la cuestión vinculada a la constitucionalidad de un modo formal, declarando mal concedido el recurso interpuesto contra la decisión del tribunal que hacía aplicación del indulto.

Sin embargo, los doctores Santiago Petracchi y Julio Oyhanarte avalaron en sus disidencias la tesis amplia que permitiría indultar procesados.

Posteriormente, la aludida disidencia fue hecha propia por la mayoría de la Corte in re Aquino, Mercedes s/denuncia – planteo de inconstitucionalidad del decreto 1002/89″. En aquella oportunidad el Máximo tribunal revocó la resolución de la Excma. Cámara Federal de Bahía Blanca que había declarado la inconstitucionalidad de los indultos a procesados, indicando que “…resulta indudable la facultad constitucional del Poder Ejecutivo Nacional para indultar a personas sometidas a proceso.”

Por su parte, es dable señalar que frente a las impugnaciones de particulares damnificados, la Corte Suprema de Justicia de la Nación mediante resolutorio de fecha 11 de diciembre de 1990, declaró mal concedido el recurso extraordinario habilitado por la Cámara Federal de Bahía Blanca, en estricta aplicación de la doctrina esbozada en Riveros.

Más allá de la aplicabilidad o no del instituto del indulto en beneficio de personas sobre las cuales no ha recaído condena firme –circunstancia que, por cierto, ha sido más o menos resuelta, atento a la reseña jurisprudencial efectuada ut supra-, tal cuestión no me exime de la realización del correspondiente control de constitucionalidad del Decreto n° 1003/89, máxime cuando el mismo ha sido solicitado por una de las querellas y avalado por el dictamen del sr. Fiscal. A tal análisis me abocaré en los párrafos subsiguientes.

c) Algunos reparos a la constitucionalidad del indulto provenientes del derecho nacional.

Son numerosos los argumentos que desde la doctrina nacional han intentado fundamentar la contradicción existente allí cuando la materia del indulto versa sobre delitos de lesa humanidad. En un intento por sistematizar tales alegaciones, a continuación pasaré revista de aquellos que -a mi entender- permiten habilitar la declaración de inconstitucionalidad del Decreto n° 1003/89.

En efecto, el art. 29 constitucional prohíbe al Congreso Nacional tanto el otorgamiento al Poder Ejecutivo de facultades extraordinarias como la suma del poder público, o el otorgamiento de sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Por su parte, declara que dichos actos llevan ínsita la nulidad insanable, y sujeta a quienes los formulen, consientan o firmen, la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.

En este sentido, si el Poder Legislativo no goza de facultades para amnistiar válidamente hechos que impliquen la concesión o atribución de la suma del poder público ni el ejercicio de facultades extraordinarias, menos aún se hallará el Ejecutivo capacitado para ejercer con validez su prerrogativa excepcional de indultar en esta materia.

Una breve remisión haciendo uso de la interpretación histórica que dio nacimiento a este artículo, deja entrever que el modelo de país al que apuntó el constituyente originario tuvo muy especialmente presente los sucesos acaecidos en la etapa previa a la organización nacional. Sin realizar una valoración histórica de lo que ha significado para la Nación el desempeño del gobernador Juan Manuel de Rosas, no es posible desconocer que ha sido contra tal antecedente de suma de poder público y facultades extraordinarias con que se le invistiera, que el constituyente quiso quedar a recaudo.

Así, “[e]l 7 de marzo de 1835, la legislatura de Buenos Aires concedió al gobernador Juan Manuel de Rosas «toda la suma del poder público» de la provincia por el tiempo que a juicio de aquel, fuese necesario. El 20 de septiembre de 1851 declaró que «todos los fondos de la provincia, las fortunas, vidas, fama y porvenir de los Representantes de ella y de sus comitentes, quedan […] disposición de S.E.»…”, es decir, Juan Manuel de Rosas. “…La suma del poder público significó la concentración en la persona de Rosas de todas las funciones de gobierno. La Sala de Representantes de Buenos Aires pasó a ser una ficción y la justicia quedó librada a la voluntad del gobernador. Como consecuencia de ello, se aniquiló el sistema republicano y se desconocieron derechos y garantías esenciales…” (cfr. Zarini, Helio Juan: Análisis de la Constitución Nacional- Comentario exegético, origen, reformas, concordancias y antecedentes, Ed. Astrea, Buenos Aires).

No fueron pocos quienes en aquella época manifestaron su desconfianza respecto al marco fáctico señalado. Y Juan Bautista Alberdi no fue la excepción. Con su pluma característica, enseñaba que: “La política no puede tener miras diferentes de las miras de la constitución. Ella no es sino el arte de conducir las cosas de modo que se cumplan los fines previstos por la constitución. De suerte que los principios señalados en este libro como bases, en vista de las cuales deba ser conducida la constitución, son los mismos principios en cuyo sentido debe ser encaminada la política que conviene a la República Argentina. […] La política de Rosas, encaminada a la adquisición de glorias militares sin objeto ni utilidad, ha sido repetición intempestiva de una tendencia que fue útil en su tiempo, pero que ha venido a ser perniciosa a los progresos de América.”

“En cuanto a su observancia, debe de ser fiel por nuestra para quitar pretextos de ser infiel de ser infiel al fuerte. De los agravios debe alzarse acta, no para vengarlos inmediatamente, sino para reclamarlos a su tiempo. […] La mejor política, la más fácil, la más eficaz para conservar la constitución, es la política de la honradez y la buena fe; la política clara y simple de los hombres de bien, y no la política doble y hábil de los truhanes de categoría. […] La sinceridad de los actos no es todo lo que se puede apetecer en política; se requiere además la justicia, en que reside la verdadera probidad.”

Por último, señala que: “El grande arte de gobierno, como decía Platón, es el arte de hacer amar de los pueblos la constitución y las leyes. Para que los pueblos la amen, es menester que la vean rodeada de prestigio y de esplendor. […] La verdadera revolución empieza o se puede llamar triunfante desde el día de la sanción del nuevo régimen, no desde la caída del antiguo. La acefalía, la ausencia de todo régimen no es un estado que merezca celebrarse.” (cfr. Alberdi, Juan Bautista: Bases y puntos de partid par la Organización Política de la República Argentina, en Colección Grandes Escritores Argentinos, Ed. W. M. Jackson, Buenos Aires, 1944, pp. 243 y sgtes.).

Este es el contexto bajo el cual tuvo nacimiento la prevención del constituyente y la fulminante prohibición del art. 29 de la C.N. en su doble carácter de norma penal o delito de rango constitucional y de garantía o norma de derecho constitucional de la libertad. (cfr. Bidart Campos, Germán J.: Manual de Derecho Constitucional Argentino, Ed. Ediar, Buenos Aires)

Esto nos conduce ya a una nueva y contundente conclusión: una ley del Congreso (de amnistía) y menos aún, un decreto del Ejecutivo (de indulto) -por su ubicación en la escala normativa-, no pueden avasallar el poder y voluntad constituyente en una cuestión tan sensible a la historia argentina como la asunción y/o ejercicio de facultades extraordinarias o la suma del poder público.

Respecto de la facultad de amnistiar -cuestiones que, por cierto, son perfectamente asimilables a la de indultar en cabeza del Poder Ejecutivo-, ha dicho el Máximo Tribunal que “…Los beneficios de la ley […] de amnistía, no son extensivos al delito de traición a la patria, ya que el art. 29 de la Constitución Nacional representa un límite infranqueable que el Congreso no puede desconocer o sortear mediante el ejercicio de su facultad de conceder amnistías […] Dado que la inexistencia del derecho a la amnistía del procesado por traición a la patria, deriva del art. 29 de la Constitución Nacional, no es admisible que, para alterar la conclusión denegatoria del beneficio, se citen otras cláusulas de la misma Constitución (arts. 16, 18 y 31), ya que éstas, en todo caso, deben armonizarse con lo que aquélla prescribe especialmente sobre el punto cuestionado.” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 247:387).

La teleología del art. 29 de la Constitución Nacional, al sancionar con nulidad insanable aquellos actos que constituyan una concentración de funciones y un avasallamiento de las garantías individuales, ha sido siempre evitar que, so pretexto de urgencias o necesidades -reales o ficticias-, el Poder Ejecutivo asuma facultades extraordinarias y la suma del poder público, lo que inevitablemente ha traído consigo, repetidamente y como consecuencia fatal, la grave violación de los derechos fundamentales del hombre.

Por otra parte, la viabilidad del perdón materializado en el indulto respecto a crímenes de lesa humanidad, conllevaría la aceptación de que el constituyente consienta como una alternativa válida, la impunidad de hechos que desconocieron la dignidad humana; cuando, muy por el contrario, su voluntad –como se expusiera más arriba- se encuentra claramente encaminada en otra dirección: el castigo especialmente grave de tales ilícitos, ya que el propósito esencial de nuestra ley fundamental ha sido el de “terminar para siempre con la arbitrariedad institucionalizada.” (cfr. C.C.C.Fed. Sala I in re “Fernández, Marino”, rta. el 4/10/84).

En definitiva, los actos merecedores de pena establecidos en el artículo 29 de la Constitución Nacional, resultan tanto inamnistiables por el Congreso Nacional en ejercicio de sus potestades legislativas comunes, como inindultables por el Poder Ejecutivo en ejercicio de su facultad excepcional de perdón absoluto de una pena impuesta.

Pensar a contrario sensu implicaría que, con el dictado de un indulto, se pudieran echar por tierra las disposiciones que constitucionalmente rigen de manera invariable desde 1853. Conllevaría, en consecuencia, la arrogación de poderes constituyentes en cabeza del Ejecutivo.

En última instancia, se trata de facultades que eventualmente pueden recaer en cabeza de una Convención Constituyente la cual, en todo caso, podrá reformar el articulado de la misma en función de lo estatuido en el art. 30 de dicho plexo normativo, siempre y cuando asuma coetáneamente los costes que la modificación de la parte dogmática de la Constitución podría traer aparejada.

Recapitulando al respecto, puede afirmarse que: “Cualesquiera que fuesen los límites del art. 29 de la Constitución Nacional […] el Congreso carecería de facultades para amnistiar el ejercicio de la suma del poder público, el ejercicio, en definitiva, del poder tiránico, en la medida en que en este ejercicio fueran cometidos delitos por los que la vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaran a merced de los gobiernos o persona alguna. Por ende, cuando los actos ejercidos por el poder omnímodo fuesen delictivos conforme a la ley penal por su propia configuración (homicidios, asesinatos, torturas, privaciones de la libertad, etcétera) sería imposible amnistiarlos […] Y si el Congreso Nacional no puede amnistiar tales hechos por el contenido material de los hechos mismos, entonces, mucho menos podrá indultarlos el Poder Ejecutivo. Este, en efecto, no podrá indultar ni la concesión de la suma del poder público concretada por legisladores, ni los delitos cometidos por el Ejecutivo en el ejercicio de tal poder proscripto, por más que este sujeto concreto, destinatario del indulto, fuera persona distinta del presidente indultante.- En pocas palabras: se trata de hechos que no admiten la posibilidad de amnistía ni de indulto.” (cfr. Sancinetti, Marcelo A. y Ferrante, Marcelo: El derecho penal en la protección de los derechos humanos, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1999, pp. 282 y 283).

Pues bien, las privaciones ilegales de la libertad en centros clandestinos de detención y los tormentos investigados en autos, son sólo una de las manifestaciones del ejercicio de poder tiránico que usurpó el poder entre 1976 y 1983. Justamente, estos hechos aberrantes han sido consecuencia directa del ejercicio de las conductas que el propio constituyente temió como destructivas del orden que fundaba, es decir, aquellas previstas por el artículo 29 de la C.N. y que significan someter la vida, el honor o las fortunas de los argentinos a un gobierno o a una persona, lo que las torna insusceptible de amnistía, so riesgo de avasallar al poder constituyente (vid: Sancinetti, Marcelo: Observaciones sobre las leyes argentinas de impunidad y el art. 29 de la Constitución Nacional, en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, Año IX, n°. 16 y NDP, 2000/B, Ed. Del Puerto, Bs. As., pp. 527 y sgtes.).

En definitiva, nos encontramos en el sub examine con actos que, en las condiciones en las cuales se llevaron a cabo, no son susceptibles de ser analizados por fuera de la categoría de crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, más allá de las cuestiones señaladas, considero oportuno antes de examinar esta circunstancia, dedicar unos párrafos a otros argumentos que, si bien de manera subsidiaria, vienen a reforzar la postura sustentada en este acápite.

c) 1) La violación del derecho de acceso a la jurisdicción en cabeza de las víctimas.

Es evidente que el Decreto n° 1003/89 constituye uno más de los engranajes tendientes a consagrar el mecanismo de impunidad al cual se hizo referencia en el punto II del presente. Sin embargo, resulta paradójico que, siendo que el objeto de esta causa radica preponderantemente en privaciones ilegales de la libertad, se complete el esquema de privación arrebatando lo poco que quedaba a las víctimas: en definitiva, se las privó en un primer momento de su libertad, y ahora se las sustrae del conocimiento de las circunstancias de modo, tiempo y lugar, como así también de los responsables de tales hechos.

En efecto, puede afirmarse que el decreto de indulto vino a cerrar arbitrariamente la posibilidad jurídica de continuar los juicios criminales destinados a comprobar los delitos denunciados, identificar a sus autores, cómplices y encubridores; e imponerles las sanciones penales correspondientes.

Las víctimas directas del terrorismo de Estado, sus familiares, demás damnificados por las violaciones de Derechos Humanos y la sociedad toda vieron de este modo frustrado su derecho a un recurso, a una investigación judicial imparcial y exhaustiva que esclareciera los hechos, desconociendo que la garantía de la defensa en juicio no está establecida sólo en beneficio del encartado sino que también resulta operativa para la víctima y la comunidad en su conjunto, que tiene en el funcionamiento regular de la administración de Justicia uno de sus pilares.

c). 2) La destrucción de la presunción de inocencia del propio beneficiario del indulto y los problemas colaterales.

Por lo general, se ha dicho que: “Todo ciudadano sometido a un proceso criminal tiene el derecho inviolable de exigir (en un Estado de Derecho) que recaiga a su respecto una sentencia judicial que le condene o absuelva y ese derecho legítimo lo tiene, en grado excelso y superlativo, la persona que se sabe inocente y a quien se le deniega el derecho de discutir y probar su inocencia […] ya que el indulto no borra el delito y eterniza la sospecha” (cfr. Frías Caballero, Jorge: Indulto a procesados, publ. en La Ley, 1992-C, p. 38).

En este sentido, más allá de la posición que la Corte viene sustentando desde el precedente “Ibáñez” respecto a la posibilidad de indultar a procesados, es una razón lógica la que pretendo poner de resalto en este punto; consistente en destacar que se coloca en una situación agraviante al imputado, cuando el indulto es expedido antes de la condena, por cuanto todo hombre lleva la presunción de su inocencia mientras no sea declarado culpable mediante sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada y como para haber perdón, lógicamente se presupone la existencia de un delincuente: quien fuera indultado en tales circunstancias, llevaría consigo las manchas del delito (cfr. C.S.J.N. Fallos: 165:199).

En efecto, “no es cierto que siempre quedarían en sus manos los medios para restablecer la verdad o levantar la imputación. La verdad solamente puede surgir de la controversia provocada en el proceso abierto donde el acusador y el acusado discuten libremente, desde sus respectivas posiciones, hasta llegar a la dilucidación completa de la conducta del acusado. En la generalidad de los casos la imputación corresponde al Ministerio Fiscal. Perdonado el procesado no tendría éste a quién demandar para levantar la imputación calumniosa de que hubiese sido víctima, pues jamás hallaría el contendor responsable y autorizado, y quedaría pesando sobre su nombre el proceso que se le formó” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 165:199) .

El indulto dictado con anterioridad a la sentencia firme hace pervivir cierta sospecha de responsabilidad penal que de otra manera no quedaría acreditada. De esta manera, se echa por tierra el principio de inocencia del que goza todo imputado hasta el dictado del fallo condenatorio.

d) Algunos reparos en la constitucionalidad del indulto provenientes del Derecho Internacional.

Pero volvamos sobre una de las primeras conclusiones referenciadas al principio del punto III de este resolutorio, consistente en la afirmación de que los indultos -de naturaleza eminentemente política-, deben ser encuadrados dentro de la categoría de actos administrativos quedando, por ende, bajo el señorío del Presidente de la Nación. A su vez, su carácter predominantemente discrecional no impide el control jurisdiccional sobre los elementos reglados del mismo, siempre y cuando dicha actividad no se encuentre limitada al análisis de cuestiones de oportunidad, mérito y conveniencia.

Para llevar a cabo tal tarea, considero oportuno analizar el elemento objetivo del acto. En efecto, tratándose de un elemento reglado del mismo, requiere de una relación de congruencia con el plexo normativo nacional que, por cierto, debe ser entendido in totum.

Previo a realizar tal abordaje, realicemos una breve alusión al acto administrativo cuestionado para luego, sí, seguir avanzando con el examen.

Pues bien, el Decreto n° 1003/89 -en lo que aquí interesa-, fue el instrumento utilizado para indultar a José Nino Gavazzo, Manuel Cordero, Hugo Campos Hermida y Jorge Silveira por los hechos investigados en la causa n° 42.335 bis caratulada “Rodríguez Larreta Piera, Enrique s/denuncia”, a resultas de lo cual con fecha 2 de marzo de 1993 se declaró extinguida la acción penal respecto de la persona de los nombrados, dictando su sobreseimiento parcial y definitivamente (ver fs. 2166 de la causa n° 42.335 bis).

Por lo tanto, el control de constitucionalidad del acto administrativo sub examine quedará circunscripto a la correspondencia del mismo con las disposiciones que, tanto a nivel nacional como supranacional existían al momento de su dictado, cuestión que, a mi entender, adquiere carácter fundamental.

En efecto, el art. 118 C.N –antiguo art. 102 constitucional- marca algunos principios básicos en materia procesal penal, a la par que establece que cuando un delito sea cometido contra el derecho de gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar donde haya de seguirse el juicio.

A su vez, la norma aludida debe ser interpretada en conjunción con lo estatuido por el art. 31 de la C.N, en cuanto consagra que la Constitución, las leyes que en su consecuencia dicte el Congreso y los Tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la nación, generando la concomitante obligación de aplicarlas e interpretarlas de manera armónica, al constituir parte de un sólo plexo normativo.

Centrando el examen en las prescripciones del art. 118 C.N, debe señalarse que, de la mano del concepto de derecho de gentes, entran en juego en el ordenamiento local, disposiciones del DDIDH que, interpretadas en consonancia con las primeras, forman un plexo normativo que indubitablemente debe ser tenido en cuenta por el juzgador a la hora de realizar el correspondiente control de constitucionalidad del acto atacado.

En efecto, a raíz de la evolución del DDIDH, de la oportuna incorporación de diversos instrumentos internacionales -muchos de ellos incluso anteriores al dictado de las leyes de Punto Final y Obediencia debida, así como también de los sucesivos decretos de indulto-, sumado al otorgamiento de jerarquía constitucional del que gozan hoy en día los Tratados reguladores de la materia, se torna necesario un continuo y pormenorizado estudio de la temática en cuestión.

Haciendo hincapié en este concepto, debo señalar que desde su génesis, “…el derecho de gentes ha distinguido entre Sociedad Internacional y Comunidad Internacional. De esta manera, un mundo internacional que fuera la suma de los Estados en un momento dado, constituiría una Sociedad Internacional. En cambio, un mundo donde existieran otros sujetos de derecho, en que se reconociera que la Comunidad tiene objetivos propios (distintos a los de los Estados), en donde a la adición de los Estados se agregara el reconocimiento de las consecuencias de su interdependencia, configuraría una Comunidad Internacional. Autores como Vitoria, Suárez, Grocio adscriben a la idea de un derecho de gentes como ineludible consecuencia de la existencia de una Comunidad Internacional (una totis orbis) que adquiere una entidad tal, que la cataloga como una persona moral capaz de crear un derecho que se impone imperativamente a todas sus partes y que no resulta únicamente del acuerdo de voluntades entre todos los grupos políticos que la integran. En estos pensamientos se encuentra el germen de la idea de la existencia de obligaciones erga omnes, de juscogens y de patrimonio común de la humanidad. Idea que se plasma en el año 1969 con la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados […] De esta manera, la jus cogens cumple para la Comunidad Internacional, la misma función de parámetro de validez y vigencia que cumple una Constitución para un Estado” (cfr. Gil Dominguez, Andrés: Constitución, indultos y crímenes de lesa humanidad: habrá más penas y no olvidos, publ. en La Ley, 2004-D, p. 4, subrayado agregado).

Hoy en día, es prácticamente indiscutida la existencia de un orden normativo supranacional, también denominado orden normativo de la Comunidad Internacional o Derecho Penal Internacional, tendiente a la protección de los Derechos fundamentales del ser humano, el cual se traduce en principios y reglas de derecho asumidos, en su mayoría, como imperativos válidos para todos los hombres y naciones pertenecientes a la misma.

Y la referencia a un Derecho Penal Internacional inmediatamente nos remite al concepto de ius cogens, que por su particular carácter imperativo, es aceptado y reconocido por la Comunidad Internacional y, en consecuencia, no admite acuerdos ni convenciones en contrario (cfr. art. 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados).

Bajo este contexto, adquieren el carácter de ius cogens las prohibiciones de determinadas conductas –constitutivas, por cierto, del objeto procesal investigado en autos- consideradas de suma gravedad y a las que se las denomina crímenes de lesa humanidad, contra el derecho de gentes o crímenes de Derecho Internacional.

No en vano se ha hecho referencia a esta categoría, máxime teniendo en cuenta las consecuencias que la calificación de una conducta como crimen de lesa humanidad puede traer aparejadas, las cuales han sido sistematizadas por influjo de la doctrina, a saber: “…a) la Comunidad Internacional en general y los Estados en particular, se ven comprometidos en la tarea de combatirlo (investigando eficazmente y agotando los medios para capturar y juzgar a sus autores), y dentro de este ámbito, los Estados tienen dos obligaciones adicionales: a’) incorporar a la legislación interna las figuras represivas de las conductas presumidas crímenes internacionales si no lo hubieran hecho (cabe destacar que esto muchas veces aparece recogido por las convenciones internacionales que tipifican estas conductas), a’’) juzgar a los imputados de dichos crímenes o extraditarlos si no pudieran ser juzgados, lo que se traduce en la máxima aut dedere, aut iudicare (o entregar o juzgar); b) sólo los crímenes contra el derecho internacional habilitan la jurisdicción universal, lo que significa decir que cualquier Estado que tenga en su poder al ofensor puede juzgarlo y punirlo, con independencia de la nacionalidad del autor o de la víctima y de la conexión territorial con el delito; c) en supuestos en donde el crimen que se ha comprobado constituye una grave violación a los derechos humanos, el Estado ve recortada su soberanía al restringírsele adicionalmente la posibilidad de dictar amnistías que tengan por objeto dejar tales conductas criminales impunes.” (cfr. Gil Domínguez, Andrés, op. cit., p. 8).

Me interesa detenerme un momento en una de las consideraciones a las que hice referencia en el párrafo anterior. En efecto, debe recordarse que una de las consecuencias jurídicas que subyace a la aceptación de los Tratados reguladores de Derechos Humanos resulta ser la de que, ante la perpetración de crímenes de lesa humanidad en el ámbito de determinado territorio, se gesta una obligación de tenor negativo, mediante la cual el carácter criminoso de dichas conductas no queda librado al mero arbitrio de uno o más Estados contratantes sino que, por el contrario, es definido en un ámbito en el que las voluntades estatales individuales se integran con otras para afirmar principios y reglas que en ciertos casos regirán para todos los Estados, aún contra su propia voluntad. Por ello es que comúnmente esta circunstancia es referenciada como un caso de pérdida parcial de soberanía.

Téngase en cuenta que la universalidad en estos casos se encuentra por encima de la particularidad de los Estados, en beneficio de la Comunidad Internacional y de la Humanidad que, en su conjunto, afirman el carácter criminal de tales conductas, aún cuando el derecho doméstico del Estado o Estados donde tuvieron lugar los delitos no cuenten con tipificación penal, dicte amnistías, indultos, perdones, o eche mano de otros instrumentos para evitar la persecución y posterior castigo de los mismos.

Y los instrumentos internacionales han recogido la tendencia a la que vengo haciendo referencia. Así, pueden citarse, entre otros: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el IIIer. Convenio de Ginebra de 1949 y el Ier. Protocolo Adicional, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma en 1950, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad de 1968.

Volviendo al tópico de las consecuencias que surgen de la ratificación de los Tratados Internacionales, nos encontramos con que el reconocimiento de un Derecho Penal Internacional repercute en la competencia concreta para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad. Ello nos introduce en la cuestión de la jurisdicción universal; la cual trae aparejada, primordialmente, la adjudicación de competencia a todos los Estados para el juzgamiento de aquellos crímenes que atentan contra el derecho de gentes. La Jurisdicción Internacional que se impone es subsidiaria o complementaria de la jurisdicción de los tribunales nacionales.

Ello así, porque el interés por el enjuiciamiento y la aplicación de sanciones penales a los responsables de esos delitos no puede quedar exclusivamente en cabeza del Estado en cuyo territorio ocurrieron los hechos, por cuanto toda la Humanidad y los Estados tienen un interés equivalente en el enjuiciamiento y sanción de los responsables.

En este contexto, vuelvo a repetir que la jurisdicción universal es subsidiaria, instrumentada a fin de asegurar la persecución y eventual castigo de los perpetradores de hechos lesivos de la propia esencia humana. El objetivo perseguido consiste en el aseguramiento de que la sanción sea efectivamente satisfecha, sin dejar de señalar que suele otorgarse prioridad a la hora de llevar adelante el proceso penal al Estado en cuyo territorio ocurrieron los hechos. Ahora, esta prioridad jurisdiccional no implica que el Estado sancionador actúe por un mero interés propio sino que tal actividad deberá ser llevada a cabo siempre con miras a la satisfacción de un interés superior al suyo particular, el del todo, el del conjunto de la Comunidad Internacional. Es de esta forma como un indulto presidencial puede terminar repercutiendo más allá de las fronteras y sobre los intereses de juicio y castigo de la totalidad de la Comunidad Internacional.

Ahora bien, la existencia de un orden universal tampoco puede ser vista como un invento de la Modernidad, y menos aún puede concebírsela, en el contexto nacional, como una circunstancia acaecida con posterioridad a la reforma constitucional de 1994; sino que el mismo responde a un proceso evolutivo que se ha venido gestando desde antiguo.

Es que el derrotero del ius gentium está compuesto de una historia con tantos triunfos como derrotas. Es recién a mediados del siglo XX cuando el desarrollo de los conceptos relacionados a éste, se acelera y adquiere mayor profundización, sin que tal circunstancia nos pueda llevar –como señalé en el párrafo anterior- a concluir que el derecho de gentes aparece recién con el dictado de la Carta de las Naciones Unidas en 1948.

Cierto es que allí se desarrolla un movimiento a través del cual se sistematizan y se profundizan la mayoría de los conceptos en los términos que los conocemos hoy en día. Sin embargo es dable destacar que, desde sus albores, el derecho nacional registra numerosos antecedentes que reconocieron la jerarquía de los derechos y garantías individuales mediante el movimiento liberal que tuvo como consecuencia directa la sanción de la Constitución Nacional, principios que fueron materializados por el constituyente, quien no solamente los incluyó dentro del plexo normativo constitucional, sino que también los enriqueció y sistematizó de manera armónica con el resto del articulado.

En el pensamiento de los inspiradores y redactores de la Constitución, y en la atmósfera cultural y política que rodeó su sanción estaban presentes ideas que, por un lado, consolidaban las nacientes esperanzas republicanas y democráticas, pero que, por el otro, se anticipaban al “tiempo de los derechos” al cual hacía alusión Norberto Bobbio (cfr. Petracchi, Enrique S.: Jurisdicción constitucional y derechos humanos, publicado en Revista Jurídica La Ley, 2006-A, p. 905).

Sintetizando los conceptos analizados, llegamos a la segunda conclusión, consistente en que “[d]esde la etapa fundacional, nuestro país se ha integrado a la Comunidad Internacional, ha contribuido a la formación del derecho penal internacional y ha reconocido la existencia de un orden supranacional que contiene normas imperativas, inderogables e indisponibles para el conjunto de las naciones (ius cogens). Una prueba de esto es que el art. 27 de la Constitución argentina establece: «El Gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución». De esta manera, los Convencionales históricos fijaron un límite claro y preciso a la celebración de tratados, cual es, los principios de derecho público establecidos por la Constitución argentina, entre los que se encuentra el derecho de gentes establecido por el art. 118”. (cfr. Gil Domínguez, op. cit., p. 9).

e) Un breve paréntesis.

Permítaseme dejar asentada la tercera conclusión que, pese a su obviedad, necesita ser puesta de resalto: ella consiste en la afirmación de que los hechos investigados en las presentes actuaciones son encuadrables dentro de la categoría de graves violaciones a los derechos humanos cometidas desde el aparato del Estado, a resultas de lo cual revisten el carácter de crímenes de lesa humanidad y, por ende, resultan imprescriptibles e inindultables.

En este sentido, el crimen de lesa humanidad, tal como se señalara en el punto anterior, es un delito contra el Derecho Internacional que posee carácter imperativo, por lo que la totalidad de los Estados, se encuentran obligados a adecuar sus disposiciones internas a las establecidas en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos ratificados por nuestro país con anterioridad a la sanción del Decreto n° 1003/89. De ahí se desprende el concomitante deber de juzgar y castigar a los responsables de tales crímenes.

Así, en el contexto internacional se consideran graves violaciones a los Derechos Humanos la tortura, las ejecuciones sumarias, extra judiciales o arbitrarias y las desapariciones forzadas de personas. Uno de los principios que rige éstas, desde la consolidación del Derecho Penal Internacional, es el que instituye la criminalización de ciertas conductas, consideradas de gravedad para la Humanidad, no dependiendo tal caracterización de la punibilidad de acuerdo a la ley penal del lugar donde las mismas ocurrieron.

El derecho de gentes establece entonces que la responsabilidad penal individual puede surgir de normas imperativas para la Comunidad Internacional que establecen obligaciones directas no sólo para los Estados sino también para los individuos, para evitar, así, la impunidad de hechos de extrema e inusitada gravedad, máxime teniendo en cuenta la circunstancia de que en muchos casos la perpetración de los mismos se lleva a cabo haciendo uso del aparato estatal.

La jurisprudencia de los órganos internacionales de protección de los Derechos Humanos es pacífica en esta materia. En los casos “Bleier Lewhoff y Valiño de Bleier c/ Uruguay”, “Pedro Pablo Camargo c/Colombia” ha reiteradamente calificado, entre otras acciones, a la tortura, la ejecución extrajudicial y la desaparición forzada de personas como graves violaciones a los Derechos Humanos. Tal conceptualización ha sido también ratificada por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, merced al documento elaborado el 3 de agosto de 1994 en Burundí.

Es dable destacar que en el ámbito doctrinario se han empleado indistintamente las nociones de “manifiestas” o “flagrantes” como sinónimos de “graves”. En efecto, en las conclusiones del “Seminario de Maastricht sobre el derecho de restitución, indemnización y rehabilitación de las víctimas de violaciones flagrantes de los derechos humanos y las libertades fundamentales” celebrado en el año 1992, se asevera que: “se entiende que entre las violaciones flagrantes de los derechos humanos y las libertades fundamentales figuran por lo menos las prácticas siguientes: el genocidio, la esclavitud y prácticas similares, las ejecuciones sumarias o arbitrarias, la tortura, las desapariciones, la detención arbitraria y prolongada y la discriminación sistemática” (cfr. Netherland Institute of Human Rights – Studie-, en Informatiecentrum Menserecten, (SIM), Seminar on the Right to Restitution. Compensation and Rehabilitation for victims of Gross).

Siguiendo con el análisis, pueden traerse a colación las consideraciones señaladas por Luis Jiménez de Asúa en cuanto a que “…los crímenes contra la Humanidad son tan antiguos como la Humanidad. La concepción jurídica es, sin embargo nueva, puesto que supone un Estado de civilización capaz de reconocer leyes de la Humanidad, los derechos del Hombre o del ser Humano como tal, el respeto al individuo y a las colectividades humanas, aunque fuesen enemigos… (cfr. Parte General del Derecho Penal B Filosofía y Ley Penal, 4° edición actualizada, Tomo III, Ed. Losada; Buenos Aires, 1977, p. 1175 sgtes.).

En este orden de ideas, es válido recordar que “[n]ormativamente puede afirmarse que la Carta Orgánica del Tribunal Militar de Nüremberg definía a los crímenes contra la humanidad como: «…el asesinato, la exterminación, la esclavitud, la deportación o la comisión de otros actos inhumanos contra la población civil, antes o durante la guerra o persecuciones por motivos políticos raciales o religiosos»… (cfr. Zuppi, Alberto Luis: La prohibición ex post facto y los crímenes contra la humanidad, publicada en El Derecho, T. 131, p. 765).

f) Análisis del Decreto de indulto n° 1003/89 en relación con las obligaciones internacionales asumidas por el Estado argentino.

Volviendo sobre el tema atinente al control de constitucionalidad del mentado decreto, recapitularemos un momento sobre algunas cuestiones ya desarrolladas, sólo a modo introductorio.

En esta inteligencia, tal como se señalara ut supra, la calificación de crímenes de lesa humanidad, no depende de la voluntad de los Estados, sino de los principios de ius cogens provenientes del Derecho Internacional, que a su vez forman parte del derecho interno argentino (C.S.J.N. Fallos: 43:321, 176:218 y concordantes). Por ende, los tribunales nacionales deben aplicarlos junto con la Constitución y las leyes (C.S.J.N. Fallos: 7:282).

Huelga recordar que la aplicación del derecho de gentes en el contexto nacional no es una cuestión que venga impuesta con posterioridad a la reforma constitucional de 1994, sino que la misma viene impuesta desde 1853, merced a la específica referencia contenida el artículo 118 constitucional -ex 102-, orientado primigeniamente a asegurar el compromiso de los tribunales nacionales en la persecución de los crímenes de lesa humanidad.

Sobre este tópico, se ha indicado lo siguiente: “Que en 1853-1860 los delitos contra el derecho de gentes, así denominados en el ex art. 102, fueran pocos y diferentes a veces a los que hoy se incluyen en esa categoría, no tiene importancia alguna, porque aquel art. 102 -ahora 118- no enumeró ni definió ese tipo de delitos, con lo que la interpretación dinámica de la Constitución que tiene señalada la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia y la mejor doctrina, bien permite y hasta obliga a tomar en cuenta las valoraciones progresivas que históricamente han ido dando crecimiento a la tipología delictual aludida. Hemos por ende de rechazar toda esclerosis interpretativa que ignore o desvirtúe el sentido actual del art. 118 en el fragmento que estamos comentando. (cfr. Bidart Campos, Germán J.: La persecución penal universal de los delitos de lesa humanidad, publicado en Revista jurídica La Ley Buenos Aires, año LXIV, n° 161, del 23/08/00).

En análogo sentido, debe destacarse que “…los delitos iuris gentium no tienen ni pueden tener contornos precisos. Su listado y tipología es forzosamente mutable, en función de las realidades y de los cambios operados en la conciencia jurídica prevaleciente. […] El art. 102 in fine de la Constitución Nacional es una «cláusula abierta», en el sentido de que capta realidades de su época (realidades mínimas ya que el catálogo de delitos iuris gentium era en ese momento reducido) y realidades del presente como del futuro (puesto que engloba a figuras penales posteriores a su sanción). Resulta pues una norma de alcanzada e insospechada actualidad.” (cfr. Sagüés, Néstor Pedro: Los delitos contra el derecho de gentes en la Constitución Nacional, en J.A., 30 de abril de 2003).

En términos similares de expidió, asimismo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re “Priebke, Erich”, indicando que la clasificación de los delitos contra la Humanidad no depende de la voluntad del Estado requirente o requerido en el proceso de extradición, sino de los principios del ius cogens del Derecho Internacional.

A su vez, el Máximo Tribunal explicó que los crímenes contra la Humanidad se dirigen contra la persona o la condición humana y en donde el individuo como tal no cuenta. Así, los crímenes de guerra y los crímenes contra la Humanidad, tienen a la víctima colectiva como característica común y por ello se los reputa delitos contra el derecho de gentes, y son crímenes contra la humanidad el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación y todo acto inhumano cometido contra cualquier población civil antes o durante la guerra, o bien las persecuciones hayan constituido o no una violación del derecho interno del país donde hayan sido perpetrados, sean cometidos al cometer un crimen sujeto a la jurisdicción del tribunal o en relación con él.

Por su parte, la Corte resaltó que el constituyente, al fijar la jurisdicción internacional penal de la República Argentina para el juzgamiento de los delitos iuris gentium, aún cuando fuesen cometidos fuera de los límites de la Nación, sólo habilitó al legislador para que en este último supuesto determinase por una ley especial el lugar en donde habrá de llevarse a cabo el juicio (cfr. C.S.J.N. in re “Priebke, Erich s/extradición”, en J.A., 1996-I, P. 328, cons. 50 del voto del Dr. Bossert).

En concordancia con la postura que se viene adoptando en el presente, la Corte Suprema estableció que los hechos cometidos según la modalidad descripta en este pronunciamiento, deben ser considerados como delitos sancionados por el derecho internacional general, en la medida en que la aplicación del derecho de gentes se encuentra reconocida por el ordenamiento jurídico argentino (artículo 118 de la Constitución Nacional).

Consecuentemente con la postura esbozada, se dictaminó que “…a diferencia de otros sistemas constitucionales como el de los Estados Unidos de América en el que el constituyente le atribuyó al Congreso la facultad de «definir y castigar» las «ofensas contra la ley de las naciones» (artículo I, Sección 8), su par argentino al no conceder similar prerrogativa al Congreso Nacional para esa formulación receptó directamente los postulados del derecho internacional sobre el tema en las condiciones de su vigencia y, por tal motivo, resulta obligatoria la aplicación del derecho de gentes en la jurisdicción nacional de conformidad con lo dispuesto por el artículo 21 de la ley 48…” (cfr. C.S.J.N. in re “Priebke, Erich s/extradición”, cons. 51 del voto del Dr. Bossert); a resultas de lo cual, repito, el carácter de ius cogens de los delitos de lesa humanidad lleva implícita su inmunidad frente a la actitud individual de los Estados, ya que la inteligencia contraria conllevaría la invalidez de los Tratados celebrados por la República Argentina, sumada al hecho de que el transcurso del tiempo no purga ese tipo de ilegalidades.

En esta línea analítica, resultan de carácter fundamental los argumentos señalados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos con motivo de resolver el caso comúnmente conocido como “Barrios Altos”, ocasión en la que dicho órgano jurisdiccional dejó sentadas importantes conclusiones ante el acaecimiento de graves violaciones a los derechos humanos cometidas por funcionarios insertos en el aparato estatal. Pretendiendo ser más ilustrativo, recuérdese que la República del Perú había aprobado una ley de amnistía a favor de los integrantes de las fuerzas de seguridad y civiles que fueran objeto de esas denuncias, investigaciones, procedimientos o condenas, o que estuvieran cumpliendo sentencia en prisión, por violaciones de Derechos Humanos.

En aquella oportunidad, la Corte Interamericana de Derechos Humanos expuso que: “Como consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen en este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables, ni puedan tener igual o similar impacto respecto de otros casos de violación de los derechos consagrados en la Convención Americana acontecidos en el Perú.”

En definitiva, estableció que: “…Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos […] La Corte, conforme a lo alegado por la Convención y no controvertido por el Estado, considera que las leyes de amnistías adoptadas por el Perú impidieron que los familiares de las víctimas y las víctimas sobrevivientes en el presente caso fueran oídas por un Juez, conforme a lo señalado en el artículo 8.1 de la Convención; violaron el derecho a la protección judicial consagrado en el artículo 25 de la Convención; impidieron la investigación persecución, captura, enjuiciamiento y sanción de los responsables de los hechos ocurridos en Barrios Altos, incumpliendo el artículo 1.1. de la Convención; y obstruyeron el esclarecimiento de los hechos del caso…” (cfr. Corte I.D.H., in re “Barrios Altos” (“Chumbipuma Aguirre y otros c/Perú”), rta. el 14/03/01, Serie C, n° 75).

De manera pacífica con la inteligencia a la cual vengo haciendo referencia nos encontramos con que, con posterioridad al dictado de la sentencia mencionada en el párrafo anterior, la Corte I.D.H tuvo oportunidad de expedirse nuevamente respecto a la cuestión planteada, ante el pedido de aclaratoria efectuado por la República del Perú. En dicha ocasión, manifestó que: “La promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado parte en la Convención constituye per se una violación de ésta y genera responsabilidad internacional del Estado. […] la Corte considera que, dada la naturaleza de la violación constituida por las leyes de amnistía […] lo resuelto en la sentencia de fondo en el caso Barrios Altos tiene efectos generales, y en esos términos debe ser resuelto el interrogante formulado…” (cfr. Corte I.D.H. in re “Barrios Altos”, Interpretación de la sentencia de fondo, rta. el 3/09/01).

Tales considerandos encuentran fundamental antecedente en la Opinión Consultiva OC-14/94, en la cual se resalta que: “La Corte concluye que la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado al ratificar o adherir a la Convención constituye una violación de ésta y que, en el evento de que esa violación afecte derechos y libertades protegidos respecto de individuos determinados, genera responsabilidad internacional para el Estado. […] La corte concluye que el cumplimiento por parte de agentes o funcionarios del Estado de una ley manifiestamente violatoria de la Convención produce responsabilidad internacional del Estado. En caso de que el acto de cumplimiento constituya un crimen internacional, genera también la responsabilidad internacional de los agentes o funcionarios que la ejecutaron.”

Todos estos parámetros, constituyen indicadores que, como todo funcionario estatal, me obligan a realizar una inteligencia armónica entre el objeto del indulto cuestionado en autos en concordancia con la totalidad del plexo normativo -al cual, por cierto, debe anexarse el Derecho Internacional de los Derechos Humanos como parte integrante del ordenamiento doméstico-, en función de lo cual, tratándose de crímenes de lesa humanidad, habilitan la declaración de inconstitucionalidad que habré de decretar en el día de la fecha. He de resaltar estas circunstancias en el punto subsiguiente.

g) La facultad de indultar en casos de crímenes de lesa humanidad frente a los deberes provenientes del orden normativo internacional.

Cierto es que al día de la fecha, la dicotomía entre concepciones monistas y dualistas respecto de la preeminencia del derecho internacional por sobre el nacional y viceversa, se encuentra vacía de contenido, atento el desarrollo constitucional establecido luego de la reforma constitucional de 1994. Sin embargo, considero que tal movimiento no vino más que a cristalizar una postura que desde antiguo, se venía imponiendo en la doctrina y jurisprudencia nacional e internacional, por lo que creo que tal cuestión no merece más que la breve referencia que he realizado en este párrafo.

Pues bien, la aprobación de un Tratado Internacional genera, de manera concomitante, el deber de respeto mediante el cual los Estados se encuentran obligados al mantenimiento de la vigencia de todos los derechos contenidos en los instrumentos de Derechos Humanos mediante un sistema jurídico, político e institucional adecuado a tales fines.

Por su parte, el deber de garantía implica que los Estados deben asegurar los medios jurídicos específicos de protección que sean adecuados, sea para prevenir las violaciones, sea para restablecer su vigencia y para indemnizar a las víctimas o a sus familiares frente a casos de abuso o desviación del poder.

Estas obligaciones estatales traen aparejado el deber de adoptar disposiciones en el derecho interno tendientes a efectivizar los derechos consagrados, apareciendo como corolario de las mismas, la obligación de prevenir las violaciones, la de investigar las producidas y la de juzgar y sancionar a los autores de tales crímenes. Asimismo, se torna fundamental la adopción de las medidas necesarias para que los derechos y libertades reconocidos en los instrumentos internacionales no sean menoscabados, ya sea por acción u omisión de los Estados contratantes.

Teniendo en cuenta los argumentos provenientes del derecho internacional, puede concluirse sin hesitación que la subsistencia del Decreto n° 1003/89 no resulta compatible con la adecuación comprometida y, con arreglo a los procedimientos constitucionales del país, es que declararé su inconstitucionalidad.

Como ya adelantara al finalizar el acápite anterior, avala el temperamento sustentado en el presente, el hecho de que con la ratificación de la Convención Interamericana de Derechos Humanos, la República Argentina se ha comprometido a la adopción de aquellas medidas necesarias tendientes a abolir los obstáculos legales que consagren la impunidad. A su vez, tal circunstancia no me excluye per se de mi obligación, como integrante de uno de los Poderes del Estado, de paliar las deficiencias que de uno y otro modo impidan el pleno cumplimiento de las obligaciones asumidas por la Argentina y, en última instancia, evitar la incursión en responsabilidad internacional por parte de nuestro país.

Tal temperamento encuentra, asimismo, asidero en las argumentaciones efectuadas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en cuanto estableció que: “Cuando la Nación ratifica un tratado que firmó con otro Estado, se obliga internacionalmente a que sus órganos administrativos y jurisdiccionales lo apliquen a los supuestos que ese tratado contemple, siempre que contenga descripciones lo suficientemente concretas de tales supuestos de hecho que hagan posible su aplicación inmediata.” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 315:1492).

Se ha venido haciendo alusión a la circunstancia de que la palabra internacionalmente comprometida o empeñada puede, cuando se incumple, generar responsabilidades al Estado frente a la Comunidad Internacional, razón por la cual se genera el deber irrenunciable en todo funcionario público de arbitrar cuanto medio esté a su alcance para velar por la actuación legal de la República y poner cese a toda traba a los deberes de juzgamiento y castigo. Me estoy refiriendo al principio pacta sunt servanda, de indudable aplicación en el derecho internacional (art. 26 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados).

En consecuencia, entiendo que, como integrante del Poder Judicial, se genera en la Magistratura el rol de custodio de los derechos y garantías individuales, ante lo cual no puede uno permanecer inmóvil frente a la demora y quietud del Congreso Nacional en otorgar eficacia a un derecho internacionalmente exigible, contenido en un Tratado de Derechos Humanos (cfr. C.S.J.N. Fallos: 315:1492, disidencia de los doctores Enrique Santiago Petracchi y Eduardo Moliné O’Connor).

IV. Los indultos de los referidos Gavazzo, Moreno, Silveira y Campos Hermida desde la óptica de los Tratados Internacionales vigentes a la época de su creación.

En este orden de ideas, resulta imperioso dejar clarificados los instrumentos internacionales que a la fecha del dictado del mismo, se hallaban ya incorporados al derecho nacional.

Previo a desarrollar tal actividad, es útil recordar que los Tratados Internacionales adquieren validez jurídica en virtud de la ley que los aprueba (cfr. C.S.J.N in re “Ferreyra, Pedro P. c/ Nación”, Fallos: 202:353) no pudiendo una disposición de derecho interno, contradecir las normas establecidas en los primeros que, por cierto, gozan desde dicho acto de total operatividad.

Ahora sí, veamos; el Decreto n° 1003/1989 mediante el cual se indultó a José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Manuel Cordero y Hugo Campos Hermida respecto de la causa n° 42.335 bis caratulada “Rodríguez Larreta Piera, Enrique s/denuncia”, fue dictado en fecha 6 de octubre de 1989.

Por su parte, cabe destacar que, a la fecha de suscripción de dichos indultos, el ordenamiento jurídico regente en la República Argentina estaba compuesto por varios instrumentos de derecho internacional que tornaban abiertamente inconstitucional el dictado de tales indultos.

Repárese en que el Congreso Nacional, anteriormente al dictado de los cuestionados indultos, había aprobado los siguientes instrumentos de derecho internacional, a saber:

a) La Convención Americana de Derechos Humanos el 11 de marzo de 1984; aprobada por nuestro país por Ley 23.054, sancionada el 1 de marzo de 1984, promulgada el 19 de marzo de 1984 y publicada en el Boletín Oficial el 27 de marzo de 1984.

De la aludida Convención, surge la consecuente obligación para los Estados firmantes de garantizar los derechos reconocidos por la Convención y de prevenir, investigar y sancionar todo acto violatorio de los Derechos Humanos.

Tales obligaciones han sido reafirmadas en todos sus términos por la Corte I.D.H. en el caso “Velásquez Rodríguez”.

Sobre este punto la Corte profundizó acerca de la responsabilidad de los Estados al explicar que: “…Si el aparato del Estado actúa de modo que tal violación quede impune y no se restablezca, en cuanto sea posible, a la víctima en la plenitud de sus derechos, puede afirmarse que ha incumplido el deber de garantizar su libre y pleno ejercicio a las personas sujetas a su jurisdicción […] la de investigar es, como la de prevenir, una obligación de medio o comportamiento que no es incumplida por el solo hecho de que la investigación no produzca un resultado satisfactorio. Sin embargo debe emprenderse con seriedad y no como una simple formalidad condenada de antemano a ser infructuosa. Debe tener un sentido y ser asumida por el Estado como un deber jurídico propio y no como una simple gestión de intereses particulares, que dependa de la iniciativa procesal de la víctima o de sus familiares o de la aportación privada de elementos probatorios, sin que la autoridad pública busque efectivamente la verdad.”(cfr. Corte      I.D.H in re “Velásquez Rodríguez, Ángel Manfredo”, rta. el 29/07/88).

En esta misma línea analítica, la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re “Hagelin, Ragnar”, tuvo oportunidad de señalar que: “…el «deber de respeto» asumido en base a esa convención consiste en no violar los derechos y libertades proclamados en los tratados de derechos humanos, mientras que el «deber de garantía» no es más que la obligación de garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción (ambos previstos en el art. 1.1. de la convención). El deber violado consistiría en la obligación de investigar y sancionar las violaciones graves de derechos humanos (conf. Corte Interamericana de Derechos Humanos en el leading case “Velázquez Rodríguez”) que a su vez implicaría la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera por efecto sustraer a las víctimas de esos hechos de protección judicial incurriendo en una violación de los arts. 8 y 25 de la convención (conf. Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso conocido como “Barrios Altos”, párr. 43, sentencia del 14 de marzo de 2001)…” (cfr. C.S.J.N Fallos: 311:175).

De manera concomitante, surge la obligación de arbitrar los medios necesarios a fin de remover los obstáculos que impiden el pleno ejercicio de los derechos reconocidos por la Convención.

b) Por otra parte, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos fue adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas con fecha 12 de diciembre de 1966, aprobado por el Congreso de la Nación el 17 de abril de 1986 mediante la ley 23.313, entrando en vigor en nuestro país el 8 de noviembre de 1986.

De la lectura del mismo, se vislumbra el análogo tenor de las normas establecidas en este Pacto con aquellas previstas en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, resultando sus disposiciones plenamente aplicables en el derecho nacional, tal como lo ha manifestado la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en los mismos términos señalados anteriormente.

c) La Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984, fue aprobada por el Congreso Nacional mediante Ley 23.338 de fecha 30 de julio de 1986.

La importancia de la misma en el sub examine, radica en que la obligación generada en cabeza de todo Estado parte a tomar las medidas legislativas administrativas, judiciales o de cualquier otro carácter para impedir los actos de tortura dentro de su territorio.

A su vez, se impone a los Estados la prohibición de invocar circunstancias excepcionales como justificación de la tortura, o la causal de obediencia debida como eximente del delito.

De esta manera, el principal objetivo de la Convención consiste en fortalecer la prohibición existente de las torturas y otros tratos o penas crueles mediante una cantidad de medidas de apoyo, tanto a nivel administrativo, legislativo como jurisdiccional, todas tendientes a evitar la consecución de hechos de esa índole.

Considero en este punto oportuno hacer mías algunas consideraciones esbozadas por mi colega predecesor, Dr. Gabriel Cavallo in re “Simón Julio y otro sobre sustracción de menores” de fecha 6 de marzo de 2.001: “… Dijo el Comité: [haciendo referencia al Comité contra la Tortura] «Con respecto a la prohibición de la tortura, el Comité recuerda los principios del fallo del Tribunal Internacional de Nüremberg y se refiere al artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y al artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que constituyen ambos normas de derecho internacional reconocidas por la mayor parte de los Estados Miembros de las Naciones Unidas, entre ellos la Argentina. Por lo tanto, ya antes de la entrada en vigor de la Convención contra la Tortura existía una norma general de derecho internacional que obligaba a los Estados a tomar medidas eficaces para impedir la tortura y para castigar su práctica…». El Comité observa con preocupación que fue la autoridad democráticamente elegida y posterior al gobierno militar la que promulgó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, esta última después de que el Estado hubiese ratificado la Convención contra la Tortura y sólo 18 días antes de que esta Convención entrara en vigor. El Comité considera que esto es incompatible con el espíritu y los propósitos de la Convención. El Comité observa asimismo que de esta manera quedan sin castigo muchas personas que perpetraron actos de tortura, igual que los 39 oficiales militares de rango superior a los que el Presidente de la Argentina perdonó por decreto de 6 de octubre de 1989, cuando iban a ser juzgados por tribunales civiles.”

“Esta dura observación del Comité recuerda, entonces, algunos de los instrumentos fundantes del derecho penal internacional, en virtud de los cuales la tortura ya estaba reconocida como un crimen de derecho internacional y ya existía, antes de la Convención, una obligación para los Estados de investigar toda acto de tortura oficial y de sancionar penalmente a los responsables”.

d) Por otro lado, no debe dejar de tenerse en cuenta que mediante la ley 25.778, se otorgó jerarquía constitucional a la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad que fue sancionada el 26 de noviembre de 1968 por la Asamblea de las Naciones Unidas y que entró en vigor a partir de 1970; convención que ya se encontraba incorporada al ordenamiento jurídico por medio de la sanción de la ley 24.584 desde el 1° de noviembre de 1995.

La trascendencia de este instrumento de rango constitucional surge de analizar su artículo 1°, el cual dispone que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, “cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido”.

Claramente la norma ha tenido por intención su consideración no sólo para los hechos que fueran a ella, sino que ha pretendido su extensión a otros hechos, aún cuando estos se hubieren cometido anteriormente a su vigencia. De no ser ésta la intención que guiaba a la citada Convención, no tendría sentido la aclaración contenida en la misma y que fuera citada.

Es necesario aclarar que dicha consideración, no configura una violación del principio general de la irretroactividad, ni implica que la Convención adoptada en 1968, legisle ex novo, sino que se recogen e incorporan los principios que reglan este asunto en materia internacional desde fines de la Segunda Guerra Mundial, que estipulan básicamente que los actos inhumanos y persecuciones que en nombre del Estado persigue la hegemonía política son imprescriptibles “por naturaleza”.

En efecto, recordemos que el artículo 4° de la Convención dispone que los Estados parte se obligan a adoptar, con arreglo a sus respectivos procedimientos constitucionales, las medidas legislativas o de otra índole que fueren necesarias para que la prescripción de la acción penal o de la pena establecida por ley o de otro modo, no se aplique a los crímenes de lesa humanidad y que, en caso de que exista, sea abolida.

Así las cosas, con buen criterio es posible sostener que la nulidad de la leyes 23.492 y 23.521 pasa a ser la instrumentación de la Convención que por posee rango constitucional; ya que es éste el criterio que coloca al ordenamiento jurídico local en consonancia con el derecho internacional de los derechos humanos.

Pero no es posible culminar esta breve reseña sin hacer mención a dos instrumentos internacionales que, dada su importancia a nivel hermenéutico, merecen al menos un breve análisis al respecto.

En primer lugar, cabe hacer alusión a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.

En su Preámbulo se afirma que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad.”

Si bien las prescripciones de la misma no constituyen normas operativas para la materia aquí tratada, sin embargo tales normas merecen ser mencionadas –como adelanté en el párrafo anterior- como una pauta hermenéutica a la hora de interpretar el derecho nacional, teniendo en cuenta, a su vez, el principio pacta sunt servanda.

La alegación de este principio, genera, como consecuencia inevitable, la prohibición en los Estados contratantes de dictar normas constitucionales, legislativas, reglamentarias, ni decisiones de tribunales nacionales para dejar de ejecutar compromisos internacionales y/o modificar las condiciones o pautas de cumplimiento (en este sentido, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe nro. 34/96, Casos 11.228, 11.229, 11.231 y 11.282 (Chile) 15-10-1996; Caso “Loyaza Tamayo -Perú- Sentencia de Reparaciones”, rta. el 27-11-1998, Informe Anual C.I.D.H.).

En idéntico sentido, la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, aprobada por la República Argentina mediante Ley 19.865, y posteriormente ratificada por el Poder Ejecutivo Nacional con fecha 5 de diciembre de 1972, entrando en vigor el 27 de enero de 1980 también recepta el principio aludido por el juego de los arts. 26 y 27.

Respecto a la aplicabilidad de la mentada Convención en el contexto doméstico, nuestro Máximo Tribunal ha establecido que: “… Tildar de inconstitucional el acatamiento a lo estipulado en el Tratado […] implicaría no sólo una violación del principio pacta sunt servanda que debe regir las relaciones entre Estados, sino que […] quedaría en abierta contradicción con la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados -de superior jerarquía en los términos del art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional-” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 324:3484).

En definitiva, desde la fecha de incorporación de tales instrumentos de Derechos Humanos en el contexto nacional, el Estado argentino se encontraba impedido de dictar normas o de llevar a cabo actos administrativos que vedaran la posibilidad de perseguir penalmente los casos de lesión de bienes jurídicos protegidos por esos tratados o restringieran la punibilidad de esos delitos, en violación a los deberes de respeto y garantía que ellos establecen (cfr. Sancinetti-Ferrante, op. cit, p. 418 y sgtes.). Y si a ello le sumamos la eventual violación de los arts. 26 y 27 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados –mediante la cual, por cierto, se normativizó el principio de pacta sunt servanda, ya analizado- que se produciría por actos violatorios de las obligaciones subyacentes a los mismos, nos encontramos en el presente con una situación de eventual responsabilidad por parte del Estado Nacional que debe ser paliada por cualquiera de los Poderes constituidos.

Como adelantara en el punto anterior, pretendo dejar en claro que, a pesar de que los poderes del Estado se hallaban impedidos de dictar normas o llevar a cabo actos mediante los cuales se trunque la posibilidad de perseguir penalmente y, eventualmente, castigar a los presuntos responsables de crímenes de lesa humanidad en la forma establecida por la Convención Americana de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes y la mismísima Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados –en vigencia con anterioridad al dictado del acto administrativo atacado-, con el dictado del Decreto de indulto n° 1003/89, el Estado nacional ha incurrido en una posible causal de responsabilidad internacional del mismo, en función de la cual, como integrante del Poder Judicial, es mi deber declarar la inconstitucionalidad de tal acto.

Se trata de la contradicción existente entre el propio objeto del acto cuestionado, en cuanto impide la persecución penal de los presuntos responsables de crímenes de lesa humanidad, con el plexo constitucional al cual se viene haciendo referencia, en cuanto prohíbe el dictado tanto de amnistías como de indultos que versaren sobre esa materia.

Ahondando sobre el tema, repárese en la tendencia hacia la operatividad de los tratados de Derechos Humanos y la preeminencia del derecho internacional sobre el interno, que lejos de detenerse, ha ido adquiriendo contundentes y fundamentales demostraciones tanto a nivel doctrinario como jurisprudencial, luego materializada en los mismos términos por el constituyente, como consecuencia de la reforma de 1994.

Tales premisas encuentran primigenio correlato, a su vez, en la jurisprudencia del Máximo Tribunal al momento de resolver en el marco del leading case “Ekmekdjian, Miguel Ángel c/Gerardo Sofovich” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 315:1492) en función del cual se enfatizó que: “La derogación de un tratado internacional por una ley del congreso constituiría un avance inconstitucional del Poder Legislativo Nacional sobre atribuciones del Poder Ejecutivo Nacional, que es quien conduce, exclusiva y excluyentemente, las relaciones exteriores de la Nación (art. 86 inc. 14 de la Constitución Nacional).”

Asimismo, indicó que “La necesaria aplicación del art. 27 de la Convención de Viena impone a los órganos del Estado argentino asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con cualquier norma interna contraria o con la omisión de dictar disposiciones que, en sus efectos equivalgan al incumplimiento del tratado internacional en los términos del citado art. 27.”

Por otra parte, manifestó que: “Cuando la Nación ratifica un tratado que firmó con otro Estado, se obliga internacionalmente a que sus órganos administrativos y jurisdiccionales lo apliquen a los supuestos que ese tratado contemple, siempre que contenga descripciones lo suficientemente concretas de tales supuestos de hecho que hagan posible su aplicación inmediata.”

En última instancia, se concluyó que: “La Corte, como poder del Estado, en su rol de supremo custodio de los derechos individuales, no puede permanecer inmóvil ante la demora del Congreso Nacional en otorgar eficacia a un derecho internacionalmente exigible, contenido en un tratado sobre derechos humanos.”

Tal postura se vio ulteriormente ratificada por la Corte, in re “Fibraca Constructora SCA c. Comisión Técnica Mixta de Salto Grande” (C.S.J.N. Fallos: 316:1669); “Hagelin c. Poder Ejecutivo Nacional sobre juicio de conocimiento” (C.S.J.N. Fallos: 311:175) y “Cafes La Virginia S.A s/apelación (por denegación de repeticion)” – (C.S.J.N. Fallos: 317:1282).

Como he venido exponiendo a lo largo de este resolutorio, los tratados aprobados por la República Argentina posee indudable carácter operativo, y la reforma constitucional de 1994 sólo ha venido a exteriorizar tal temperamento, el cual desde antiguo se viene sosteniendo.

Sobre el particular, se ha establecido que: “Cada artículo que declara un derecho o una libertad debe reputarse operativo, por lo menos en los siguientes sentidos: a) con el efecto de derogar cualquier norma interna infraconstitucional opuesta a la norma convencional, b) con el efecto de obligar al Poder Judicial a declarar inconstitucional cualquier norma interna infraconstitucional que esté en contradicción con la norma convencional, o a declarar que la norma convencional ha producido la derogación automática; c) con el efecto de investir directamente con la titularidad del derecho o la libertad a todas las personas sujetas a la jurisdicción argentina, quienes pueden hacer exigible el derecho o la libertad ante el correspondiente sujeto pasivo; d) con el efecto de convertir en sujetos pasivos de cada derecho o libertad del hombre al Estado federal, a las provincias, y en su caso, a los demás particulares; e) con el efecto de provocar una interpretación de la Constitución que acoja congruentemente las normas de la convención en armonía o en complementación respecto de los similares derechos y libertades declarados en la Constitución” (La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales, CELS, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1997).

El fundamento de tal inteligencia radica en que “…los tratados modernos sobre derechos humanos […] no son tratados multilaterales del tipo tradicional, concluidos en función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los Estados contratantes. Su objeto y fin son la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos, independientemente de su nacionalidad, tanto frente a su propio Estado como frente a los otros Estados contratantes. Al aprobar estos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción” (cfr. Opinión Consultiva O-C 2/82 de la Corte I.D.H).

Bajo la inteligencia por la cual se sostiene que las disposiciones del derecho interno no pueden en modo alguno contrariar o menoscabar aquellas provenientes del Derecho Internacional, es que entiendo que el objeto del Decreto n° 1003/89, en cuanto indultó a José Gavazzo, Jorge Silveira, Hugo Campos Hermida y Manuel Cordero resulta manifiestamente inconstitucional, toda vez que el Poder Ejecutivo Nacional hizo uso de dicha herramienta en abierta contradicción a las disposiciones que del contexto nacional e internacional prohíben la aplicabilidad y ejecutoriedad del mismo en los casos en los que se investigan crímenes de lesa humanidad, máxime teniendo en cuenta la eventual responsabilidad internacional en la cual podría incurrir la República Argentina por la violación de sus compromisos internacionales.

a) Declaración de inconstitucionalidad del Decreto n° 1003/89: consecuencias.

Considero oportuno pasar revista de una serie de consecuencias que, de manera indefectible, sobrevendrán a la declaración de inconstitucionalidad que dictaré en este decisorio.

Veamos.

Primeramente, cabe aclarar que es jurisprudencia pacífica la inteligencia en virtud de la cual la declaración de inconstitucionalidad de una norma sólo produce efecto dentro de la causa y con vinculación a la norma y a las relaciones jurídicas que la motivaron, careciendo, en consecuencia, de efecto derogatorio genérico (C.S.J.N. Fallos: 313:1010).

Ya adentrándome en la temática en cuestión, adelanto que la propia declaración de inconstitucionalidad traerá aparejada la consecuente nulidad de los actos procesales dictados en consecuencia del dictado del Decreto n° 1003/89; privando a los primeros de todo efecto, en virtud de lo estatuido por los arts. 167, 168 y concordantes del C.P.P.N.

En efecto, el art. 168 del C.P.P.N en su segundo párrafo, indica que sólo deberán ser declaradas de oficio, en cualquier etapa y grado del proceso, las nulidades previstas en el artículo anterior que impliquen violación de las normas constitucionales, o cuando así se establezca expresamente.

Tal precepto nos lleva indefectiblemente al campo de las nulidades absolutas, las cuales, a diferencia de las relativas “…son insubsanables y sólo la cosa juzgada tiene aptitud para detraer la posibilidad de invalidarlas; aunque el Código, en el art. 168, oración final, promete su especifiación a través del texto, dicho compromiso no ha sido asumido por el legislador. […] El criterio acertado obliga a tener en cuenta cuándo se ocasiona «…violación de las normas constitucionales…», conforme al art. 168, párrafo segundo.” (cfr. D’Albora, Francisco: Código Procesal Penal de la Nación. Anotado. Comentado. Concordado, Tomo I, 6ª ed., Ed. Lexis Nexis, Buenos Aires, 2003, p. 290/1).

Adviértase que difícilmente podría interpretarse la privación de efectos de los actos procesales que se resolverá en el presente como una consecuencia natural de la declaración de inconstitucionalidad, toda vez que esta última sólo puede recaer en la contradicción de un acto del Poder Legislativo o en la dicotomía de un acto dictado por el Poder Ejecutivo con el plexo constitucional. Es que el fundamento de dicha actividad de contralor radica en el sistema de frenos y contrapesos que por imperio del principio republicano de gobierno, le corresponde realizar al juez.

Hecha esta aclaración, nos encontramos con que el dictado del auto de sobreseimiento obrante a fs. 2166 de la causa n° 42.335 bis no sólo ha quedado huérfano de fundamento normativo con la consecuente declaración de inconstitucionalidad del Decreto n° 1003/89 que dictaré en este resolutorio, sino que también –circunstancia que, a mi juicio, resulta de carácter fundamental-, ante las categóricas referencias de los arts. 29, 118, 31 y 33 de la Constitución Nacional, no puede negarse que el principio de cosa juzgada, exige ser integrado con otras cláusulas constitucionales. Por otra parte, difícilmente sea correcto hacer referencia a derechos adquiridos derivados de la cosa juzgada, a costa del quebrantamiento del propósito esencial de nuestra Ley Fundamental: terminar para siempre con la arbitrariedad institucionalizada. (cfr. CCCFed, Sala 1 in re: “Fernández Marino Argemi, Raúl s/tenencia de arma de guerra y falsificación de documento”, rta. el 4/10/84).

Pero la revisabilidad de la cosa juzgada allí cuando la misma sea susceptible de ser catalogada como fraudulenta, será cuestión de análisis en los próximos apartados.

b) Cosa juzgada y garantía de ne bis in ídem.

Conviene en este punto analizar una cuestión que requiere la mayor atención al respecto, la cual radica en el hecho de que, más allá de que en el marco de la causa n° 42.335 bis se ha dictado auto de sobreseimiento sobre la persona de los nombrados, el cual constituye inmediata consecuencia del Decreto n° 1003/89, entiendo que la excepción de cosa juzgada no resulta aplicable en casos como el sub examine.

Corresponde hacer una primera aproximación a la excepción en cuestión, para señalar que la misma consiste en un presupuesto que impide la consecución de un nuevo proceso penal, allí cuando el mismo versa tanto sobre idéntica plataforma fáctica y las mismas personas sobre las cuales ha recaído sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada.

En este sentido, repárese en que “…el agotamiento de la acción penal, originado por cosa juzgada material, repercute como un impedimento procesal amplio […] un nuevo procedimiento es inadmisible, una nueva sentencia de mérito está excluida: ne bis in ídem (= bis de eadem re ne sit actio)…”(cfr. Roxin, Claus: Derecho Procesal Penal, trad. de la 25° ed. alemana por Gabriela E. Córdoba y Daniel R. Pastor, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2000, p. 435/436).

Sin embargo, la acreditación de una situación de doble juzgamiento necesita indefectiblemente la configuración de determinadas pautas que de manera paulatina han sido esquematizadas por influjo de la doctrina penal a la hora de analizar la garantía que con ella se relaciona: la que impide la doble persecución penal (ne bis in ídem).

Pues bien, dos son los presupuestos que de modo ineludible deben configurarse, para habilitar la plena aplicabilidad de la garantía en cuestión, a saber: el de identidad de la persona (eadem persona) y el de identidad de objeto de persecución (eadem res).

Respecto del primero, la garantía de ne bis in ídem “…sólo ampara a la persona que, perseguida penalmente, haya o no recaído sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, vuelve a ser perseguida en otro procedimiento penal, que tiene como objeto la imputación del mismo hecho…” (cfr. Maier, op. cit., pág. 603 in fine).

En referencia al segundo presupuesto, comúnmente se ha dicho que “…la imputación tiene que ser idéntica cuando tiene por objeto el mismo comportamiento atribuido a la misma persona…” (cfr. Maier, op. cit., pág. 606, en sentido coincidente, C.C.C.Fed., Sala Ia., causa n° 27767 “Ibarra, Vilma s/nulidad y excepción de falta de acción, Reg. 649, rta. el 19/07/96), de conformidad con lo cual, “…forman parte de «un hecho», en primer lugar, independientemente de toda calificación jurídica, todos los acontecimientos fácticamente inseparables y pertenecientes a él, pero, por ello, también acontecimientos independientes, separables en el sentido de concurso real del Derecho material, cuando ellos son comparables en su contenido de injusto y se hallan en una relación temporal y espacial estrecha uno con otro…” (cfr. Roxin, op. cit., pág. 160 in fine).

Sin embargo, el instituto de la cosa juzgada debe ser analizado y construido sobre pilares compatibles con los derechos y garantías constitucionales, no pudiendo gozar de inmutabilidad cuando la sentencia atacada ha sido realizada avasallando otras garantías de idéntico tenor, como ser, la defensa en juicio y el acceso a la jurisdicción.

Sobre el particular, afirma Bettiol que: “A tal respecto surge un problema político muy delicado: puesto que es verdad que la sentencia es siempre obra de un hombre y puesto que es verdad que el hombre puede también [e]quivocarse, la sentencia puede también estar equivocada por lo que –en términos jurídicos- quiere decir que la sentencia puede ser injusta. […] Se ha dicho que la regla de la intocabilidad o irrefragabilidad de la cosa juzgada sólo porque se reputa inmutable es una expresión de fetichismo y de ficción, en el sentido que no corresponde a la verdad, el que ««res iudicata pro veritate habetur»». Y toda ficción es insoportable, especialmente allí donde están en juego la verdad y la justicia de una sentencia que no pueden estar subordinadas a un mito insostenible cual ha devenido el de la irrefragabilidad de la cosa juzgada penal.” (cfr. Bettiol, Giuseppe: Instituciones de Derecho Penal y Procesal Penal, Ed. Bosch, Barcelona, 1977, p. 273/4).

Por ende, motivos de seguridad jurídica, economía procesal, necesidad de evitar sentencias contradictorias, no son absolutos y ceden ante el deber de afirmar otros valores jurídicos de raigambre constitucional (cfr. C.S.J.N. Fallos: 281:421).

Por otra parte, debe tenerse en cuenta que la existencia de una sentencia requiere, como presupuesto básico, la existencia de fundamentos de derecho válidos; cuestión que no se encuentra presente en autos, toda vez que, declarada la inconstitucionalidad del decreto de indulto n° 1003/89 que retrotrae sus efectos al momento anterior al dictado del mismo, nos encontramos con la notoria ausencia de aquel presupuesto que sirvió de basamento legal al resolutorio que haré cesar en sus efectos.

Así, la resolución judicial adoptada por un tribunal nacional que responda a la mera aplicación de una ley o decreto que, pese a poseer validez formal, carece de validez material por la objeción de constitucionalidad que pesa sobre aquélla, resulta insusceptible de generar el efecto de cosa juzgada sustancial, ya que una sentencia en esos términos implica per se violentar –ya sea por acción u omisión- obligaciones internacionales que el Estado ha decidido asumir, o vulnerar Derechos Humanos internacionalmente protegidos. De esta manera, la inmutabilidad de la res iudicata, ni tampoco la garantía de ne bis in ídem resultan aplicables en el sub examine.

En consecuencia, si la cosa regularmente juzgada no es verdad absoluta que pueda perjudicar a terceros, es obvio que menos lo será la cosa juzgada fraudulenta, obtenida en un proceso aparente, en circunstancias y por procedimientos que no admite la ley (cfr. C.S.J.N. Fallos: 278:85).

La aplicación del indulto presidencial ha tenido como consecuencia automática el sobreseimiento de José Nino Gavazzo, Manuel Cordero, Hugo Campos Hermida y Jorge Silveira en el marco de la causa n° 42.335 bis; desconociendo de esta manera, las obligaciones internacionales que el Estado Argentino asumió con anterioridad al dictado del decreto n° 1003/89, razón por la cual dichos actos carecen en absoluto de efectos jurídicos y mal pueden alcanzar la inmutabilidad que otorga el principio de cosa juzgada.

Así, “[p]or respetable que sea el instituto de la cosa juzgada en atención a la finalidad que ella cumple y a su filiación constitucional, no parece que por el solo hecho de la errática aplicación de una ley de esa naturaleza puedan adquirirse derechos consolidados. Es que de una norma general inválida “en el sentido de que se viene de analizarn, no se ve cómo puede derivarse una norma jurídica inferior válida, si esa norma inferior es inválida no se entiende por qué la Constitución Nacional habría de concederle privilegio alguno.” (cfr. C.C.C.Fed. Sala I in re “Fernández, Marino”, rta. el 4/10/84, Voto del Dr. Arslanián).

Así las cosas, el examen tendiente a verificar la aplicabilidad de la mentada garantía debe ser realizado de manera armónica con la totalidad del plexo normativo involucrado, dentro del cual la Constitución Nacional y del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ocupan un lugar fundamental.

Por otra parte, la garantía de debido proceso adquiere en este contexto un tenor liminar, teniendo en cuenta que la validez y aplicabilidad de la cosa juzgada necesita indefectiblemente de la existencia de la primera. Por ende, la intangibilidad de la cosa juzgada quedará condicionada a que la decisión judicial a la que se quiere atribuir tal cualidad sea el resultado de un proceso ante un tribunal independiente, imparcial y competente y de un procedimiento con la observancia de las garantías judiciales. (cfr. Amnistía Internacional, abril 2003, AMR 13-04-2003).

En referencia a este punto, téngase en cuenta que, de acuerdo a la propia interpretación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, “las formas regulares y básicas del debido proceso son condiciones indispensables para que la sentencia que se dicta en juicio goce de la inmutabilidad y el efecto de la cosa juzgada. Cuando no se ha respetado el debido proceso, o en el proceso se ha incurrido en dolo o estafa procesales, la sentencia queda destituida de la fuerza y la eficacia de la cosa juzgada.” (cfr. Bidart Campos, Germán, Tratado…, Tomo I, p. 468).

Por último, considero oportuno traer a colación las consideraciones vertidas por la Corte I.D.H., la cual ha fijado, como pauta de elemental hermenéutica a la hora de aplicar la aludida garantía, que “[t]odo proceso está integrado por actos jurídicos que guardan entre sí relación cronológica, lógica y teleológica. Unos son soporte o supuesto de los otros y todos se ordenan a un fin supremo y común: la solución de la controversia por medio de una sentencia. Los actos procesales corresponden al género de los actos jurídicos, y por ello se encuentran sujetos a las reglas que determinan la aparición y los efectos de aquéllos. Por ende, cada acto debe ajustarse a las normas que presiden su creación y le confieren valor jurídico, presupuesto para que produzca efectos de este carácter. Si ello no ocurre, el acto carecerá de esa validez y no producirá tales efectos. La validez de cada uno de los actos jurídicos influye sobre la validez del conjunto, puesto que en éste cada uno se halla sustentado en otro precedente y es, a su tumo, sustento de otros más. La culminación de esa secuencia de actos es la sentencia, que dirime la controversia y establece la verdad legal, con autoridad de cosa juzgada […] Si los actos en que se sostiene la sentencia están afectados por vicios graves, que los privan de la eficacia que debieran tener en condiciones normales, la sentencia no subsistirá. Carecerá de su soporte necesario: un proceso realizado conforme a Derecho. Es bien conocida la figura de la reposición del procedimiento, que acarrea la invalidación de diversos actos y la repetición de las actuaciones a partir de aquélla en que se cometió la violación que determina dicha invalidación. Esto implica, en su caso, que se dicte nueva sentencia. La validez del proceso es condición de la validez de la sentencia.” (Corte I.D.H., in re “Castillo Petruzzi y otros c. Perú”, sentencia del 30/05/99, párrafos 218 y 219. 95).

Por ello entiendo que la declaración de inconstitucionalidad del Decreto n° 1003/89, en cuanto retrotrae sus efectos al momento anterior al dictado del mismo, priva de efectos a los actos procesales que en su consecuencia se dictaron en autos, circunstancia por la cual habré de declarar la nulidad del autos de sobreseimiento dictado en fecha 2 de marzo de 1993.

d) 1) Ne bis in ídem y cosa juzgada en el Derecho Penal Internacional.

En este acápite conviene realizar un breve abordaje acerca del tratamiento que de las garantías de ne bis in ídem y cosa juzgada se ha realizado en el marco internacional, allí cuando subyace en la investigación la aparente comisión de crímenes de lesa humanidad.

Así, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas tiene dicho que, si bien el Derecho Internacional no obliga a los Estados a reconocer las sentencias dictadas en un Estado extranjero, si una persona ha sido debidamente juzgada, declarada culpable y sancionada con un castigo proporcional al crimen no debería ser objeto de una doble sanción, lo que rebasaría las exigencias de la justicia por lo que debería reconocerse la vigencia del principio ne bis in ídem.

Ahora bien, desde la concepción expuesta por la Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas, la vigencia del ne bis in ídem no puede ser entendida de manera absoluta. En efecto, la Comisión consideró que tal principio no puede invocarse en el ámbito del Derecho Penal Internacional, cuando el autor de un crimen contra la humanidad no ha sido debidamente juzgado o castigado por ese mismo crimen, la justicia no ha obrado de manera independiente e imparcial o el proceso tenía como fin exonerar de responsabilidad penal internacional a la persona. (cfr. Informe de la Comisión de Derecho Internacional sobre la labor realizada en su 48 período de sesiones, 6 de mayo a 26 de julio de 1996, documento de las Naciones Unidas, Suplemento N° 10 -A/5 1 /10-, p. 72.).

En esta misma inteligencia fueron sentadas las bases del Estatuto del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia, el Estatuto del Tribunal Penal Internacional para Ruanda y el Estatuto de la Corte Penal Internacional que en el párrafo 3 del artículo 20 establece: “La Corte no procesará a nadie que haya sido procesado por otro tribunal en razón de hechos también prohibidos en virtud de los artículos 6, 7 u 8 (genocidio, crímenes de lesa humanidad y crimen de guerra) a menos que el proceso en el otro tribunal:

I.- Obedeciera al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad por crímenes de la competencia de la Corte; o

II.- No hubiere sido instruida en forma independiente o imparcial de conformidad con las debidas garantías procesales reconocidas por el derecho internacional o lo hubiere sido de alguna manera que, en las circunstancias del caso, fuere incompatible con la intención de someter a la persona a la acción de la justicia. (cfr. Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional).

Consecuentemente con ello, “…surge la improcedencia de oponer la garantía de «cosa juzgada» del derecho interno con el objeto de negar a los organismos internacionales de control la revisión de la calidad de la tutela judicial obtenida por la presunta víctima. Los distintos instrumentos internacionales que integran el BCF [Bloque de Constitucionalidad Federal] constituyen, por sí mismos, las instancias de control donde actúan organismos cuya finalidad es supervisar el cumplimiento de las obligaciones internacionales asumidas, en ejercicio de su soberanía, por los Estados partes. Consiguientemente, siempre que se trate de una presunta violación a un derecho reconocido en un instrumento internacional, hasta tanto no se exprese el respectivo organismo de control no puede afirmarse que ha intervenido la última instancia en salvaguarda de los derechos.” (cfr. Pizzolo, Calogero: Los indultos que no fueron, publicado en La Ley, 2005-C, p. 63).

e) Excursus: acerca de la seguridad jurídica.

La reactivación de las causas tendientes a investigar graves violaciones a los derechos fundamentales de las personas ocurridas durante la última dictadura militar, ha generado más de un argumento contrario a tal actividad.

Uno de ellos es, justamente, aquel proveniente de quienes abolieron la vigencia de la Constitución Nacional, o de otro modo consintieron la instauración de un gobierno de facto que rigió la suerte de nuestro país con posterioridad a 1976, consistente en la alegación de una eventual afectación a la seguridad jurídica.

Con acierto, se ha dicho que el valor seguridad jurídica debe ser ponderado como un medio entre otros para asegurar la hegemonía de la Justicia (cfr. C.S.J.N. Fallos: 314:1257, Voto del Dr. Carlos S. Fayt).

Al ingresar en el debate en torno a esta cuestión, sería honesto preguntarse acerca de qué tipo de actos son cualitativamente susceptibles de lesionar este valor y, contestada la misma, volver a analizar si la misma se encuentra afectada en mayor medida al permitir la reapertura de la vía jurisdiccional nunca satisfecha, la descalificación por inconstitucional de leyes e indultos que contravinieron la Carta Magna y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos o, en cambio, la aplicación automática de normas que implican avasallamiento de funciones judiciales, que intentan amnistiar o indultar conductas inamnistiables o que proporcionan impunidad a delitos de lesa humanidad.

No se trata de una cuestión fácil de resolver. Sin embargo, una pauta interpretativa al respecto la proporciona la inteligencia de nuestro Máximo Tribunal, al decir que: “El único medio válido para fortalecer la «seguridad jurídica» es un mayor grado de juridicidad en la regulación de las conductas de los ciudadanos y no el mantenimiento de normas cuyo origen está a extramuros de la Ley Fundamental” (cfr. C.S.J.N. Fallos: 314:1257).

Ahora bien, hablar de seguridad jurídica no implica una referencia estricta a un ideal de justicia metafísico, abstracto o indefinible, sino que se alude a la Justicia como función básica y concreta que debe prestar el Estado otorgando un proceso justo, una investigación judicial imparcial y exhaustiva que esclarezca los hechos. Siendo ello así, los conceptos de seguridad jurídica y Justicia son compatibles y es falso propiciar antagonismos entre ellos, ya que existe entre los mismos una relación simbiótica que impide la realización de uno sin la presencia del otro.

Nuevamente quiero resaltar la complementariedad existente entre dichos conceptos. Es imposible admitir que en un Estado de Derecho exista seguridad jurídica si no está garantizada la justicia, entendiendo a esta última como la real adecuación entre lo establecido en derecho y el caso particular, restableciéndose, con la aplicación del primero, el orden jurídico. Por consiguiente, si se obtiene una sentencia judicial fruto de un proceso viciado sustancialmente, resulta imposible considerar que en tal decisión exista aplicación del derecho, lo que lleva a inferir que el fallo será injusto, transgredirá el fundamento del Estado de Derecho, quebrando el principio de seguridad jurídica. Justificar lo contrario implicaría a contravenir el orden jurídico preestablecido y propiciar la inseguridad jurídica. (cfr. Meglioli, María Fabiana: La revisión de la cosa juzgada, publicada en Suplemento La Ley, Revista del CPACF n° 11, del mes de diciembre de 2001).

V. Consideraciones finales

Para finalizar con este resolutorio, permítanseme realizar unas últimas y breves reflexiones respecto de la cuestión que motiva esta incidencia.

En efecto, se dejó en claro que el terrorismo de Estado constituye la instancia más grave de terrorismo hoy conocida. Repárese en que es el propio Estado quien se vuelve criminal, utilizando todo el aparato burocrático y administrativo para llevar adelante un plan delictivo consistente en aniquilar las opiniones disidentes. Pero la gestación de ese gran aparato criminalizador no terminó allí, sino que, una vez arribada la democracia en nuestro país, realizó sus mejores esfuerzos en pos de la impunidad de los perpetradores de tales crímenes. Fruto de ello fueron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, a la vez que también fue utilizado el instituto del indulto, bajo los mismos términos a los examinados en el presente.

Bajo este panorama, entiendo que, como integrante del Poder Judicial de la Nación, me encuentro en la obligación de, una vez habilitado el correspondiente control de constitucionalidad sobre el Decreto n° 1003/89, realizar un ejercicio interpretativo acorde con los parámetros constitucionales y del Derecho Internacional de los Derechos Humanos que, desde siempre, ha constituido una pauta más de valoración al respecto.

Así, puede concluirse que los tribunales son los llamados a determinar la constitucionalidad tanto de las leyes, decretos, y actos de particulares, sin que dicho contralor encuentre único basamento en necesidades políticas coyunturales -aún cuando las mismas aparezcan como urgentes-, sino en los derechos inalienables de las personas. Sólo de esta forma se irá formando un derecho a la Justicia, del cual no se puede privar a las víctimas. La vigencia plena de ese derecho a la Justicia tiene repercusiones no sólo para las formas de saldar las pasadas violaciones a los Derechos Humanos, sino también para construir una estructura sólida y fundar un sistema democrático sin privilegios, con instituciones sometidas al control constitucional.

Y si a ello se le suma la eventual responsabilidad internacional en que podría incurrir el Estado ante la violación de los Tratados Internacionales que lo obligan a investigar y eventualmente castigar a los autores de crímenes de lesa humanidad, la cuestión adquiere un matiz fundamental.

La inconstitucionalidad de los indultos no puede ser examinada como un acto aislado sino como un paso más en el camino hacia la Justicia, una evolución lógica, progresiva y encaminada a la legalidad y la real vigencia de los derechos fundamentales. Esta decisión tiende a satisfacer “…el deber […] de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos”. (cfr. Corte I.D.H in re “Velásquez Rodríguez”).

Es por ello que, a efectos de poner fin a la violación de los deberes internacionales en que el Estado ha venido incurriendo, en el caso concreto, entiendo que corresponde declarar la inconstitucionalidad del Decreto n° 1003/89, sólo en cuanto se dispuso indultar a José Nino Gavazzo, Manuel Cordero, Hugo Campos Hermida y Jorge Silveira en el marco de la causa n° 42.335 bis caratulada “Rodríguez Larreta Piera, Enrique s/denuncia” del registro de este tribunal.

En virtud de las consideraciones de hecho y de derecho precedentemente reseñadas y, oídos que fueron tanto el representante del Ministerio Público Fiscal como las querellas, es que

Resuelvo:

I. Declarar la Inconstitucionalidad del Decreto de indulto n° 1003/1989, únicamente en cuanto benefició a José Nino Gavazzo, Jorge Silveira, Manuel Cordero y Hugo Campos Hermida, cfr. arts. 29, 31, 33, 75 inc. 22 (ex. 67 inc. 19), 99 inc. 5° (ex. 86 inc. 6°), 116, 118 (ex. 102) y concordantes de la Constitución Nacional.

II. Declarar la nulidad y consecuentemente, privar de efectos en estas actuaciones a la totalidad de los actos procesalesy resoluciones, cuya causa resultó ser la sanción del Decreto indicado en el párrafo anterior.

III. Retrotraer las situaciones procesales de José Nino Gavazzo, Jorge Alberto Silveira, Juan Manuel Cordero y Hugo Campos Hermida, al momento anterior al dictado del Decreto n° 1003/1989.

Tómese razón y notifíquese

Ante mí:

En la misma fecha se cumplió con lo ordenado. Conste.

En del mismo notifiqué al Sr. Fiscal y firmó. Doy Fe.

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